Guy Boley y el abismo necesario: ‘Funámbulo mayúsculo’ o el arte de caminar sin red
![]() |
El escritor francés Guy Boley es el autor de 'Funámbulo mayúsculo' (Shangrila). / MEDITERRÁNEO |
Shangrila publica esta carta que el autor francés le dedica a Pierre Michon, seguido por la respuesta del propio Michon a la misiva, con traducción de Joan Flores Constans.
Hay libros que no se escriben para ser leídos, sino para ser ofrecidos, como quien extiende una mano temblorosa sobre el alambre flojo que separa el vivir del decir. Tal es el caso de Funámbulo mayúsculo (Shangrila), esa breve y desbordante carta que Guy Boley le dirige a su amigo Pierre Michon (y que ha sido traducida por ese entusiasta de las letras francesas como es Joan Flores Constans). Una carta que no solo es un homenaje, sino una confesión sin escudo. Un equilibrista, como bien nos recuerda el título, no actúa: se expone.
Confidencias que son memorias
Desde las primeras líneas, Boley nos sumerge en esa zona de peligro que Maurice Blanchot nombró como el umbral —ese lugar en que el escritor, al escribir, se da de nuevo la vuelta, como si intuyera que más allá del texto está el desastre. Pero Boley no se detiene. Al contrario: lo abraza. Nos dice —sin decirlo del todo— que escribir es también una forma de fracasar con dignidad. Que en cada palabra hay vértigo. Que el oficio de escribir, si es que tal cosa existe, no es un oficio sino una caída prolongada.
La escritura, para este escritor francés, es un acto incesante de equilibrio precario. Y es aquí donde la metáfora del funambulista (profesión que el mismo Boley ejerció) adquiere toda su potencia: porque no hay literatura sin riesgo, sin esa cuerda que vibra bajo los pies, sin esa conciencia de que cualquier frase mal dada puede hacernos caer en la nada.
Lo dice con la ternura y la crudeza de quien sabe que ha sobrevivido a sí mismo, que ha escrito para no ahogarse, aunque sin esperar la salvación. «Escribir toda la vida enseña a escribir. No salva de nada», recuerda, citando a Duras.
Este breve texto no se lee, se escucha. Tiene el tono de las confidencias que uno se permite solo de noche, cuando ya no hay que fingir firmeza.La figura de Michon, el «funámbulo mayor», sirve de eje pero también de espejo: Boley no solo lo admira, se mide con él. Como esos adolescentes que desafían al ídolo no para derribarlo, sino para que los mire. Y, sin embargo, hay algo que los une por debajo de las palabras: la conciencia de que escribir es una forma de caminar en el aire. En esa cuerda tendida entre los tejados de su infancia, donde ningún libro tenía derecho de entrada, Boley habla también de su genealogía: de ese primer ejemplar de Las Contemplaciones, adquirido con la ingenuidad del autodidacta y la rabia de quien intuye que la belleza puede doler. Y es que en Funámbulo mayúsculo no hay impostura: hay cuerpo. Hay memoria. Hay una honestidad que desarma. Escribir, aquí, no es una pose, sino una manera de estar suspendido en el mundo.
Boley se pregunta —como Montaigne— por qué escribir y no simplemente vivir. Pero no hay respuesta. Porque esa es precisamente la tragedia del escritor verdadero: el que no elige la escritura, sino que es elegido por ella. Y es esa especie de maldición o de destino lo que convierte esta carta en un acto de amor y de entrega. Amor a la literatura, sí, pero también al fracaso necesario que implica buscar la palabra justa y saber, al mismo tiempo, que esa palabra no existe. Y así, en su oscilación entre la nostalgia y el vértigo, nos deja suspendidos, como él, sobre el hilo invisible de lo que no se puede decir del todo. Funámbulo mayúsculo es una invitación a mirar hacia abajo, a entender que cada escritor auténtico es alguien que arriesga el alma en cada frase. Que camina, sin red, hacia un lugar del que tal vez no regrese.
Guy Boley lo sabe. Y aún así, escribe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario