Mina de plomo (Las Geórgicas, II)
Recientemente, la revista Le Nouveau Recueil me pidió, a mí entre otros, que reflexionara sobre una frase de Flaubert en una carta a Tourgueniev, que habla de la «belleza» que se puede alcanzar mediante la lengua francesa, y que debería ser la aspiración de todo escritor. Yo lo he intentado, pero me temo que no he conseguido decir gran cosa que tenga que ver con la belleza de las palabras, de la frase. Este homenaje a Claude Simon me dará la oportunidad de volver sobre ello (y sin duda de fracasar de nuevo). Me gustaría poder explicar, modestamente, diligentemente, en qué sentido la frase de Claude Simon es bella —pues hay pocas frases, en la literatura francesa moderna, que produzcan una impresión tan profunda de belleza, diría incluso (aunque la palabra esté «pasada de moda», pero Claude Simon también está, afortunadamente, «pasado de moda», superando con creces cualquier moda, en un espacio y un tiempo donde también se encuentran Tácito y Shakespeare): de grandeza. Lo haré recordando una lectura pública de un pasaje de Les Géorgiques, el comienzo de la parte II, que realicé hace un año. Recuerdo que me sentí literalmente transportado, estusiasmado —tomo esta palabra en el sentido original griego de posesión por un dios. Recuerdo haber comprobado que, a pesar de las apariencias, no era difícil leer a Claude Simon, que había algo en sus frases, una fuerza, una precisión, un ritmo, que demandaban estallar en sonidos, ser pronunciadas, que bastaba, por así decirlo, con ceder a este imperioso mandato, dejar que la fuerza de las palabras fluyera a través de uno. Un poco de alcohol puede haber contribuido a este descubrimiento —era muy tarde, era la «Nuit blanche» en la librería Les Cahiers de Colette, en París-, pero las relecturas rigurosamente sobrias no me hicieron cambiar de opinión. El alcohol no es más importante que las hojas de laurel masticadas por la Pitia.
___
Los soldados están en un tren, en un vagón de ganado. No saben adónde van. El frío les obliga a mantener cerradas las puertas correderas. Si se pega el ojo a los huecos entre los tablones de las paredes, se puede entrever un paisaje nevado, sobre el que cae la noche. La sacudida de las ruedas en las juntas de los raíles. El tren finalmente se detiene. Saltan sobre el balasto, hacen descender, de otros vagones, a los caballos. Mientras se forman los pelotones, pasa un tren de pasajeros. Saltan sobre la silla de montar, se inicia la marcha, sin rumbo, «en el invierno y en la noche», como dice la canción de los Guardias Suizos colocada al principio de Voyage au bout de la nuit (y además parece rodar por estas páginas un eco lejano de la marcha nocturna del jinete Bardamu hacia Noirceur-sur-la-Lys). Pronto, la fatiga, el desánimo, la oscuridad y la nieve que cae hacen que el escuadrón se disuelva. Esto es lo que representan, o más bien dibujan, con mina de plomo, las páginas del comienzo de la sección II de Les Géorgiques. No utilizo esta expresión de «dibujo con mina de plomo» por casualidad, por supuesto: es la que emplea Claude Simon para sugerir la minuciosa agudeza de la visión: «Lo perciben todo de golpe y, sin embargo, de forma detallada (o más bien despojada, excavada, como uno de esos dibujos minuciosos y precisos con mina de plomo)¹». Este dibujo: el cielo y la línea huidiza de las vías, el tren, la llanura nevada salpicada de bosquecillos, las tolvas oxidadas de un viejo arenal, tal vez, una zanja de agua estancada, matorrales de zarzas, y no sólo las zarzas, sino también los «grumos de nieve blanda que se aferran en sus marañas», no sólo la zanja, sino también «los delgados triángulos de hielo, como vidrio esmerilado, sucios y grisáceos en la superficie del agua negra», no sólo las tolvas oxidadas, sino también la pintura ampollada y deteriorada, formando como una cicatriz rojiza alrededor de los bordes de los parches oxidados.
