4 de noviembre de 2024

Liber



 Liber

Pierre Bergounioux

La palabra liber, en latín, designaba la parte viva de la corteza vegetal. Pasó al francés en esta misma forma y con el mismo significado. Como esta parte del árbol se utilizaba para escribir, la palabra liber pasó a aplicarse al libro. Pero tenía otros significados, en la antigua lengua materna: significaba socialmente libre, liberado de cargas y de servidumbres. A veces se utilizaba en singular, para designar al niño. Por último, era el nombre de una antigua divinidad que se confunció, más tarde, con Baco. Horacio, en sus Odas, lo utiliza para referirse al vino.

La etimología es una ciencia del pasado, de la letra muerta, de las palabras congeladas. No sabría descifrar el significado de los tiempos siempre cambiantes actuales. Sin embargo, los distintos significados que se conectaron, en otro tiempo, a la palabra liber siguen flotando en torno a libro. La oportunidad era demasiado bella para dejarla pasar.

Ya que el libro tiene relación con el árbol, con su parte viva, esa capa de  la corteza a través de la cual realiza la circulación de la savia, el paso de la vida, hablaré en primer lugar de lo que me parece el rasgo principal de la época actual: la desaparición de la sociedad agraria tradicional, del mundo silvestre, lacustre, inmóvil, de dos mil años de edad, que los últimos veinte años han barrido. Todo acaba en la ciudad, profetizó un economista del siglo pasado, que también era filósofo. Hemos visto cumplirse la profecía.

La vida se ha concentrado en el espacio reducido, racional, funcional, de las zonas urbanas. Lo que ha ganado en eficacia económica lo ha pagado en un tremendo desencanto. La feliz coincidencia que relaciona el origen del libro con la embriaguez y la liberación, la savia y la infancia, ese mismo azar quiere que François Bon se encuentre en este mismo estrado. Es el que ha descrito con mayor gran vigor, por haberlo vivido en primera persona, el brutal proceso de urbanización que ha marcado las últimas décadas. Fue aquí, en Seine Saint-Denis, donde escribió uno de los libros negros de tapas blancas que llevan su nombre: Décor ciment. En él describe, con la fuerza sugestiva que solo procura la obra de arte, las nuevas estructuras del mundo material y la opresión mental que ejercen sobre sus ocupantes. Cuando las rejas, las torres, los bloques, las losas, los aparcamientos, los centros comerciales de chapa repujada, las vías rápidas cercadas por barreras cubren la superficie del suelo, sepultan el territorio donde la imaginación ha hundido, desde la noche de los tiempos, sus raíces y extraído su alimento.

No pretendo que el viejo mundo, la extensión abierta, silvestre, virgiliana en la que la gente de mi edad vivía sus experiencias cardinales, las de la infancia, de la adolescencia, de la primera vez, fuera mejor que éste. Estaba, también, dominado por la necesidad. Se basaba en el trabajo humano, el trabajo constante, agotador, que sacamos de nuestra máquina corporal, de nosotros mismos. Tuvo su parte de miseria y de males. Conoció la cicatería, la escasez, el inmovilismo, la ignorancia. El mismo filósofo económico que predijo el triunfo de la ciudad tenía una palabra para estigmatizarlo: «la idiotez rural».

Pero he aquí la cuestión. Por dura que fuera la necesidad, es decir, la coacción económica —y lo era en grado sumo en esta etapa pasada de nuestra historia—, permanecía inmersa en lo que podría llamarse la totalidad de la existencia. Me refiero con ello a todo aquello por lo que somos algo distinto de los agentes económicos movidos por el cálculo explícito del beneficio financiero. O, por decirlo de otra manera, la esfera de la actividad económica, el mundo de la producción y de la circulación, no se había desprendido de la creación. Apenas se leía. No había tiempo ni fuerzas después haberse pasado todo el día trabajando. No había el dinero imprescindible. A veces ni siquiera había la capacidad de conseguirlo. Éramos iletrados. Conocí a gente de cierta edad, cuando era niño, mujeres, sobre todo, que no sabían leer. Les habían puesto una tarea manual entre las manos en cuanto, más o menos, podían utilizarlas. No teníamos nada, ni siquiera elección. Así eran las cosas. Pero esas mujeres eran admirables, seres consumados, porque habían sacado del «gran libro del mundo», como  dice  Descartes, las enseñanzas, la lucidez, la sutileza, la sabiduría que no habían podido obtener en la escuela, en los volúmenes de papel impreso.

