7 de octubre de 2024

Autorretrato. Jacques Réda sobre Pierre Bergounioux



Jacques Réda es un poeta, narrador, editor y cronista de jazz. Formó parte del comité de lectura de Éditions Gallimard y dirigió la Nouvelle Revue Française de 1987 a 1995. En 2010 colaboró en el volumen colectivo À propos de Pierre Bergounioux, publicado por la revista Préau des collines con el texto Autoportrait.


Autorretrato. Pierre Bergounioux por sí mismo


Jacques Réda


Se empieza casi siempre por hablar de nosotros mismos cuando se trata de hablar de otra persona. No tiene nada que ver con el engreimiento. Pretender dar una descripción objetiva de alguien sí que lo sería, y en él sucumben a menudo los historiadores, que, por lo general nunca han conocido a Epaminondas o a la Princesa Palatina. Los retratos de escritores caen en la misma trampa: por muchas líneas que se saquen de su correspondencia, o incluso de sus diarios, lo único que se dibujará es el perfil enigmático y mudo que inclinaron sobre su página, y la sombra del ser que ellos mismos pretendían capturar. Si queremos representar al hombre, es decir, al hombre que aparece como algo independiente de su obra, en primer lugar seguimos equivocándonos (pues lo es y no lo es) y, en segundo lugar, no podemos abolir la especie de lupa a través de la cual lo miramos y que opera a la manera de un espejismo gravitacional: nuestra propia masa, por transparente que quiera ser, obstruye y difracta el objeto percibido.

Cercano al camaleonismo, tengo ese defecto de adaptarme espontáneamente a la mayoría de mis interlocutores. ¿Se trata de cortesía o de un deseo excesivo de agradar? No lo creo. Se trata más bien de una lamentable falta de confianza en todo lo que me define y, tal vez, en un primer encuentro o en un intercambio accidental, de una supervivencia del presentimiento que tenían los Antiguos, mientras no se demostrara lo contrario, de encontrarse en presencia de un dios cuando estaban frente a un desconocido. Sea como fuere, me transformo inmediatamente y, en la medida en que mi intuición me lo permite, adopto un comportamiento que, tanto en mis palabras como en mi actitud, refleja el de mi interlocutor. Esto parece, erróneamente, sin duda, una forma de comprenderle, desde dentro, en definitiva, como si me convirtiera en él.


La metamorfosis no siempre es posible. Cuando tuve mi primer encuentro con Pierre Bergounioux, me quedé completamente desconcertado por sus muestras de cortesía. No pensé ni por un momento que podía haberme tomado por un dios. Ya sé cómo son las cosas y que es mejor no exagerar a riesgo de parecer irónicamente humilde. Pero Pierre insistía, y de tal manera,  que pude verle retorcerse literalmente sobre sí mismo, como si hubiera sufrido un poco por ceder a un impulso demasiado poderoso como para no desembocar en voluptuosidad. Ahora podría decir que se protege, que no le gusta quedarse atrás. Ofrécele, en efecto, la más mínima fruslería, y te sepultará, a cambio, bajo una avalancha de magníficos regalos. Pero también podría decir que no se atreve a tomar la iniciativa con una generosidad que ya no puede contenerse, del mismo modo que no quiere quedar en deuda en cuanto a cortesías: te derrota sin remedio a las primeras de cambio. Pero prefiero no decir nada. A día de hoy, me sentiría profundamente consternado si me saludara con la ruda cordialidad de un héroe de western. Porque significaría que yo habría roto alguna regla secreta que le obligaba a dejar de ser, conmigo, el hombre al que rápidamente llegué a amar tal como es.


No se puede comprender si no se piensa en su risa, que no es, estrictamente hablando, conmovedora, pero que le conmueve, a él, si no que lo desarma de pies a cabeza y lo desbarata, de modo que después te preguntas cómo puede volver a apoyarse en las firmes bases de sus convicciones dialécticas. Esta risa es una especie de polvorín que explota y deja intacto el edificio. Pero hay que encender la mecha.