De esta extrema agudeza de la mirada, que lo distingue todo y no excluye nada, de esta precisión escrupulosa, vibrante, del trazo, procede parte del prodigioso «efecto de realidad» de la escritura de Claude Simon. Nada menos «intelectual», o mejor dicho (formulación adverbial eminentemente simoniana, que denota el esfuerzo constante por rodear y exprimir la realidad tan estrechamente como permiten las palabras), nada menos abstracto, nada más material, más adecuado para el «parti pris des choses²». Este es el sentido, por supuesto (retomo las observaciones de Lucien Dällenbach en la monografía que le dedicó³), de su defensa de Durero frente a Élie Faure, en La Bataille de Pharsale. «Todo está al mismo nivel en la naturaleza⁴», es lo que Élie Faure reprocha al artista alemán (una frase que me hace pensar en el verso de Whitman: «I believe a leaf of grass is no less than the journey-work of the stars», «creo que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas»). Así es: todo es inmanente, todo está ahí, todo se ve y debe decirse «a la vez y con todo detalle». La «mina de plomo» de Claude Simon abarca, en un solo movimiento, a la vez amplio y reticular, el espacio y lo que lo llena, juega vertiginosamente con la panorámica y el zoom, muestra el bosque, su masa, su rumor, y la fina articulación de la hoja sobre su tallo, el ejército en desbandada y el pelo reluciente de sudor en la grupa de un caballo, se mueve sin cesar desde el cosmos hasta lo minúsculo, y es este latido lo que le confiere, creo, este poder un tanto estimulante que impone su ley al lector. Tiene algo del aleph borgesiano: «El espacio cósmico estaba allí, sin disminución de tamaño».
Lo que ven los jinetes al alejarse: pabellones de obreros, algunas ventanas iluminadas, jardines, coles con las hojas quemadas por la escarcha, flácidas «bajo sus sombreros de nieve (y ni siquiera nieve suficiente para cubrirlo todo, para ocultar los tallos anillados y podridos, la parte superior de los surcos, la tierra negruzca)», un amasijo de pobres cosas dispersas, y, al mismo tiempo, la llanura «blanca o más bien gris blanca», la delgada línea escasamente luminosa donde se unen y se confunden casi en el horizonte las extensiones desiertas de la llanura y del cielo. El frío es una cosa «por decir así cósmica», una materia vidriosa aplastada como por una prensa «sobre los bosques, las colinas, las pocas granjas dispersas de la campiña blanca», pero que, insinuándose «en las fosas nasales, la boca, los pulmones», acaba invadiendo «el cuerpo según los complicados entramados de los bronquios, los bronquiolos, los conductos, dividiéndose, ramificándose, creciendo en raicillas intrincadas en cada uno de los miembros, los dedos de las manos, los dedos de los pies»: y este movimiento, que se extiende desde el cosmos hasta los canales más íntimos del cuerpo, es una metáfora del movimiento realizado por la frase de Claude Simon. También lo compararía con la progresión de una marea creciente, todo el mundo la ha visto subir por la arena, inmensa y delicada, irresistible y meticulosa, avanzando por un frente, doblando a un lado y a otro redes de agua veloces, apoderándose, rodeando, ahogando inexorablemente cada pequeña montículo.