Durante mucho tiempo, la necesidad de vivir fue tan apremiante,  tan absorbente, que excluyó el uso de los libros. Pero entonces, las cosas guardaban en la mente y en el corazón ese lenguaje del que Bachelard  mostraba, en sus magníficos estudios, los ecos que despertaba en nosotros. Me falta tiempo para citar, como me hubiera gustado, algunas de las páginas que escribió sobre las lecciones vivificantes que el alma extraía del aire, del agua, de la tierra y del fuego. Aquellas y aquellos que vivieron al margen, que disputaron su existencia al viejo suelo, expuestos al viento, a las lluvias y a la canícula, aquellos fueron hombres y mujeres tanto como lo somos nosotros, es decir, para el mundo, para los cuatro elementos que componen su sustancia. Y eso es lo que perdimos de camino a la ciudad.

No puedo imaginar sin espanto el alma de los niños de hoy en el árido escenario de cemento en el que están confinados. Nunca los manantiales de la experiencia elemental, dichosa, poética, los pájaros y las fuentes de la iluminación rimbaldiniana, han estado tan completamente ausentes como en esta hora de las horas juveniles en que nos aprovisionamos de emociones y de  maravillas para nuestra vida venidera.

Con los «tiernos bosques de avellanos», es la experiencia del reino vegetal, la gama más delicada de sensaciones que falta, desde entonces, en nuestra percepción del mundo —la fina corteza, el primer líber—.

La juventud ya no es aquella «embriaguez sin vino» cuyo recuerdo aún aturdía al viejo Goethe. El Liber de Horacio se ha evaporado sin dejar rastro.

El elemento bruto, irreductible, libre, que antaño formaba parte del trabajo y de la vida, ha sido expulsado por el dominio total del beneficio económico sobre todas las formas de existencia. La dulzura de un paisaje, la luz, el olor de la tierra, la voz del bosque, el silencio, nada más que el silencio, podían contrarrestar lo peor del trabajo, mantener, en torno a lo que calificamos como real, un amplio halo de sueños y de relatos, una efusión, un horizonte de posibilidades, en definitiva, una libertad que los muros de la ciudad han sofocado.

De las acepciones originales de la palabra liber, sólo ha sobrevivido una: el libro. Pero reúne todas las demás. Corresponde a la cosa hecha de papel dispensar la embriaguez, la savia, la libertad que la realidad contemporánea ha desterrado. Hay un sabor amargo en el tiempo que vivimos. Pero contiene, como cada momento de nuestra historia, una reclamación intemporal. Exige que nos esforcemos por realizar, pase lo que pase, la forma íntegra de nuestra condición. Cuando las cosas que exaltaban a Rimbaud —el pajarero, el niño-hada— han abandonado el paisaje, es a los libros a los que corresponde prodigar a los niños su asignación imprescindible de imágenes, de vagabundeos, de sueños y de belleza.

Para cumplirlo, dos hechos hablan por sí solos.

El primero es el extraordinario florecimiento de los libros infantiles, la atención que los editores han prestado en los últimos años a este sector de su actividad. Los esplendores elementales, las maravillas, si bien han dejado el paisaje, junto con las cosas a las que estaban unidos, no han abandonado, sin embargo, el campo de la experiencia, no han desaparecido de la existencia. Se han refugiado entre las cubiertas de las obras impresas. Vigilan todavía en esa parte de la realidad que llamamos libro, en ese espejo que se abre y refleja el mundo entero.

Pero al igual que el bosque de antaño, las bestias, el estanque, el sendero, el gnomo, no revelaron espontáneamente su historia y su secreto, el libro no se abre por sí solo a los ojos de aquellos a los que pretende embriagar, instruir y liberar. Y este es el segundo hecho: la existencia de un lugar distinto, de una feria del libro infantil, como una persistente y misteriosa orilla en el corazón de la ciudad.

Nada se pierde ni muere. Llevamos el pasado en nuestra profundidad presente. Los cinco significados de liber siguen irradiando en torno a la palabra libro.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Liber, de Pierre Bergounioux, de libre reproducción en; http://www.imaginem.fr/IMG/pdf/pierre_bergounioux_texte_liber.pdf


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