Encrucijadas. Jonathan Franzen. PRH, 2021 Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino |
Cruïlles. Jonathan Franzen. Editorial Empúries, 2021 Traducció de Mireia Alegre i Anna Llisterri Boix |
La desafortunada muerte del unánimemente proclamado mejor escritor de su generación en el ámbito anglosajón dejó vacante el puesto de Gran Esperanza Blanca ―nunca mejor dicho― de la literatura norteamericana. Por fortuna para los lectores y para la literatura, no surgieron apenas epígonos dignos de mención entre los autores de su edad ―los años sesenta fueron un período prolífico en nacimientos de futuros buenos escritores en los Estados Unidos―, y los que habían conseguido cierto reconocimiento seguían unos derroteros literarios claramente diferenciados; pero si alguno de ellos merece, si no el trono, al menos el derecho a tomar posesión del escabel en el que DFW apoyaba los pies, es su amigo Jonathan Franzen, un tipo al que no le sobra simpatía, controvertido en algunas apariciones públicas, que se ha ganado la fama de repelente, que tiene pinta de empollón y que le gustan los pájaros pero no le gusta Gaddis; pero muy pocos escritores pueden hacer un despliegue de recursos tan extraordinario como los que muestra en Encrucijadas (Crossroads, 2021), su última novela.
Tras un arranque dickensiano, Franzen entra de lleno en los primeros esbozos definitorios de los personajes principales. La narración se ubica a principios de la década de 1970 en New Prospect, una ciudad imaginaria del estado de Illinois; la acción y los protagonistas se encuentran en la comunidad formada alrededor de una iglesia reformada menonita (una rama pacifista y trinitaria del anabaptismo), dinamizada por el pastor auxiliar de la parroquia, Russ Hildebrandt, que suma a sus funciones pastorales la colaboración en varios proyectos solidarios. Uno de ellos, Encrucijada, que presta su nombre a la novela, consiste en un grupo juvenil de trabajo social y crecimiento personal, con tintes sectarios muy de la época, bajo la férrea disciplina de un gurú-líder, que trasciende lo religioso para invadir el espacio privado de los miembros, que constituye un poder paralelo a los establecidos, especialmente el de la paternidad, y otorga una especie de conciencia de clase a los participantes; el nombre proviene de Cross Road Blues, una canción de Robert Johnson versionada por Cream en los '60, una pieza musical con una leyenda curiosa que incluye un pacto con el diablo a cambio de talento musical. El resto de la familia lo componen Marion, su esposa, y sus cuatro hijos: Clem, Becky, Perry y Judson. Russ, que suele regodearse casi irreligiosamente en la vergüenza y la humillación como forma de acercarse a Dios, ve alterada su serenidad por la aparición en la ciudad de Francis Cottrell, una amistad de juventud que, tras enviudar, ha regresado a su lugar de origen; un regreso que afecta, incluso, a su concepción de la fe, «un tormento que alimentaba su fe», en palabras del propio Russ.
Russ arrastra una historia reciente poco edificante, ya que fue expulsado de Encrucijada debido a un enfrentamiento por liderar el grupo después de un malentendido en la conversación con una alumna, Sally, y la interpretación maliciosa de esa charla; su sucesor al frente del grupo fue Rick Ambrose, cuya sombra se cierne permanentemente sobre su persona y su ministerio.
«Tras aquel sueño que derrocaba los tabúes, comprendió que en el fondo no había superado su debilidad: simplemente la había reprimido de su conciencia. Se había fijado en el atractivo de Sally solo como un elemento de su popularidad, no como un objeto de deseo, y ella había acudido a su despacho sintiéndose segura con un hombre mayor, devoto, más segura de lo que se habría sentido con Ambrose, y acabó asqueada por una debilidad que ella adivinaba, pero que él ni siquiera percibía. De pronto el sueño le había abierto los ojos. De pronto, a sus cuarenta y cinco años, veía la belleza a cada paso: en las mujeres de cuarenta que lo abordaban con una simpatía sorprendente en Pirsig Avenue, las jóvenes de treinta que veía pasar en coche, las veinteañeras que trabajaban de voluntarias en el hospital, las amigas adolescentes de Becky en el salón de su propia casa. De pronto no lo asediaba una única avispa, sino todo un enjambre que revoloteaba caóticamente a su alrededor. Por mucho que lo intentara, no podía cerrar las ventanas del alma para no verlas. Y entonces apareció también Frances Cottrell».
