12 de mayo de 2009

El miedo

El miedo. Gabriel Chevallier, Acantilado
Traducción de José Ramón Monreal
La por. Gabriel Chevallier, Quaderns Crema
Traducció de Pau Joan Hernández


Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, la única que cuenta: HE TENIDO MIEDO”.

Jean Dartemont, el narrador de El miedo, es un estudiante parisino que, antes de cumplir la veintena, se ve involucrado en la primera guerra mundial. Seguiremos sus peripecias de ciudadano civil en un reclutamiento marcado por el azar, la absurda instrucción, su bautizo despistado en un frente cuyo lugar nadie sabe precisar, una herida y una permanencia en el hospital para soldados convalecientes marcada por la exclusión, y su destino definitivo en la guerra de desgaste en territorio francés contra el ejército del kaiser, dedicado fundamentalmente no a vencer al enemigo si no a sobrevivir. Acción, pues, como sería de esperar ante un “libro de guerra”, pero también, y ahí está la diferencia entre El miedo y otros ejemplos de literatura bélica, mucho diálogo, a veces patético y a menudo sarcástico, pero siempre interesante, entre los soldados, y muchas reflexiones del protagonista, para seguir el proceso que lleva a un patriota a convertirse en un cobarde, dicho esto sin ninguna intención peyorativa.

Todo hace suponer que, al contrario de lo que dicen las leyendas, en la guerra no existen los héroes; y si, ocasionalmente, algún soldado lleva a término una acción susceptible de ser calificada como heroica, su influencia en le resultado final de la guerra es insustancial porque el peso de las acciones bélicas lo sostienen miles de individuos anónimos, paradigma del anti-héroe, asustados, embrutecidos, cuya única conexión con el ser humano es andar erguidos; hombres extenuados, anulados en su capacidad de pensamiento, a los que el enemigo importa un comino porque su preocupación principal es ocuparse de satisfacer sus necesidades básicas y, sobretodo, sobrevivir.

El relato avanza en el tiempo siguiendo el curso de la contienda en una narración en primera persona puesta en boca del protagonista, recurso que refuerza la implicación del lector en la acción y le aproxima a las experiencias del narrador, además de provocar un fuerte efecto de verosimilitud. El tiempo presente de la narración acerca la acción al propio tiempo de lectura y facilita una inmediatez que apoya el realismo de la trama: cualquier suceso que esté pasando “ahora” parece más real que si se cuenta que ocurrió en el pasado.

Una de las tesis principales de Chevallier, a quien podríamos identificar con Dartemont sin violentar ninguna de las convenciones narrativas de la ficción, es que la guerra, estupidez donde las haya y grado máximo de la sinrazón, nunca es en su origen un asunto entre seres humanos, si no entre estados, y aunque sean esos estados los contendientes, o esos “príncipes de la otra orilla que tienen disputas con el mío aunque yo no tenga ninguna con él, pero que hace que un hombre tenga derecho a matar a otro”, según Blaise Pascal, quien acaba muriendo no son ellos, ni los estados ni los príncipes, si no los hombres. Y todo ello debido a la naturaleza innatamente mansa del ser humano: “los hombres son unos mansos corderos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad”. Lo malo de la guerra, pues, no es que sea espantosa: es que es absurda; en palabras de Dartemont, “la guerra es cosa del azar, un desorden de mil pares de cojones del que nadie ha entendido nunca nada”. Matar, destruir, arrasar, destrozar… la razón por la que la guerra repugna al espíritu humano es que se basa en la aniquilación; cuanto mayor y más rápida, antes se alcanzan los objetivos y antes llega a su fin.

Un hombre con un fusil es menos hombre. Y por esa razón el ejército es el ejemplo sublime de la subversión de los valores: la mediocridad es la regla para progresar en la escala de mandos; la discusión queda relegada, incluso prohibida, por el “principio del firmes”, anulando todo posible recurso al raciocinio; la disciplina es el único marco de relación; y la irrevocabilidad de las órdenes, basada en la infalibilidad de los mandos, el principio por el que se rige el proceso de toma de decisiones. En definitiva, la supresión del individuo para disolverlo en una aborrecible multitud destinada a anular la posibilidad de que pueda poseer ideas propias; la exaltación del instinto, por bajo y ruin que sea; y, por encima de todo ello, la degradación de la razón.

El miedo es una novela horrible, tan horrible que el lector acaba desechando que se trate de una obra de ficción, uno comprende, a lo largo de sus páginas, que la fantasía nunca podría alcanzar tales niveles de tragedia, que jamás sería capaz de superar el espanto de la realidad. Es un efecto parecido al que, en la propia acción, dintingue dos momentos fácilmente distinguibles en la acción bélica: la “ficción” de la guerra a distancia, la que lleva a cabo la artillería, los bombardeos, los granaderos, y “la realidad” de la guerra próxima, la que se desarrolla cuerpo a cuerpo; la diferencia entre suponer que se está matando enemigos que no se ven y matar a bayoneta o a quemarropa, mirando a los ojos del adversario.

El miedo es, en definitiva, un libro acerca de la guerra pero, al igual que otros ilustres precedentes, con una carga antibelicista más que notable: los ejércitos están hechos para la guerra pero, he ahí la paradoja, los hombres con sentido común hallan su realización solamente en la paz; por esa razón, tal vez serían multitud lo que proclamaran, con Dartemont, que “mi patrimonio es mi vida. No tengo bien más preciado que defender. Mi patria es lo que conseguiré ganar o crear. Yo muerto, me importa un bledo cómo se vayan a repartir el mundo los vivos, el trazado de las fronteras, sus alianzas y sus enemistades. No pido más que vivir en paz…”.


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