No se oye la risa de Pierre Bergounioux en sus Carnets. ¿Qué es lo que hay ahí, pues? Un empeño que me parece no tener igual en la literatura de la intimidad —confesiones, diarios, memorias—: nada más que fechas y hechos, una existencia día a día expuesta mediante acontecimientos en crudo y hechos desnudos. Hay poco espacio para la interioridad (ninguna nota introspectiva o interpretativa: las antípodas perfectas de Amiel¹); nada de verdadera retrospectiva para apreciar o ubicar las circunstancias. Aquí y allá la mención de un efecto casi fisiológico en el que el hastío se repite a menudo. Es comprensible: entre el sarampión de los chavales y la revisión de un manuscrito en curso, un atasco de camino al colegio y la desaparición de un familiar o de un amigo, las mil tareas domésticas y profesionales de una jornada de dieciocho horas, sumadas a lo que otros llamarían distracción, relajación, hobby, componen un autorretrato alucinante de un desesperado moderno socialmente típico. Un lector desinformado apenas sospecharía que el «guionista» de estos Carnets también ha publicado alrededor de cincuenta libros. El escritor, a diferencia de Gide, sólo aparece en ellos en el desempeño, como salvado acrobáticamente, bajo el diluvio de todas las demás obligaciones prioritarias, de los pequeños trabajos angustiosos: releer, volver a copiar, pasar a limpio, empaquetar, enviar por correo o entregar en mano. Los de Pascal Quignard, por ejemplo. Pero no hay tiempo para detenerse con Quignard: Tomé, el conserje, habría sido suficiente. Aún quedan veinte minutos para llegar a Austerlitz, donde llegará la tía Louise. Etc.


Pero para el lector de Catherine y La ligne, estos Carnets son tan instructivos como una metáfora de la que constituyen uno de los dos términos: ni la obra ni la vida, sino una tercera realidad que emerge de ellos y cuya plasmación directa en palabras no sería más que un compromiso condenado a evaporarse en literatura. He aprendido en ellos, sobre el Pierre que creía conocer bien, cientos de detalles que a él nunca se le habría ocurrido contarme. A veces los he descubierto en un reportaje periodístico: Pierre Bergounioux de bebé, de primera comunión, en el instituto, con su familia, ofrecidos de este modo a la curiosidad de miles de personas indiferentes o amantes de la «realidad vivida». En esencia, sus Carnets son quizá para él el diario donde se desarrolla la crónica permanente —últimas noticias, noticias breves, perros aplastados— del cantón, donde, como todo el mundo, se mueve sin encontrar siquiera el tiempo para distinguir tipográficamente entre el «scoop» y lo anecdótico. El tiempo, por sí mismo, no clasifica. Todo se viene abajo. Cómo elegir. Sólo hay que darse prisa en guardar lo que recoge la memoria inmediata en el armario de diez mil cajones con que cuentan los Carnets. No dejar nada por ahí. Como en el caso de Roger Munier², cuya relación con el tiempo es de otro tipo, hasta la hierba está ordenada en el jardín de Gif³, situado en una pendiente poco propicia a la ociosidad. En el interior, todo está «brillante y pulido», como en la fantasía de Baudelaire⁴, pero estrictamente ortogonal y lo suficientemente acristalado como para facilitar una permanencia de lo nuevo en la dilapidadora duración.


