30 de septiembre de 2008
25 de septiembre de 2008
Contrapunto XX
Mis actos y mis razonamientos me incumben únicamente a mí. Jamás haría nada con el objeto de provocar la admiración de mis amigos, aunque a menudo me siento tentado a que mis enemigos conserven viva su animadversión. En cuanto a los aplausos, me son indiferentes, pues generalmente constituyen la forma externa con que se muestra la falta de inteligencia de los imbéciles, de aquellos que, sin haber comprendido nada, se limitan a hacer ruido.
15 de septiembre de 2008
13 de septiembre de 2008
El Credo de James Graham Ballard
Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de los choques de autos, en la paz de los bosques sumergidos, en la excitación de las playas de vacaciones cuando están desiertas, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de muchos pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los ómnibus de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los vellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.
Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un chico con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la delicadeza de los bisturíes quirúrgicos, en la ilimitada geometría de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.Creo en la historia de mis pies.Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación. Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.
James G. Ballard
(Extraido del blog de Enrique Ortiz, http://elblogdeenriqueortiz.blogspot.com)
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los ómnibus de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los vellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.
Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un chico con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la delicadeza de los bisturíes quirúrgicos, en la ilimitada geometría de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.Creo en la historia de mis pies.Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación. Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.
James G. Ballard
(Extraido del blog de Enrique Ortiz, http://elblogdeenriqueortiz.blogspot.com)
11 de septiembre de 2008
Contrapunto XXV
Quiero tener la suficiente fortaleza de corazón para no seguir nunca a ningún guía. Y la suficiente fortaleza de espíritu para no seguir nunca ninguna doctrina.
5 de septiembre de 2008
Contrapunto XVIII
La concupiscencia no tiene ningún sentido si no lleva adosado el irremediable sello de la perdición.
4 de septiembre de 2008
Maestros del Infinito
ENRIQUE VILA-MATAS
Maestros del infinito
1. Qué raro. Un año y medio sin que nadie me pregunte qué libros llevaría a una isla desierta. Y cinco desde que quisieron saber qué opinaba sobre la manía de preguntar por los libros que me llevaría a la isla desierta. ¿Qué opinaba? Dudé entre contestar con un aforismo de Lichtenberg ("he notado claramente que tengo una opinión acostado y otra de pie") o recurrir al emperador Marco Aurelio: "Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea".
Me he pasado meses creyendo que tarde o temprano tendría que contestar a la pregunta inevitable. Cuando ésta llegara, pensaba responder que a una isla desierta iría con una antología de aforismos que me construiría yo mismo. En la isla leería un aforismo al día y, cuando fuera rescatado, echaría mano del libro para saber cuántos días pasé en la isla desierta. Por si tardaban en rescatarme, la antología tendría un número muy elevado de aforismos. Nada más terrible que se me acabara el libro y aún no hubieran venido a rescatarme, porque entendería que ya no vendrían nunca, y lo viviría lógicamente como una tragedia, escribiría yo mismo el último aforismo: "Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo". Aunque tal vez me lo tomara todo con gran risa, que es una buena solución para estos casos. Entonces, el aforismo sería de Novalis: "A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico".
2. Por mucho que se discuta qué es un aforismo, éste siempre será un intento de comprimir en unas cuantas palabras el infinito, aquello que sólo puede ser evocado, pero jamás explicado. El colombiano Nicolás Gómez Dávila lo expresó con acierto: "Escribir corto, para concluir antes de hastiar". Eso explicaría este aforismo de Vilém Vok: "El que escribió el mejor aforismo del mundo vivió como una tragedia ser articulista". De hecho, Nietzsche siempre ambicionó "decir en diez frases lo que otro dice en un libro".
La tarea de comprimir el infinito comporta el éxito de lograrlo -para ello son necesarias algunas palabras-, pero también el triunfo del silencio. Porque el aforismo no deja de ser un eco del silencio. Es gestado calladamente. Y luego trasladado al papel en unos instantes fugaces que el aforista Antonio Porchia percibe faltos de identidad, del mismo modo que también está ausente la identidad en lo más efímero que habita el universo, que es el hombre: "Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo".