Russ fue educado en la estricta fe menonita, con un pastor por padre, exigente e intransigente, y una madre mucho más permisiva, una circunstancia que anticipaba los roles en su propia familia. Se rebeló contra la autoridad paterna y halló en su relación con los indios navajos la fuerza para orientar su vida y, paradójicamente, teniendo en cuenta la lejanía de las creencias de estos con la suya, cimentar su fe; en esa época conoció a Marion, que le fascinó con su mezcla de religiosidad, inocencia y excentricidad.
La interiorización de todas las experiencias excepcionales de su vida han llevado asociado, desde su juventud, un sentimiento de culpa que el paso de los años, en lugar de remediar, ha arraigado en su conciencia; en parte, por su condición de sacerdote, más expuesto a la tentación como pecado, pero también en relación a su naturaleza humana; aunque, en este caso, rayano en la paranoia: culpa por haber hecho lo que hizo, culpa por haber omitido lo que debía haber hecho; culpa por sus pensamientos y por no haber sabido descartarlos; en definitiva, religión en estado puro.
Marion, procedente de una familia católica, confesión a la que renunció al conocer a Russ, en su papel de esposa fiel y abnegada, es un ser totalmente absorbido por la fuerza de gravedad que representa su marido en la relación familiar y social; afectada por un sobrepeso culpable que le provoca episodios casi neuróticos, es el ejemplo más claro de la brecha generacional, más patente en el caso de las chicas que en el de los chicos. Marion es una persona profundamente religiosa, más incluso que el mismo Ross, pero con una fe primitiva, operacional y utilitaria. Fue internada de joven en un manicomio debido a un episodio psicótico grave, circunstancia, junto con su relación con un hombre casado, que ocultó a Russ. Consciente de su sentimiento de irrelevancia, intenta remediarlo con una actividad frenética.
«A menos que fuera para compadecerse de ella por no tener coche, nadie reparaba en la esposa de un pastor que iba andando sola. Se volvió invisible cuando la gente la conoció e identificó su posición en la comunidad situándola en el extremo "muy amable" del importantísimo espectro de la amabilidad. Sexualmente no había ningún ángulo desde el que un hombre pudiera echarle un vistazo y sentir curiosidad por conocer otros ángulos, ningún desagravio a los estragos del tiempo y a los que ella misma se había hecho. A ese respecto se había vuelto invisible en especial para su marido. Invisible también para sus hijos, desdibujada por la densa y cálida nube de una madre sin atributos. Aunque quizá no despertara antipatía en una sola persona de New Prospect, tampoco podía decir que tuviera ninguna "amiga íntima". Por muy justa de dinero que anduviese normalmente, era aún más pobre en la moneda corriente de la amistad: los pequeños secretos que se compartían en señal de confianza. Secretos tenía muchos, pero eran demasiado grandes para que la esposa de un pastor pudiera arriesgarse a confesarlos».
El sentimiento de culpa presente, en mayor o menor medida, en todos los protagonistas, toma un cariz particular en Marion, muy diferente del caso de su marido y distinto también del que sería esperable dada su formación católica. Su insatisfactoria experiencia con los hombres antes de conocer a Russ provocó que asociara ese sentimiento al hecho de ser maltratada y vejada psicológica y sexualmente, autoculpándose no por no haberlo evitado, sino por haberlo sufrido, como si viera en cada agresor un retrato de sí misma y, después de establecida esa transferencia, fuera incapaz de perdonarse: culpable también por sentir lástima de sí misma, un sentimiento, especula la propia Marion, que se desencadenó tras el suicidio de su padre.
