7 de octubre de 2019

Máquinas como yo

Máquinas como yo. Ian McEwan. Editorial Anagrama, 2019
Traducción de Jesús Zulaika Goicoechea
A finales del siglo XX, justo después de que Gran Bretaña pierda definitivamente las Malvinas, como consecuencia de una funesta planificación estratégica del gobierno de Margaret Thatcher, y que se haya producido la esperada reunión de los Beatles, doce años después de su separación, la cibernética, dirigida por el genio de Alan Turing, ha conseguido replicar a los seres humanos y poner a disposición del público unos androides, técnicamente impecables, programables a discreción del propietario, es decir, del usuario.

Ian McEwan ubica la acción de Máquinas como yo (Machines Like Me, 2019) en un Londres ucrónico a mediados de la década de los años 80 del siglo pasado, en el que la revolución tecnológica ha llegado veinte años antes que en nuestra línea temporal, pero en el que también han aparecido por anticipado el hartazgo y el cinismo de una parte de la población, afortunada e intelectualmente preparada, que se aferra a los avances técnicos como alternativa al ocio pero también con la idea de mantener, mediante la actualización tecnológica constante, su endeble situación de privilegio.

Charlie, un joven ocioso que sobrevive gracias a sus apuestas en la bolsa, adquiere uno de esos androides —Adán, de sexo masculino; los ejemplares femeninos de llaman Eva y sus existencias han sido colapsadas por los pedidos de jeques árabes— por varias razones: como símbolo de estatus, pero también para ponerse a prueba —es decir, para verificar su superioridad sobre las máquinas— intelectual, afectiva y adaptativamente.

El primer conflicto, más epistemológico que lingüístico, surge al intentar definir la relación entre Charlie y Adán: no es de poseedorpropiedad, que parece referirse a la tenencia de algo con lo que no es posible interactuar; pero tampoco de usuario a bien, ya que el término implica la utilidad del objeto; tal vez lo más parecido sería de protector a protegido, en función del contexto, como la relación entre un ser humano y un animal doméstico, de dependencia mutua pero de aportación desigual.

Esa relación se hace aún más conflictiva en cuanto que es el propietario —usaré esta palabra en aras de la comprensión— quien puede programar los parámetros de la personalidad del androide: si lo hace parecido a sí mismo no obtendrá más que una réplica inútil, mientras que cuanto más distinto, más difícil será la interacción. Aunque queda una alternativa: programarlo para que sea como le gustaría haber sido él mismo —aunque, como indeseable contrapartida, se ponga en constante evidencia el propio fracaso—.

Esa dificultad en la definición de la relación entre Charlie y Adán tiene su réplica en la que mantiene con Miranda —un nombre premonitorio—, su joven vecina, hija de un escritor enfermo «de la vieja escuela»: en el caso del androide, por defecto, en busca de signos que desmientan su carácter de replicante; en el caso de Miranda, por exceso, abrumado por la constatación del ínfimo poder decisorio que tiene en sus manos en cuanto al futuro. 
«Tenía a Miranda en el pensamiento. Estaba convencido de que había llegado a uno de esos momentos críticos en los que el sendero del futuro se bifurca. En uno de los caminos la vida seguía como antes, y en el otro se transformaba en otra cosa. Amor, aventuras, grandes emociones, pero también orden en mi nueva madurez, y no más planes locos. Miranda era de un natural de lo más dulce: amable, guapa, divertida, enormemente inteligente....»
El Síndrome de Pigmalión se pone de manifiesto ante ambas situaciones: con Miranda, debido a su corta edad y supuesta nula experiencia; con Adán, porque su mente es una tabula rasa que tiene que configurar. La decisión que toma con respecto al androide es sorprendente pero en modo alguno descabellada: compartirá su formación con Miranda y emulará, de este modo, lo más parecido a una familia convencional: padre, madre e hijo, con el propósito implícito de que la formación de esa familia redundará en su propia refundación.
«Ahora podía admitírmelo: le tenía miedo, y me sentía reacio a acercarme más a él. Por otra parte, estaba tomando conciencia de las implicaciones de su última palabra. Adán solo tendría que actuar como si sintiera dolor, y yo me vería obligado a creerle, reaccionar como si de verdad le doliera. Demasiado difícil no hacerlo. Diametralmente en contra de la deriva general de la compasión humana. Al mismo tiempo, no podía creer que fuera capaz de sentir dolor, o de tener sentimientos, o de cualquier percepción sensitiva. Y sin embargo le había preguntado cómo se sentía. Su respuesta había sido pertinente, y también mi ofrecimiento de traerle alguna ropa. Y no me creía nada de todo aquello. Estaba jugando a un videojuego. Pero era un videojuego real, tan real como la vida social; prueba de ello era la negativa de mi corazón a calmarse y la sequedad de boca».
McEwan es especialista en plantear al lector dilemas morales de enrevesada resolución, pero también cuestiones en las que se guarda bien de proponer una solución; debajo de la controversia más evidente acerca de qué es lo que hace humano a un androide emerge, después de un incidente con una familia en un parque y de las propias reacciones de Charlie, perfectamente asumidas, en el idilio que mantiene con Miranda, la pregunta fundamental: ¿qué hace humanos a los humanos? Y no de menor importancia: ¿cuál es el sendero a seguir para alcanzar la humanidad? ¿Existe un punto de partida único, dado que parecen encontrarse multitud de procesos válidos? Si una máquina puede replicar ese proceso, ¿su madurez puede considerarse humanidad?