Para que un aforismo sea auténtico y profundo tiene que ser superficial, pues no hay que olvidar que sólo lo trivial nos ampara del tedio. André Derain lo decía de otro modo: "Lo hondo, visto con hondura, es superficie". Mi lista de autores de la antología de aforismos no diferiría mucho de la selección de la revista mexicana del Fondo de Cultura Económica, La Gaceta, en su número 450. Están ahí, en mayor o menor medida, muchos de los grandes maestros de lo breve: Lichtenberg, Novalis, Kafka, Jünger... Y faltan algunos obvios, como Flaubert, Canetti, Wittgenstein, Gracián... Todos esos maestros de lo breve también lo son de lo infinito. "La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas", decía Lichtenberg, el rey de las distancias cortas.
3. "Si los que hablan mal de mí supieran lo que yo pienso de ellos, hablarían de mí quinientas veces peor" (Sacha Guitry).
4. Comenta Juan Villoro en su ya legendario prólogo a los Aforismos de Lichtenberg que la verdadera enseñanza de éste siempre radicó en haber escrito una obra que exige una lectura especial: "La buena literatura no es una calle de un solo sentido; el lector regresa al texto con algo que ya no pertenece al autor. Una página no está ahí para ser aprobada o rechazada. Es buena en la medida en que estimula al lector a pensar por cuenta propia". Ésta fue también la lección profunda que halló Schopenhauer en Lichtenberg, en quien vio a esa clase de escritores que piensan primero para sí mismos, a diferencia de los que de inmediato piensan para los demás.
He aquí, en tiempos de confusión en el mundo de las letras, una buena clasificación entre dos tipos de autores. Los que piensan para sí mismos, decía Schopenhauer, son los pensadores individuales, los verdaderos filósofos, mientras que los otros son los sofistas que pretenden impresionar y piensan en función de los demás.
5. "De mi novela siempre dicen que es literaria, y yo me pregunto qué es una novela no literaria" (Eduardo Lago en una reciente entrevista).
6. De ahí que en la isla desierta baste con un aforismo por día, y aún, porque no es mucho disponer sólo de una jornada para pensarlo. Autor y lector se complementan en la verdadera literatura. Wittgenstein: "Con mi escrito no pretendo ahorrarle a otro la tarea de pensar, sino, en la medida de lo posible, estimularle a tener pensamientos propios".
En mi antología, los aforismos que cayeran en múltiplos de siete contarían como si fueran domingos y cargarían las tintas en la ironía más festiva. No faltaría éste de Lichtenberg: "Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende".
Para los días laborables contaría con Ernst Jünger: "Del gran camino no llegan noticias". Y con el argentino Antonio Porchia: "Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo". No puede ser más evidente: un aforismo es perderlo todo.
ENRIQUE VILA-MATAS 20/07/2008
Maestros del infinito
1. Qué raro. Un año y medio sin que nadie me pregunte qué libros llevaría a una isla desierta. Y cinco desde que quisieron saber qué opinaba sobre la manía de preguntar por los libros que me llevaría a la isla desierta. ¿Qué opinaba? Dudé entre contestar con un aforismo de Lichtenberg ("he notado claramente que tengo una opinión acostado y otra de pie") o recurrir al emperador Marco Aurelio: "Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea".
Me he pasado meses creyendo que tarde o temprano tendría que contestar a la pregunta inevitable. Cuando ésta llegara, pensaba responder que a una isla desierta iría con una antología de aforismos que me construiría yo mismo. En la isla leería un aforismo al día y, cuando fuera rescatado, echaría mano del libro para saber cuántos días pasé en la isla desierta. Por si tardaban en rescatarme, la antología tendría un número muy elevado de aforismos. Nada más terrible que se me acabara el libro y aún no hubieran venido a rescatarme, porque entendería que ya no vendrían nunca, y lo viviría lógicamente como una tragedia, escribiría yo mismo el último aforismo: "Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo". Aunque tal vez me lo tomara todo con gran risa, que es una buena solución para estos casos. Entonces, el aforismo sería de Novalis: "A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico".