«―Te garantizo que Russ no se divertirá a menos que una de las esposas esté de buen ver ―dijo―. De lo contrario será solo otra ocasión para que aflore su inseguridad, y en ese campo yo no sirvo para gran cosa. Soy la humillante gorda con quien está casado. Su único consuelo es que cumplo mi papel de maravilla: recuerdo el nombre de todas las señoras y me aseguro de saludar a todo el mundo en nombre de la familia Hildebrandt. Más tarde, me contará que le duele ser el vicario más viejo de la reunión, que está frustrado, y yo le diré que merece encabezar su propia iglesia. Le diré que sus sermones son mucho mejores que los de Dwight, que él trabaja con mucho más ahínco, cuánto lo admiro. Ése es otro papel que se me da rematadamente bien. Solo que entonces, si la fiesta ha sido un suplicio para él, se quejará de que sus sermones son buenos solo porque se los escribo yo. ¡Ja!».
La historia de Marion antes de conocer a Russ, al igual que la juventud de este, componen dos de los puntos álgidos de la narración.
«Ahora veía que su presunta disciplina, los excepcionales hábitos de estudio que sus padres y sus profesores siempre habían alabado, no eran disciplina en ningún sentido. Había destacado en la escuela porque disfrutaba aprendiendo, no porque tuviera una gran fuerza de voluntad. En cuanto Sharon [su exnovia] lo inició en formas más intensas de placer, descubrió que en realidad los músculos de su voluntad estaban irremediablemente atrofiados. Empezó a saltarse las prácticas de la boratorio de química orgánica con cualquier excusa solo para dar un paseo con ella, ni siquiera por el sexo, solo para estar a su lado. Experimentó su primera felación una mañana en la que debería haber estado en Historia de la Antigua Roma. No consiguió prepararse para el examen parcial de biología celular porque, en ese momento, disfrutaba más copulando con Sharon que estudiando. Todo eso dejaba en bastante mal lugar el dominio que tenía de sí mismo. Y peor aún era cómo socavaba su argumento moral más fuerte para mantener su prórroga: la idea de que prestaría un mejor servicio a la humanidad aplicándose a los estudios, convirtiéndose en un modelo en el campo de la ciencia, que sirviendo como un recluta en Vietnam. Si no podía conseguir que su nota media no bajara de 9, la verdad es que no tenía derecho a pedir una prórroga».
En efecto, el ejemplo de superioridad moral, reflexivo y consciente, no está exento de incoherencias, aunque las rehúye para no sentir que se resquebraja su pretendida probidad ética; aunque, en realidad, esa integridad lleva tiempo haciendo aguas, por más que él mismo intente justificarse ante su novia, sus compañeros de universidad o su propia familia; es decir, con aquellos ante quienes esa integridad debería mostrarse más firme.
«A su padre se le entrecortó la voz, desbordado por la emoción. Hasta ese momento, a Clem no se le había ocurrido que pudiera ser nada más que un adversario para su padre; que su resentimiento pudiera no ser recíproco. Le pareció injusto, intolerable, que su padre siguiera queriéndolo. Incapaz de encontrar una réplica, abrió la puerta de un tirón y echó a correr por el pasillo. Para aliviar el remordimiento que le subía por dentro, sin querer volvió a reflexionar acerca de la persona que validó su lógica, que compartió sus convicciones, que se había entregado libre y completamente a él, pero pensar en Sharon solo ahondó su remordimiento porque le había roto el corazón ese mismo día. Roto de manera violenta, con racionalidad implacable. La había abatido con sus propios argumentos morales, y ella se lo había hecho ver con esas mismas palabras: "Me estás rompiendo el corazón". Pudo oírlas tan claramente como si la tuviera a su lado».
Clem lleva la rebeldía hacia su padre un paso más allá de la rabieta adolescente: su oposición ―solo en parte, no enteramente, como cree él― es racional, aunque no puede evitar que intervenga un intenso componente emocional del que, al mismo tiempo, reniega y se aprovecha. La última razón de su rebeldía, aunque no estuviera dispuesto a reconocerlo, era mostrar su superioridad moral, pero también el desprecio que sentía respecto a su padre. Su orgullo, sin embargo, le obliga, para remediar su sentimiento de culpa, a renunciar a todos sus principios.