Y esta frase, por así decir fractal, es capaz de expresar no sólo el enjambre de lo que se ofrece simultáneamente a la mirada, sino también la sucesión, la senda que el tiempo cava en lo dado. No sólo lo instantáneo, sino también el movimiento, la aparición y la desaparición. Una admirable plasticidad de la materia verbal, fotográfica y cinematográfica al mismo tiempo. Al descender sobre el balasto, en el crepúsculo, los jinetes ven pasar un expreso de viajeros, como una imagen de un mundo que han abandonado. Al principio es un sonido, sin nada visible aún, después un punto, que crece, que se convierte en una línea filiforme a toda velocidad de vagones verdosos, en cuyas ventanillas aparece una extraña humanidad, que permanece del lado de la paz, de la quietud, una mujer dando el biberón, una niña con un nudo en el pelo, un hombre en mangas de camisa, luego la aparición se reduce, se encoge, hasta convertirse solamente en un farolillo rojo en las sombras, luego un punto, luego nada, una humareda, un olor a carbón que flota un instante antes de dispersarse, todo esto, esta visión que se abre, se despliega y luego se vuelve a cerrar a lo largo de una frase cuyo estruendo creciente y luego decreciente está puntuado por el golpeteo de las ruedas en las junturas de los raíles, una frase con una perspectiva tan vertiginosa como la de los famosos carteles de Cassandre⁵. Y la misma cinematografía, unas veinticinco páginas más tarde, las luces de las bicicletas prendiendo en la noche, al salir de las acerías, acercándose, deteniéndose en el puesto de guardia, marchándose, alejándose, «la luz de la linterna reflejada débilmente por los últimos pilotos traseros que lanzaban fugaces destellos de rubí en la oscuridad helada», todo este movimiento orquestado por el crujido de la nieve, el tintineo del metal, el silbido de los frenos.
___
Si no es difícil leer, en voz alta, a Claude Simon (al menos no tan difícil como parece al principio), si es una experiencia emocionante, en el sentido que he dicho, es porque sus frases están como saturadas de una potencia material, una potencia de evocación física que casi obliga a las palabras escritas a convertirse en palabras encarnadas, pronunciadas en el aire físico por una voz humana, vibrando en el aire físico, dirigidas de un cuerpo a otros cuerpos. Hay una fuerza en su interior que se proyecta hacia el exterior, una fuerza de expresión que es también una fuerza de expansión. También me gustaría añadir esto, a modo de reconocimiento: la lectura de Claude Simon no invita solamente a la voz, sino que es una de esas lecturas singulares que despiertan, con una envidia libre mezquindad, el deseo de escribir. Así es la generosidad de la belleza. «Toda obra bella —señala Barthes en su Préparation du Roman— funciona como una obra deseada, pero incompleta y como perdida, porque no la ha hecho uno mismo, y hay que recuperarla rehaciéndola; escribir es querer reescribir: quiero añadirme activamente a lo bello porque lo echo de menos, me hace falta». La obra de Claude Simon —por muy lejos que esté de ella, no se trata de eso—, ese gran aliento, ese gran torrente de palabras, ese gran pneuma material, ese gran poema moderno en el que resuenan los ecos de la literatura antigua (porque hay pocas obras en las que la antigüedad de la literatura se manifieste con esta altura), en el sentido en que lo dice Barthes, me hace falta.
____________________________________________________________________________
1 Claude Simon, Les Géorgiques, Minuit, 1981.
2. Referencia a la obra de Francis Ponge, Le Parti pris des choses, Gallimard, 1942.
3. Lucien Dällenbach, Claude Simon, Seuil, 1998.
4 Claude Simon, La Bataille de Pharsale, Minuit 1969.
5. Cassandre, es el pseudónimo de Adolphe Édouard Jean Marie Mouron, grafista, diseñador gráfico, cartelista, decorador teatral, litógrafo, pintor y tipógrafo francés
_________________________________________________________________
Este artículo es la traducción al castellano de: Olivier Rolin, «Mine de plomb (Les Géorgiques, II)», Cahiers Claude Simon [En ligne], 2 | 2006. URL : http://journals.openedition.org/ccs/ 504
La imagen de la cabecera procede de: https://www.bnf.fr/fr/centenaire-de-claude-simon-1913-2005-bibliographie
Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España
No hay comentarios:
Publicar un comentario