10 de agosto de 2015

Pensamientos diversos sobre el cometa

Pensamientos diversos sobre el cometa. Pierre Bayle. Ediciones Antígona, 2015
Introducción y traducción de Julián Arroyo Pomeda
A finales del siglo XVII, La Era de la Razón, una corriente intelectual empezaba a imponerse en los círculos filosóficos -cuyos indicios, en Francia, podrían remontarse a 1580, año de la primera edición de los Ensayos (Essais, 1533-1592) de Michel de Montaigne; a pesar de alcanzar a gran parte del mundo civilizado, excluida España, la Ilustración es un fenómeno eminentemente francés- con tal empuje que ya puede empezar a hablarse propiamente de Ilustración; faltan todavía cien años para que vea la luz Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung, 1784), el texto de Immanuel Kant, y más de cien para que se materialice la consecuencia política más importante, La Revolución Francesa. Han empezado a aparecer algunos pensadores cuyos temas y, sobre todo, preocupaciones intelectuales, ponen de manifiesto la existencia de una corriente subterránea que comenzaba a fraguar el decisivo Siglo de las Luces; entre ellos, Pierre Bayle, un francés -¿de dónde, si no?- crítico con la religión, con el poder terrenal y con la multitud de supersticiones, religiosas y laicas, que condicionaban, con aquiescencia de la totalidad de poderes celestiales y terrenales, la vida intelectual, pública y privada, de sus contemporáneos. Pensamientos diversos sobre el cometa (Pensées diverses écrites à un docteur de Sorbonne à l'occasion de la Comète qui parut au mois de décembre 1680, Rotterdam, 1682) fue su primera obra publicada.
Ilustración del cometa Halley de 1857.
Blog "En lengua propia"
El cometa sobre cuya aparición diserta Bayle es el cometa Halley, que hizo su periódica aparición a finales de 1680 en el cielo de París. Ante la incomprensión popular del fenómeno y la nada inocente apropiación por parte de las autoridades eclesiásticas, Bayle utiliza este hecho para ilustrar al pueblo acerca de la naturaleza del fenómeno. El texto sufre varios avatares al no ser autorizada su publicación debido a su irreverente contenido -una aproximación a los cuales relata el propio Bayle en las Introducciones-, hasta que finalmente es publicado en la liberal Holanda en 1682.

El libro parece destinado a dos tipos de lectores: al pueblo en general, ignorante y supersticioso -que no es lo mismo-, a cuya instrucción se consagra el texto mediante un recurso didáctico de probada eficacia, el lenguaje llano y próximo, casi oral; y a las autoridades eclesiásticas -los teólogos, sobre todo, el blanco hacia el que Bayle dirige sus dardos-, para lo cual su discurso toma la forma que imita -que parodia- la literatura religiosa; conviene no olvidar que Bayle, después de una hipostasía y posterior retractación, era un fiel hugonote. Pero es que, además, el francés censura el pábulo que le daba la Iglesia institucional al conjunto de supersticiones que la cultura -en este caso, incultura- popular sostenía con respecto al acontecimiento. De este modo, el texto sería una excusa para poner en cuestión a la superstición pagana y a la apropiación que ha hecho la religión en su propio beneficio.


El estilo discursivo de Bayle merece un comentario; podría parecer, ante una primera lectura descuidada, que la incesante sucesión de notas acercas del tema y  las numerosas y, a veces, prolongadas digresiones, son el resultado de una deficiencia en la estructuración de su discurso. 