Becky, una adolescente admirada por donde pasa, muy popular, pero inaccesible, temida y admirada a la vez por sus coetáneos, y poseedora de una evidente «aura de singularidad», es la única hija del matrimonio. A pesar de su buen corazón, es plenamente consciente de su superioridad, y la exhibe aunque no la explote. Más inteligente de lo que parece, se siente muy unida a Clem.
«"Padre celestial", entonó su padre piadosamente desde el púlpito; y eso fue la único que Becky oyó antes de hacer oídos sordos. Era un hombre alto y apuesto, pero para Becky la sotana negra y la fervorosa devoción de su oratoria negaban con creces el lugar que ocupaba como hombre en el mundo. Se quedó paralizada, pero retorciéndose por dentro, contando los segundos hasta que dejó de hablar. Recordó, con una lucidez propiciada por la larga ausencia, cuanto había detestado siempre ser la hija de un pastor. Los padres de sus amigas diseñaban edificios, curaban enfermedades, procesaban a delincuentes. Su padre era como el fabricante de cruces, solo que peor. Su fe vehemente y su beatería eran un olor que siempre había amenazado con adherirse a ella, como el tufo de los Chesterfield, solo que peor porque no se podía lavar».
El primer enamoramiento adolescente de su vida con un con un chico muy popular en el marco de Encrucijada alterará su percepción del mundo de los adultos y constituirá un conflicto de imposible resolución con sus padres.
Perry es la oveja negra de la familia, un joven consciente y reflexivo, de aparente buen corazón y algo acomplejado, que explota su inteligencia, fundamentalmente operacional, solo en beneficio propio, y es hábil en la formulación de autoexcusas para salir indemne de sus líos, primero de carácter económico con sus compañeros de instituto, con posterioridad debido un turbio asunto con drogas de por medio.
«Un hecho notable, y quizá relevante en la cuestión de la inmutabilidad del alma, era que una persona llamada Perry Hildebrandt había existido en el mundo durante nueve navidades, cinco de ellas con una conciencia viva y ágil, antes de que se le ocurriera que los regalos que aparecían debajo del árbol en Nochebuena debían estar antes en la casa, todavía sin envolver, durante días o incluso semanas antes de su aparición. Su ceguera no guardaba ninguna relación con Santa Claus: los Hildebrandt siempre habían dicho que eso de Santa Claus eran paparruchas. Y sin embargo, cuando ya tenía edad de sobra para entender que los regalos no se compran ni se envuelven solos, había aceptado que cada año aparecieran de súbito, si no por obra de un milagro, tal vez como un fenómeno similar al de su vejiga llenándose de orina, como parte del curso normal de los acontecimientos. ¿Por qué con nueve años no había captado una verdad que a los diez le parecía tan obvia? La disyuntiva epistemológica era absoluta. El Perry de nueve años le parecía un perfecto extraño y no en el mejor de los sentidos. Era una figura vagamente amenazadora para el Perry mayor, quien no podía sustraerse a la sospecha de que, aunque se reconocía en la cara de querubín visible en las fotos de 1965, uno y otro Perry no tenían la misma alma. Que de alguna manera había habido un cambiazo. Y en tal caso, ¿de dónde procedía su alma actual y adónde había ido a parar la otra?».
Manipulador y embustero, Franzen le adjudica el papel del único protagonista amoral, no porque carezca de conciencia del bien y del mal, sino porque siempre tiene una excusa a mano para no plantearse dilemas éticos. Es el personaje más complejo e imprevisible de la familia.
«"Pues ¿qué, si no, distingue a la persona que necesita pillar de la persona que necesita vender?", preguntó retóricamente el primer orador a favor de la tesis. "El comprador, a fin de cuentas, es tan libre de guardarse su dinero como el vendedor de quedarse con sus bienes. ¿No se infiere, por tanto, que la diferencia de poderes ha de venir determinada por la gravedad del delito? Un camello de instituto, cuando dispensa buenos momentos a sus semejantes y a sí mismo, no es peor que una de esas boquillas que se enroscan en la boca de las mangueras y que sirven para dispersar el agua, mientras que el individuo que hace carrera convirtiéndose en la manguera como tal ha elegido infringir rígidas normas federales. Moralmente es mucho más infame que el joven camello, y por eso este último soporta estoicamente la impuntualidad del primero: cuanto más te adentras en la maldad, más temible te vuelves"».