2. Por mucho que se discuta qué es un aforismo, éste siempre será un intento de comprimir en unas cuantas palabras el infinito, aquello que sólo puede ser evocado, pero jamás explicado. El colombiano Nicolás Gómez Dávila lo expresó con acierto: "Escribir corto, para concluir antes de hastiar". Eso explicaría este aforismo de Vilém Vok: "El que escribió el mejor aforismo del mundo vivió como una tragedia ser articulista". De hecho, Nietzsche siempre ambicionó "decir en diez frases lo que otro dice en un libro".
La tarea de comprimir el infinito comporta el éxito de lograrlo -para ello son necesarias algunas palabras-, pero también el triunfo del silencio. Porque el aforismo no deja de ser un eco del silencio. Es gestado calladamente. Y luego trasladado al papel en unos instantes fugaces que el aforista Antonio Porchia percibe faltos de identidad, del mismo modo que también está ausente la identidad en lo más efímero que habita el universo, que es el hombre: "Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo".
Para que un aforismo sea auténtico y profundo tiene que ser superficial, pues no hay que olvidar que sólo lo trivial nos ampara del tedio. André Derain lo decía de otro modo: "Lo hondo, visto con hondura, es superficie". Mi lista de autores de la antología de aforismos no diferiría mucho de la selección de la revista mexicana del Fondo de Cultura Económica, La Gaceta, en su número 450. Están ahí, en mayor o menor medida, muchos de los grandes maestros de lo breve: Lichtenberg, Novalis, Kafka, Jünger... Y faltan algunos obvios, como Flaubert, Canetti, Wittgenstein, Gracián... Todos esos maestros de lo breve también lo son de lo infinito. "La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas", decía Lichtenberg, el rey de las distancias cortas.
3. "Si los que hablan mal de mí supieran lo que yo pienso de ellos, hablarían de mí quinientas veces peor" (Sacha Guitry).
4. Comenta Juan Villoro en su ya legendario prólogo a los Aforismos de Lichtenberg que la verdadera enseñanza de éste siempre radicó en haber escrito una obra que exige una lectura especial: "La buena literatura no es una calle de un solo sentido; el lector regresa al texto con algo que ya no pertenece al autor. Una página no está ahí para ser aprobada o rechazada. Es buena en la medida en que estimula al lector a pensar por cuenta propia". Ésta fue también la lección profunda que halló Schopenhauer en Lichtenberg, en quien vio a esa clase de escritores que piensan primero para sí mismos, a diferencia de los que de inmediato piensan para los demás.
He aquí, en tiempos de confusión en el mundo de las letras, una buena clasificación entre dos tipos de autores. Los que piensan para sí mismos, decía Schopenhauer, son los pensadores individuales, los verdaderos filósofos, mientras que los otros son los sofistas que pretenden impresionar y piensan en función de los demás.
5. "De mi novela siempre dicen que es literaria, y yo me pregunto qué es una novela no literaria" (Eduardo Lago en una reciente entrevista).
6. De ahí que en la isla desierta baste con un aforismo por día, y aún, porque no es mucho disponer sólo de una jornada para pensarlo. Autor y lector se complementan en la verdadera literatura. Wittgenstein: "Con mi escrito no pretendo ahorrarle a otro la tarea de pensar, sino, en la medida de lo posible, estimularle a tener pensamientos propios".
En mi antología, los aforismos que cayeran en múltiplos de siete contarían como si fueran domingos y cargarían las tintas en la ironía más festiva. No faltaría éste de Lichtenberg: "Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende".
Para los días laborables contaría con Ernst Jünger: "Del gran camino no llegan noticias". Y con el argentino Antonio Porchia: "Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo". No puede ser más evidente: un aforismo es perderlo todo.
ENRIQUE VILA-MATAS 20/07/2008