2 de mayo de 2022

El instante y la libertad en Montaigne

 

El instante y la libertad en Montaigne. Rachel Bespaloff. Hermida Editores, 2022
Prólogo y traducción de Manuel Arranz

Rachel Bespaloff, intelectual franco-americana de origen búlgaro, progenitor judío y expresión en francés, introductora de Martin Heidegger en Francia, es conocida principalmente por su ensayo sobre la Ilíada, De l'Iliade (1943); en relación con su propósito de descubrir al escritor por medio de su obra, escribió ese pequeño documento, El instante y la libertad en Montaigne (L'instant et la liberté chez Montaigne), que fue publicado póstumamente en 1950. Bespaloff no escribe ensayos en el sentido estricto del término, sino que anota sus lecturas relacionándolas, a veces confrontándolas, con los temas que constituyen los argumentos centrales de sus intereses intelectuales y de su  pensamiento. En este caso, la obra es el fruto de tres lecturas combinadas: las Confesiones de Agustín de Hipona, Las ensoñaciones de un paseante solitario de Jean-Jacques Rousseau y los Ensayos de Montaigne, los tres escritores de la subjetividad y del instante, y centra el punto de atención en el efecto que ejerce la percepción del instante, resultante de la combinación de circunstancias vitales provocadas por elementos externos al propio individuo ―situación política, guerras, grandes movimientos sociales―, sobre el concepto de libertad y sobre el ejercicio de la misma.

El planteamiento del trabajo se sume de lleno en una aparente paradoja; después de la desaparición del narrador de Flaubert y la muerte del autor de Barthes, parece una tarea no solo infructuosa, sino también nociva, buscar al escritor a través de sus textos; a pesar del amplio consenso de tales limitaciones, es lícito admitir algunas prerrogativas que, además de convertirse en la excepción que confirma la regla, fueron condiciones establecidas por los propios interesados. Cuando Montaigne, en su nota Al lector, nos apercibe de que "soy yo mismo la materia de mi libro", no solo debemos permitirle esa libertad, sino que debemos felicitarnos y agradecerle esa concesión.

El individuo es inseparable del mundo que le rodea; de hecho, es la existencia de ese individuo, precisamente, lo que crea, delimita y configura ese mundo. Bajo ese razonamiento, el instante no es  tan solo una porción de tiempo, sino también un acontecimiento concreto en el que se integran todos los elementos constituyentes del presente; Agustín adjudica los componentes temporales a dos sujetos distintos: el pasado es el tiempo del hombre y el objeto de la historia, mientras que el futuro, a través de la salvación, es el tiempo de Dios y el objeto de la fe. La relación entre presente y futuro, entre la finitud humana y la eternidad divina es la que determina un espacio de tiempo concreto, el instante, y configura el atributo humano más preciado, la libertad. Montaigne, autoexcluido de la prognosis cristiana, sustituye la eternidad divina por la imperecibilidad humana en su concepción del futuro y, de ese modo, el concepto de libertad queda emancipado de la carga religiosa sin tener que modificar la morfología o la significación del instante, aunque sustituyendo la salvación agustiniana por la salud física y espiritual. Lo que en Agustín es luz divina, en Montaigne es plenitud humana. Rousseau, que recoge las contribuciones de ambos, es quien desliga en mayor medida el instante del flujo temporal, en el que no puede encontrarse nada sólido a lo que agarrarse, y lo convierte en un estado del alma en el que esta no siente ningún vacío que colmar.

Agustín, "el peregrino de la ciudad celeste", cambia los placeres por la felicidad subyugando violentamente la sensualidad y ofreciéndose a Dios; Montaigne, "el explorador de la ciudad terrestre", en cambio, no abandona el mundo, sino que lo redescubre y lo asume mediante la duda, no ofreciéndose a nadie y tomando el mando de sí mismo; Rousseau, "el exiliado de cualquier ciudad", humaniza aún más ―podría decirse, asumiendo las inevitable ucronía, que democratiza― el sentido de esa paz de espíritu ligándola a la confluencia de circunstancias, internas y externas, favorables a su advenimiento, en un movimiento menos voluntario y más circunstancial que los de sus precursores.

Los tres, sin embargo, a través de senderos distintos ―Agustín desde la religión, Montaigne por medio del humanismo y Rousseau desde el "pietismo poético"―, recogen el "pienso, luego existo" castesiano y lo reformulan como un existo, luego soy y, una vez aseverada esta existencia consciente, soy, luego puedo ser objeto de mi propio conocimiento, dando lugar a una de las más importantes conquistas del pensamiento occidental en términos de libertad individual. Pero es en las consecuencias de esa revelación donde se manifiestan las diferencias antre los tres pensadores: en Agustín, el instante desemboca en la revelación; en Montaigne, en la realidad; en Rousseau, en la ensoñación. Y solo en Montaigne, la lealtad para con la verdad, el valor supremo, "ella sola engendra el deseo de atestiguar y de comunicar lo verdadero, que transforma la libertad del instante en voluntad de acción".

Si "la naturaleza nos ha puesto libres y sin lazos en el mundo" (Ensayos, III, IX), es natural que Montaigne vaya alejándose tanto del estoicimo inicial de su pensamiento como de las limitaciones del cristianismo para abrazar un inevitable escepticismo. El resultado de ese proceso de descarte es arriesgado pero desafiante: no hay Dios; y si lo hay, es imposible comunicarse con él; por tanto, yo soy el reo, el fiscal, el defensor y el único juez. De este modo, es posible mantener la dignidad humana: preservar y priorizar la rebeldía, y rechazar el orgullo.

«No me produce tanta extrañeza estar muerto como confianza morir. Me arropo y me agazapo en esta tormenta que ha de cegarme y arrebatarme furiosamente con un ataque rápido e insensible». Ensayos, III, IX.

La verdad solo puede alcanzarse por medio de la libertad, y este es un camino que debe recorrerse en solitario y con los únicos recursos que podamos procurarnos por nosotros mismos; y no solo para obtenerla, sino también para seguirla en su accidentado recorrido y en sus contradicciones con la razón una vez alcanzada.

«"La existencia inauténtica se manifiesta precisamente por la ausencia, el miedo o el rechazo de las contradicciones" (Ensayos, II, I)».

El yo que describe Montaigne no es el mismo yo continuo cuya unidad configura a ese ser llamado Michel de Montaigne, sino el yo de cada instante; no describe sus acciones, el Montaigne atrapado en el curso del tiempo, sino su esencia, pero, de todos modos, distinto del propio autor de los Ensayos. Y ¿cuál de ambos yoes es real? Ambos, por supuesto; no son contradictorios porque cada uno responde a una realidad distinta.

«Montaigne repetía continuamente que "la cosa más importante del mundo es saber ser dueño de unos mismo", que es preciso "amar esto y aquello, pero no abrazar nada fuera de uno mismo (Ensayos, I, XXXVIII), que "uno debe prestarse al prójimo, y no darse más que a sí  mismo"  (Ensayos, III, X)».

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