Judson es el benjamín de la familia. Espontáneo y carente de maldad, ejerce su papel de hermano pequeño y se revela como el Pepito Grillo y mascota de Perry, con quien comparte habitación, juegos y confidencias.
"Hay palabras que están ahí afuera en el mundo y empiezas a plantearte qué ocurriría si las dijeras. Las palabras tienen su propio poder, crean el sentimiento por el mero hecho de pronunciarlas". Esta frase, que aparece en boca de uno de los personajes de Encrucijadas, es clave a la hora de considerar las intenciones de esos individuos: las palabras pueden crear mundos (la religión es un ejemplo), pero también pueden destruirlos (también la religión); la diferencia la marca tanto el hecho de pronunciarlas o no, como el contexto y los interlocutores ante las que se pronuncian. Pero también tiene importancia al examinar el trabajo de Franzen como escritor y, como buen novelista, como creador de mundos; Encrucijadas es la primera novela de una planeada trilogía denominada La clave de todas las mitologías, un título que, sea en sentido irónico o grave, invoca, al menos, a dos grandes clásicos de la literatura: Bouvard y Pécuchet, en su intento de catalogar la totalidad del conocimiento humano, y Edward Casaubon, el personaje de Middlemarch empeñado en la composición de la obra definitiva sobre el sincretismo religioso que deberá llamarse, precisamente, La clave de todas las mitologías.
Franzen, más ambicioso que en sus trabajos precedentes, emprende la reconstrucción de un mundo desaparecido mediante el relato de las vidas de unos personajes que quedarán anclados a sus circunstancias, desgajados de un presente que se los saca de encima como quien se sacude una mota de polvo de la manga de su chaqueta que un pasado en el que ya no se reconocen le ha depositado para recordarle quién es en realidad y el abismo del que procede, de cuya influencia jamás podrá evadirse. Unas personas que no pueden aducir la excusa de la inocencia porque no está ya a su alcance; lo estuvo, en su juventud real y, sobre todo, en la que conjuran con sus recuerdos, pero ahora ya es inaccesible. Esta limitación, con modificaciones, no es patrimonio de una sola generación: la sensación de que la propia afronta unos conflictos inéditos y la incapacidad para aprender los métodos que desarrollaron las generaciones anteriores para salvar o remediar esa brecha se transmiten de padres a hijos con la misma regularidad que el código genético.
La vida familiar de los Hildebrandt ―y, por extensión, de la mayoría de familias de clase media, no solo las norteamericanas de la década de 1970; en este caso, de 1971 a 1974―, el esqueleto que sostiene a la novela, es un complejo y delicado sistema de fuerzas divergentes en equilibrio precario, en el que cada vector debe moverse para favorecer sus intereses, maximizando sus ganancias, pero cuidando de mantener la cohesión interna, una especie de frágil homeostasis de la que depende parte de los beneficios que el propio sistema facilita y que es un fiel retrato, a nivel microscópico, del sistema que sustenta, en el plano macroscópico, a la propia sociedad. Se trata de un drama familiar en el que el autor ha abandonado la grandilocuencia para centrarse en gente corriente con una vida oculta cuya exposición pública revela una fragilidad que no estamos dispuestos a confesar y nos expone ante los demás de forma distinta a como quisiéramos ser vistos. Con el fin de obtener un retrato más fiel, aun con la limitación de lo particular, Franzen evita el uso de arquetipos, al menos en sus personajes principales, que tienen la ventaja de abreviar en la caracterización precisamente por su carácter universal pero que comprometen la verosimilitud, para centrarse en personas de carne y hueso ―de nuevo la relación entre realidad y verdad; la apuesta del autor es una de las fijaciones a lo largo de su obra, desde la balbuceante Ciudad 27 hasta la consistente Pureza―, cuyo abanico de reacciones es incontable; y esta es la mayor virtud del escritor, no tanto la que, omnipotente, escoge para cada situación, sino ofrecer la posibilidad de multitud de opciones caracterizadas por su verosimilitud.