"No sé reflexionar regularmente sobre algo: cambio muy fácilmente, me alejo frecuentemente del tema, salto en los lugares donde valdría la pena acertar y soy bel más apropiado para hacer perder la paciencia un doctor que quiere método y regularidad, ante todo."
Lejos de ello, ese ritmo sincopado es una elección consciente y programada del autor, que usa esas digresiones para ejemplificar los principios científicos -"naturales"- mediante los cuales trata el acontecimiento; para introducir los distintos puntos de vista en que apoya sus argumentaciones, fruto de una erudición que alcanzará su máxima expresión en el Diccionario Histórico y Crítico (Dictionnaire Historique et Critique, 1697); y, finalmente, aunque ésta parece ser su motivación principal -y la causante de los problemas de edición- para exponer sus críticas a los estamentos religiosos por el uso que hacen del fenómeno.
Las religiones paganas anteriores al Cristianismo, junto con el atraso científico de la época, legaron a la nueva religión, en el momento de su nacimiento, algunas supersticiones propias de su tradición -juntamente con, por ejemplo, las festividades- que fueron asimiladas y reformuladas; es contra la supervivencia de esas supersticiones hacia donde dirige Bayle sus invectivas, y no tanto contra los ateos, a los que, al carecer de creencias sobrenaturales, a diferencia de los paganos, tampoco suelen caer en las supersticiones pseudorreligiosas. Es en esta consideración hacia el ateísmo donde se quiso ver cierta culpable tolerancia del francés hacia la no-creencia en Dios que tuvo su papel a la hora de dar los Pensamientos a la edición, en su posicionamiento crítico ante la idolatría -acusaciones que la Iglesia podría sentir en carne propia-, y en la preeminencia de la ciencia a la hora de estudiar los fenómenos naturales, en perfecta coordinación con la corriente racionalista que empezaba a reventar las costuras de la tradición. Fue la propia institución religiosa, consolidada, poderosa y con un fuerte sentimiento de inmunidad, quien con su intolerancia hacia las ideas que venían abriéndose paso, su resistencia a aceptar la diversidad y su poca disposición al diálogo con posiciones tolerantes procedentes de su mismo seno como la del propio Bayle, propició que las ideas emergentes se implantaran y enraizaran con la fuerza con que lo hicieron.

“A Dios lo que es Dios, y a la filosofía lo que es de la filosofía”, esta podría ser la máxima que rige los razonamientos de Bayle. Mediante una estricta aplicación de la navaja de Ockham, sostiene que a todos aquellos fenómenos para los que existe una explicación física -"filosófica", según la concepción de la época-, no hace falta buscarles un origen sobrenatural. Si el cometa fuera un milagro ejecutado por Dios que conllevara presagios que los hombres debieran desentrañar, eso significaría que Dios materializa un milagro que lleva al hombre a la idolatría, lo que es contrario tanto a la naturaleza de Dios como al sentido común, e iría en contra de los atributos de la naturaleza divina. El problema de la relación causa-efecto sólo consiste en identificar correctamente la causa.

Tampoco los poetas se libran de las invectivas de Bayle, pues son también fabricantes de prodigios; ni los historiadores, que los incluyen para dar lustre a sus textos; ni la tradición, por basarse en ideas antiguas y ser impermeable, por su propia naturaleza, a la rectificación; y, finalmente, carga también contra el poco caso que se ha hecho de la opinión de los filósofos, motivado con frecuencia en el hecho de que éstos basen sus conclusiones en razonamientos que la pereza intelectual impide seguir adecuadamente; aunque, comprensivamente, disculpa al teólogo "porque estáis acostumbrados por vuestro oficio a no razonar mucho."

¿Se trata, pues, de un texto ateo? Volveré sobre este tema más adelante, pero el concepto de ateísmo generalmente aceptado no era el mismo que el de hoy en día. Bayle no es, de ningún modo ni con ninguna de las acepciones de la palabra, un ateo, pero sí representa una corriente de pensamiento que, enraizada en la Grecia clásica, rebrota en el Renacimiento y alcanza la Era de la Razón -previo paso, otra vez, por Montaigne- como un pilar fundamental, el escepticismo, al que dedicará años después uno de los artículos más divulgados del Diccionario, el dedicado a Pirrón, pero la inclinación hacia el cual está ya presente en los Pensamientos:

"[...] en las cosas en las que no hay más razón de un lado que del otro, el error está siempre más del lado de aquellos que afirman que del lado de los que suspenden el juicio."
Casa natal de Pierre Bayle en Carla-Bayle. En la actualidad acoge el Musée Maison Pierre Bayle
Montaigne de nuevo; su sombra es alargada y la influencia de los Ensayos se deja sentir a lo largo de toda la Ilustración. Bayle lo cita varias veces, componiendo de este modo un reconocido homenaje al perigordino, en relación a las profecías autocumplidas, a la pretendida legitimidad de las mayorías y, naturalmente, a la preferencia de la Razón en contra de cualquier tipo de suprestición:
"Montaigne, del que no son muy amigos los señores de Port-Royal, dice, en alguna parte, que no habiendo conocido nunca la verdadera grandeza del hombre, sí ha conocido bastante bien sus defectos [...]. Consideraba actualmente, como hago a menudo, cuán libre y vago instrumento es la razón humana. Veo ordinariamente que los hombres, en los hechos que se les proponen, se ocupan más de buscar la razón que la verdad. Pasan por encima de los antecedentes y examinan cuidadosamente las consecuencias. Dejan las cosas y corren a las causas. Ridículos charlatanes. Suelen comenzar ordinariamente así ¿cómo pasa esto? ¿Pero pasa?, cabría preguntar... Creo que en casi todo habría que decir: no existe nada, y emplearía a menudo esta respuesta, pero no me atrevo [...]"
El Renacimiento dio ya sus primeros pasos en este sentido, pero fue la Ilustración la que bajó definitivamente al hombre de su pedestal, enfrentando su insignificancia a su elevada presunción:
"Cuanto más se estudia el hombre, más se conoce que el orgullo es su pasión dominante y que le afecta la grandeza hasta en la más triste miseria. Cautivo y caduco como es, ha podido persuadirse de que no podría morir sin perturbar toda la naturaleza y sin obligar al cielo a meterse en nuevos  gastos para iluminar la pompa de sus funerales. ¡Necia y ridícula vanidad! Si tuviéramos una idea justa del universo, pronto comprenderíamos que la muerte o el nacimiento de un príncipe es un asunto tan pequeño en relación con toda la naturaleza de las cosas que no vale la pena que se remueva el cielo." 
Censurando la idolatría, que Bayle considera exclusiva del paganismo, y a la que achaca la responsabilidad de adjudicar presagios a la presencia de fenómenos naturales, arremete también, sin contemplaciones y de forma bastante explícita, contra la profusión de conductas idólatras no ya reprimidas si no alentadas por la jerarquía eclesiástica, que no vería en ellas más que otra forma más terrenal y fácilmente asimilable por la feligresía que la misma doctrina. Se trata de una utilización fraudulenta para mantener a los fieles sojuzgados, apoyada en el poder y aprovechándose la de la ignorancia del pueblo:
"De que ellos [los "padres" de la religión] han sido engañados los primeros; sus grandes luces se extienden más bien del lado de las verdades de la religión que del de las verdades naturales."
Obsérvese que tras lo que parece una disculpa, sin embargo, se esconde el reconocimiento de esa eterna dicotomía "verdad religiosa-verdad natural", cuya existencia y valoración la Iglesia del siglo XVII estaba muy lejos de reconocer -la preeminencia era, y sigue siendo, una cuestión de fe-, y que supondría otro de los pilares sobre los que la Ilustración fundamentó su edificio:
"Se ha apoderado ya del miserable mundo una locura tan grande que los cristianos se convencen de las absurdidades [con] que nadie podía convencer en otro tiempo a los gentiles". Citado de un tratado de Agobard, obispo de Lyon, del año 833.
Página del Dictionnaire Historique et Critique de Pierre Bayle; obsérvese la curiosa disposición del texto y de las dos jerarquías de notas. Imagen de bacrie.ca
Bayle huye de la sofística escolástica, y aunque parece utilizar su retórica para apoyar sus enunciados, el llamado principal es siempre a las leyes físicas, con menos frecuencia a la teología, y siempre, renovando su homenaje al escepticismo, remitiéndose a modo de contraste al sentido común. Y en tal medida que, incluso por reducción al absurdo, a menudo parece que la insistencia hiperbólica en las razones teológicas no es más que o una llamada de atención a las autoridades intelectuales de la religión o, incluso, una velada sátira de su cerrazón intolerante a las nuevas corrientes de pensamiento que, desde hacía más de doscientos años, estaban llamando a la puerta del búnker eclesiástico.

Para mostrar la inutilidad de la superstición acerca de los presagios, Bayle descompone las vías de interpretación mediante un doble mecanismo: por una parte, cuestiona que un hecho puramente natural, regido por las leyes de la física, pueda poseer una interpretación sobrenatural, pues de eso se trataría  si se le adjudicara el carácter predictivo; pero, llevando un paso más allá esta reducción al absurdo, incluso en el caso de que anticipara alguna desgracia, habría que escoger entre diversas interpretaciones, las cuales, por no basarse en ningún sustrato real, mantendrían abiertas todas las opciones. Siempre queda, naturalmente, la posibilidad de interpretación a posteriori de los hechos, pero esa es una alternativa cuya validez cae por su propio peso.

"No hace falta subir tan alto para encontrar la fuente de la vanidad, del orgullo, la envidia, la avaricia, el amor y los otros desórdenes que hacen tanto mal a la sociedad humana. Si son los astros los que los causan, son, sin duda, estos astros terrestres que tanto nos cantan los poetas, y no los que viven en el cielo."
A pesar de sus invectivas contra la idolatría, es muy curioso el trato deferente con que distingue a Séneca y a Marco Aurelio, idólatras ambos, aunque al emperador le reconoce, a veces, el "beneficio" del ateísmo, siguiendo de este modo con el respeto hacia el estoicismo común con Montaigne y con toda la corriente de pensamiento protocristiano empeñado en combatir ambas desviaciones, calificando incluso a este último como "el hombre más honesto que hubo en el mundo". Bayle defiende razonadamente el estoicismo, e incluso el epicureísmo, bajo la tesis de que ambos aconsejan vivir en armonía con sus creencias, por más que sean ateas, y cita de Cicerón, en favor de estos últimos, que "viven mejor de lo que hablan, mientras que los otros hablan mejor de lo que viven".

