26 de septiembre de 2022

La máquina del amor sagrado y profano


La máquina del amor sagrado y profano. Iris Murdoch. Editorial Impedimenta, 2022
Traducción de Camila Batlles

«Quizá haya momentos en los que uno debería agradecer la derrota, pedirle que pase y que se siente».

Blaise Gavender, un psicoterapeuta farsante, Harriet, su ilusa y tierna esposa, y David, el hijo de ambos, de dieciséis años de edad, son la imagen de la familia perfecta. Comparten vivienda en una peculiar comunidad de vecinos, un conjunto de casas con jardín, con Montague Small, un novelista de éxito viudo reciente, cómplice de Blaise y buen amigo de Harriet. Pero ese idilio existencial, esa camaradería vecinal y esa elegancia en las formas tan británica tienen sus sombras: Blaise mantiene desde hace años una relación secreta con una joven, Emily McHugh, con la que comparte un hijo de corta edad, Luca; fuera del cuadro principal, aunque con una estrecha relación con al menos uno de los protagonistas,  Murdoch introduce a Pnin, la antigua asistenta de Emily, de preferencias sexuales difusas y moral no menos borrosa, que le tiene alquilada una habitación en su piso de mantenida, y Edgar de Marnay, un adinerado director de la universidad de Oxford, antiguo pretendiente de Sophie, la esposa de Monty, tal vez también del propio Monty, y, en la actualidad, cortejador de Harriet.

Un inciso: hace unos días hablaba con unos compañeros, con referencia a la literatura norteamericana contemporánea, de ese sentimiento de compassion que ciertos autores parecen aplicar a algunos de sus personajes, sean bondadosos o perversos en sí mismos; Jonathan Franzen sería uno de los novelistas destacados en esa particularidad, pero también otros menos evidentes como David Foster Wallace. En comparación, ser un personaje de Murdoch, cualquier personaje, es una maldición; y tal vez sea esa circunstancia la responsable de que algunos podamos considerar sus novelas como algo, si no único, al menos singular.

Pero las manifestaciones de esa singularidad son plurales y están presentes a lo largo de la novela; por poner algunos ejemplos: en las primeras líneas, la aparición de una figura, parece que de un niño, bajo una acacia, en plena noche, sorprende al vecindario de la comunidad; un incidente que cada residente interpreta según sus expectativas, pero del que la autora se sirve  para presentar, caracteriológica y psicológicamente, a los vecinos. Esta aparición, que no tiene ningún sentido y que parece provocada, en el texto, como un elemento auxiliar para dar a conocer a los personajes principales ―un McGuffin académico―, se convierte en un suceso primordial mediada la novela y una de las circunstancias que provocarán el clímax narrativo cuando se desvele su significado. Otro ejemplo, tal vez más singular, es el papel que Murdoch otorga a cada personaje y cómo gestiona el protagonismo: Blaise, Harriet y Emily son, indiscutiblemente, los actores que sostienen la trama, en definitiva, los avatares de un triángulo amoroso ―hasta ahí, el planteamiento no destaca por su originalidad―, pero Monty y Pnin, principalmente ―corren por ahí otros secundarios cuyo papel no trasciende en la misma medida, como la madre de Monty o el ínclito Edgar―, adquieren un rol fundamental, pues constituyen los canales a través de los cuales Murdoch juzga y dictamina, del mismo modo que mediante la voz narradora ―¡y qué voz narradora, heredera legítima y homenaje explícito de los omniscientes del XIX!― se inmiscuye en la trama y la maneja de forma fantástica.

En cuanto a la trama en sí, es su conducción, y no su particularidad, las cuestiones morales que desvelan los hechos de los personajes, y no su caracterización, la base sobre la que se sostiene. La doble vida de Blaise no se encuentra entre dos polos de atracción, sino que, en función del momento, se deja seducir por uno o por el otro; pero con una diferencia: su relación con Emily tuvo su momento álgido en el pasado ―al inicio del idilio y tras el nacimiento de Luca―, para después remitir de forma ostensible, mientras que con Harriet mantenía una intensidad cionstante, eso sí, con menor vigor. Por otra parte, la relación oficial nunca se interpuso con la otra, mientras que la extraoficial sí que llegó a hacerse muy incómoda; tanto, que es la que se constituye en el núcleo de la acción. La fidelidad, en este caso, ¿es una cuestión ética o una materia moral? La confesión de la doble vida de Blaise no tiene, en principio, las consecuencias que él temía ―¿que él esperaba?― porque Harriet es inexplicablemente comprensiva, mientras que Emily se toma la indiferencia de aquella de forma fatal; Luca parece cambiar su actitud de rechazo hacia su padre, pero David, el hijo legítimo, reniega de aquel, de su hermanastro y censura a su madre su actitud conciliadora. Ante esta situación, ¿cuál de ambos es el amor sagrado y cuál el amor profano?

Tal vez el verdadero protagonista de La máquina del amor sagrado y profano (The Sacred and Profane Love Machine, 1974) no sea ningún humano, sino la derrota, el fracaso en el intento de vivir una vida éticamente decente y sentimentalmente acomodada que, como suele suceder, termina con la retirada, la rendición o la aniquilación del enemigo.

Iris Murdoch no es una escritora corriente; pocos novelistas vivos pueden ponerse a su altura.

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