Teniendo en cuenta el ambiente religioso en el que se desenvuelven los protagonistas, Franzen otorga el papel principal a uno de los sentimientos más fértiles, literariamente hablando, la culpa, tradicionalmente más relacionada con el catolicismo que con las diversas iglesias reformadas, y el tratamiento que le otorgan ambas confesiones, el catolicismo de Marion y el protestantismo de Russ. La redención siempre es posible ―la compasión con que Franzen acostumbra a tratar a sus personajes es una característica inherente a su obra―, aunque el camino no es el mismo para todos, ni el nivel de dificultad para alcanzarla, ni la importancia de las renuncias, ni el pisoteo de la propia dignidad. Excepto, tal vez, en el caso de Perry, la opción que toman los protagonistas para superar las tentaciones y las dudas es el recurso a la bondad, aunque ese propósito, esa convicción, se vea contaminada por sus reacciones reales ante la dificultad, que, otra vez teniendo en cuenta el componente familiar religioso, representa dar respuesta a cuestiones rabiosamente contemporáneas con herramientas pensadas para otras averías. Cuando la integridad moral, real o ficticia, entra en contradicción con el compromiso personal, también real o ficticio, la bondad no basta; los personajes de Encrucijadas lo aprenden a fuerza de sufrimiento, y es en esa desconexión, esa disonancia, esa debilidad, ese abismo, en los que Franzen escruta en sus mentes hasta desvelar los mecanismos relacionados con la trascendencia de la culpa, el arrepentimiento, la convicción y la relativa utilidad del esfuerzo para subvertir las exigencias íntimas, en comparación con la facilidad para encubrirlas en el entorno social.
Formalmente, la arquitectura narrativa de Encrucijadas se acerca a la perfección y el dominio sobre el punto de vista es absoluto; en el primer plano, el habitual narrador en tercera persona, ajeno a la trama, y una configuración también clásica estructurada en capítulos centrados en cada uno de los protagonistas sin superposición de etapas ni orden temporal. En el plano estratégico, la acción se desenvuelve alrededor de dos puntos centrales que sobresalen del resto de la trama y que, de alguna manera, la condicionan: las dos historias de la juventud de Russ y Marion; su importancia es tan relevante que los episodios más intensos del resto de la novela perderían toda su significación sin aquellos antecedentes. Esa es la intención del autor, y por esa razón, explícita o solapadamente, los episodios más destacados incluyen referencias a aquellos. De este modo, la novela funciona en un doble nivel: la acción principal, propiamente dicha, que sigue la línea temporal de la década de 1970, y la historia subyacente, compuesta por los episodios del pasado que, a pesar de su fraccionamiento y no linealidad temporal, componen un relato continuo sin el cual los hechos relatados en la historia principal perderían el sentido y los puntos de anclaje. Por esa razón, que los personajes de Encrucijadas no olvidan, Marion y Russ ―¿y quién no, en su situación o en alguna parecida?― intentan conectar ambas, violar la brecha temporal y mental que las separa, en un intento de recuperar el pasado para seguir su línea contemporánea y reescribir el presente.
«Era verdad que, en otro compartimento de su cabeza, el reencuentro se estaba desarrollando tal como lo había imaginado, con un rastro de prendas de ropa tiradas por un pasillo, el almuerzo olvidado en el frenesí de la cópula. Por las miraditas que Bradley [un antiguo amante de Marion, con un papel fundamental en su juventud] le iba lanzando de reojo, por cómo le tocaba el hombro mientras la conducía a través de las plantas, adivinó que él había imaginado lo mismo. Pero ahora podía ver, como nunca antes (como si Dios se lo revelara) que la obsesión siempre estaría ahí, en ese comportamiento de su cabeza; que nunca dejaría de ansiar lo que había tenido y perdido».