Y allí, charlamos o, más a menudo, escuchamos hablar a Pierre. Lamento no haber sido uno de sus innumerables alumnos, porque, a diferencia de las personas adormecidas por la docencia, él la ha moldeado de acuerdo a un método, pero también según los datos irresistibles de su temperamento imperioso de conversador. Y es singularmente placentero, porque lo sabe todo. Y esta enciclopedia viviente, inteligente, gesticulante, un poco menos deseosa de instruirte que de adoctrinarte, permanece firmemente unida por un pegamento permanente de componente marxista. Lo admito, las premisas de Marx son irrecusables. Sus páginas sólo se desprenden y levantan el vuelo por los vientos de la Historia que él creía haber encauzado. Es amable y, por otra parte, participa poco en el conocimiento universal de Pierre que, en una noche, si fuera indispensable, volvería a ensamblar un órgano desmontado en pedazos o una locomotora a partir de piezas de repuesto, para tomar ejemplos simples fuera de los dominios de la entomología y todo lo que termina en ge-i-a, incluida la metalurgia y la orgía, limitada a aquella que el conocimiento puede permitirse. Exceptuemos, sin embargo, la enología, a pesar de las fastuosas cosechas que Pierre bebe de vez en cuando como si se tratara de un gamay de Ardèche⁵, cuando me dejó batiéndome con dos o tres corchos atascados en la época del Front Populaire⁶.


A veces me lo imagino como inquisidor o, en el 93⁷, como proveedor de cuchillas para las cabezas de los enemigos del pueblo, aunque su aspecto demacrado, como pintado por un Greco un poco chino, sugiere una disposición hacia los rigores más inofensivos del misticismo. Lo que refuta estas hipótesis es la risa antes mencionada, que presupone una mansedumbre e incluso una sensualidad que, aunque se manifieste más bien en la caza de carábidos o en combates amorosos con la chatarra, no deja de impregnar su prosa con un ultraacademicismo a la vez emocionante y cristalino.


Mi pesar por no haber sido su alumno sería infundado si solo existiera una única cronología. En cuanto a la más común que nos rige, yo podría haber sido su padre. Tampoco me considero mentalmente uno de sus hijos. Mi capacidad de asimilación, un tanto mágica, ha hecho que se establezca un equilibrio, con el consentimiento de esa risa, en una franja de edad que estimo en catorce o quince años, y donde un eterno viejo repetidor puede entenderse con un jovenzuelo sabelotodo.


Pierre tiene, probablemente, una imagen diferente de la que yo tengo de él, o no le otorga ninguna importancia particular. Como decía al principio, siempre es un poco a uno mismo a quien se pinta cuando se intenta adivinar quiénes son los demás, y a menudo por oposición: lo que puede parecer distante por su parte no es más que constancia y rigor en una práctica en la que a veces uno se deja llevar demasiado por las figuraciones arbitrarias del estado de ánimo. Intransigente con los principios de una dietética generalizada, donde la más mínima desviación amenazaría al funambulista de los Carnets (y por eso, es un símbolo, sólo nos encontramos en el bistró en ocasiones excepcionales), él estaría ahí para apoyarte si flaquearas ante la imprecisión de la tuya. Fiel, preciso, nadie responde tan rápidamente a las cartas, nadie registra tan entomológicamente, por así decirlo, ciertos detalles.


No fuma más que Gauloises.


Jamás llama por teléfono.


Notas:


1. Henri-Frédéric Amiel (1821-1881) fue un filósofo, moralista y escritor suizo, autor de un célebre diario íntimo: Fragments d’un journal intime (1884, 1887, 1923, 1927).

2. Roger Munier (1923-2010), fue un escritor, traductor y crítico francés. Carnets, de contenido filosófico y poético, han sido publicados en varios volúmenes bajo el título común de Opus incertum.

3. Gif-sur-Yvette, lugar de residencia de Pierre Bergounioux. 

4. L'Invitation au Voyage, poema de Les Fleurs du mal (1857), de Charles Baudelaire.

5. Vino varietal originariamente poco apreciado.

6. El Front populaire (nombre oficial: Rassemblement Populaire) fue una coalición de partidos políticos de izquierda conformada en 1935, y que gobernó entre 1936 y 1938.

7. 1793, inicio del período del Terror.


Este artículo es la traducción al castellano del texto procedente de: À propos de Pierre Bergounioux. VV. AA. Préau des collines, 11. 2010


Procedencia de la fotografía: https://www.lemonde.fr/livres/article/2017/06/11/l-ecrivain-pierre-bergounioux-chasse-les-mots-comme-les-insectes_5142251_3260.html


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