Hablando de ateísmo, Bayle no cede en la insistencia de disculparlo si se trata de enfrentarlo a la idolatría:

"[...] al parecer, el demonio encuentra preferible su cuenta en la idolatría que en el ateísmo: de lo que debe suceder que emplea más bien sus artificios para llevar a los hombres a la idolatría que para echarlos en el ateísmo. La razón de esta conducta es, a mi parecer, ésta, que los ateos no dan ningún honor al demonio, ni directa, ni indirectamente, y niegan incluso su existencia, en lugar de tener tanta parte en las adoraciones que son rendidas a los falsos dioses, que la Santa Escritura dice en distintos pasajes que los sacrificios ofrecidos a los dioses son ofrecidos a los diablos."
Extraña consideración al ateísmo -aunque bajo esta denominación designe a los que no han conocido a Dios más que a los que lo han negado- es ésta, y extraña también la aceptación de tesis cuya validez incluso la Iglesia actual pone en duda:
"CXXXIII. Séptima prueba. El ateísmo no conduce necesariamente a la corrupción de los hombres."
Y su contraria: 
"CXXXIV. Que la experiencia refuta el razonamiento que se ha hecho para probar que el conocimiento de Dios corrige las inclinaciones viciosas del hombre."
Para llegar a una conclusión lógica:
"No hay gentes más incrédulas sobre todo lo que se dice de los brujos y de los magos que los ateos."
La laicidad es un concepto en formación en el siglo XVII, pero el ejemplo nefasto que supusieron las guerras de religión en la Francia anterior a Enrique IV es suficiente para que Bayle, recordemos, cristiano convencido al menos nominalmente, abogue, de manera indirecta, por los beneficios de la aconfesionalidad; y el hecho fehaciente de la corrupción entre la realeza y la nobleza, el uso partidista y discrecional de la religión por parte de los príncipes como integrante del sistema de sumisión del pueblo llano y el odio sectario, promovido al alimón por la jerarquía eclesiástica en fructífera alianza con los poderes terranales, hacia las otras religiones, son algunas de las razones por las que Bayle dignifica la aconfesionalidad.

No obstante, a pesar de considerar el ateísmo como un estado no deseable frente a la opción cristiana, Bayle insiste en la supremacía de la ley natural sobre la ley religiosa, validando con trescientos años de anticipación el "si Dios no existe todo está permitido" de Ivan Karamazov. Niega que una sociedad atea se deje llevar por el libertinaje porque éste iría en contra de la ley natural y porque, a diferencia de lo que sucede en la sociedad religiosa, nadie puede comprar disculpas que le permitan saltarse la ley sin tener que soportar las consecuencias. Además,

"Examinando todas las ideas de buen sentido que han tenido lugar entre los cristianos, apenas se encontrarían dos que hayan sido tomadas de la religión; y cuando las cosas llegan a ser honestas, por impropias que fueran, no es de ninguna manera porque se ha consultado mejor la moral y el Evangelio [...]. No es más extraño que un ateo viva virtuosamente que el que un cristiano se dé a toda clase de crímenes."
Pero es que, también, 
"De que hay ateos que, moralmente hablando, tienen buenas inclinaciones, es fácil concluir que el ateísmo no es una causa necesaria de mala vida, sino solamente una causa por accidente, o una causa que no produce corrupción de costumbres más que en los que tienen bastante inclinación al mal para corromperse."
Estas posiciones claramente heréticas, entonces y aún ahora, se agravan cuando Bayle cuestiona que la Iglesia censure gravemente las desviaciones de su doctrina -los sucesivos concilios fueron una engrasada máquina que la jerarquía mantuvo en funcionamiento para señalar, denunciar y condenar doctrinas alternativas a la oficial en multitud de aspectos-, y ser, en cambio, sospechosamente condescendiente con conductas que distaban mucho de vivir conforme al Evangelio:
"Nunca se habría molestado a Galileo si, en lugar de hacer el copernicano, se hubiera dedicado a mantener a varias concubinas."

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