Después de la publicación en castellano de Pureza, la anterior novela de Jonathan Franzen, sostuve varias acaloradas discusiones con su traductor, Enrique de Hériz, sobre la novela, su recepción en los medios y la consideración del autor por parte del potencial público lector; y digo acaloradas por la intensidad y la vehemencia con que dos admiradores incondicionales del escritor eran capaces de mostrar en cuestiones en las que estábamos en completo acuerdo. Pocos días después, Enrique publicó en El Periódico de Cataluña un artículo en el que exponía su posición al respecto, una opinión que suscribí en su totalidad, y que puede resumirse en una sola frase: "Su auténtico logro no tiene que ver con el realismo, ni siquiera con la realidad, sino con algo mucho más importante: la verdad". Si Enrique hubiera llegado a tiempo de leer Encrucijadas, no imagino su satisfacción, que yo compartiría incondicionalmente, al comprobar cuánta razón tuvo cuando la escribió.
Bonus Tracks
Letra de la versión de Robert Johnson de Cross Road Blues
I went to the crossroad, fell down on my knees
Asked the Lord above, "Have mercy, now, save poor Bob if you please"
Ooh-ee, I tried to flag a ride
Didn't nobody seem to know me, babe, everybody pass me by
Standin' at the crossroad, baby, risin' sun goin' down
I believe to my soul, now, poor Bob is sinkin' down
You can run, you can run, tell my friend Willie Brown
That I got the crossroad blues this mornin', Lord, baby, I'm sinkin' down
I went to the crossroad, baby, I looked East and West
Lord, I didn't have no sweet woman, ooh well, babe, in my distress
Bestias. Joyce Carol Oates. Papel de Liar, 2010 Traducción de Santiago Roncagliolo |
El mentiroso. Stephen Fry. Anagrama, 2019 Traducción de Benito Gómez Ibáñez |
La calle Great Jones.Don DeLillo. Seix Barral, 2013 Traducción de Javier Calvo |
La conjura de los necios. John Kennedy Toole. Anagrama, 1993 Traducción de J. M. Álvarez y Ángela Pérez |
La transmigración de Timothy Archer. Philip K. Dick. Minotauro, 2021 Traducción de Carlos Peralta |
Las brujas de Eastwick. John Updike. Tusquets, 2010 Traducción de José Ferrer |
Las chicas. Emma Cline. Anagrama, 2016 Traducción de Inga Pellisa |
Macbeth. Jo Nesbo. Lumen, 2018 Traducción deLotte Katrine Tollefsen |
Mystic River. Dennis Lehane. Salamandra, 2021 Traducción de María Vía |
No saldré vivo de este mundo. Steve Earle. El Aleph, 2012 Traducción de Javier Calvo |
Nuestra pandilla. Philip Roth. PRH, 2010 Traducción de Ramón Buenaventura |
Pastoral americana. Philip Roth. PRH, 2005 Traducción de Jordi Fibla |
Todo lo que no te conté. Celeste Ng. Alba, 2016 Traducción de Laura Vidal |
Todos los hombres del presidente. Carl Bernstein y Bob Woodward. Libros del Lince, 2017 Traducción de Joaquín Adsuar Ortega |
Utopia Avenue. David Mitchell. Hodder & Stoughton, 2020 |
Vida de familia. Akhil Sharma. Anagrama, 2015 Traducción de Jaime Zulaika |
Zami. Una biomitografía. Audre Lorde. Horas y Horas, 2010 Traducción de Magali Martínez Solimán |
Zen y el arte de mantenimiento de la motocicleta. Robert Pirsig. Sexto Piso, 2015 Traducción de Renato Valenzuela Molina |
Carrie. Stephen King. PRH, 2020 Traducción de Gregorio Vlastelica |
Drop City. T. C. Boyle. Bloomsbury Publishing, 2019 |
El hombre en el castillo. Philip K. Dick. Planeta, 2021 Traducción de Manuel Figueroa |
Vicio propio. Thomas Pynchon. Tusquets, 2014 Traducción de Vicente Campos |