Sin embargo, el acuerdo establecido entre los tres —relativamente desconocidos, Miranda en su humanidad, Adán en su transhumanidad— no está libre de la traición, que puede tomar formas muy diversas, incluso alguna inconcebible e imprevisible, dada la naturaleza de uno de los acordantes.

La preocupación por la moral robótica es un tema que se remonta al inicio de la existencia de máquinas que podían tomar decisiones; las literarias "tres leyes de la robótica" de Isaac Asimov fueron, a la vez, una aproximación y una muestra de hacia dónde se encaminaba el debate; incluso se negó la existencia de una ética robótica, pero no se trataba de un dilema nuevo porque, en el fonfo, el propio ser humano se enfrentaba al mismo constantemente desde el principio de los tiempos; solo su teorización era nueva, y esa novedad era lo que hacía que se planteara un dilema que, en el fondo, no era procedente porque las exigencias con respecto a la conducta de las máquinas inteligentes nunca se había planteado a nivel humano.
 «Pero aquí surgía una cuestión que ella y yo aún no habíamos tratado. Los ingenieros informáticos de la industria automovilística tal vez habían ayudado en el diseño de los mapas morales de Adán. Pero Miranda y yo habíamos contribuido a perfilar su personalidad. Yo desconocía hasta qué punto esta personalidad interfería o prevalecía sobre su ética. ¿A qué profundidades se abismaba la personalidad? Un sistema moral perfectamente formado debería mantenerse libre de cualquier condicionamiento concreto. Pero ¿era esto posible? Confinado en un disco duro, el software moral no era sino el equivalente en seco del experimento mental del "cerebro metido en la cubeta" que un día invadió los libros de texto de filosofía. Mientras que un humano artificial tenía que moverse entre nosotros —seres imperfectos, caídos— y llevarse bien. Las manos ensambladas en una fábrica completamente esterilizada debían mancharse. Existir en la dimensión moral humana era poseer un cuerpo, una voz, un patrón de conducta, memoria y deseo, experimentar cosas palpables y sentir dolor. Un ser absolutamente honrado y comprometido de tal forma con el mundo que podía encontrar a Miranda casi irresistible».
Esa moral robótica, o su ausencia, es cuestionada por el primer acto libre de Adán: tener una aventura con Miranda —es curioso que, en cambio, la conducta de esta no le provoque a Charlie ni las mismas dudas acerca de sus coordenadas éticas ni la misma sensación de traición—. Sin embargo, exigirle a Adán una conducta éticamente irreprochable, ¿no coartaría su libertad, tal vez el signo más inseparable de su humanidad?
«Discutir con la persona que amas es un tormento peculiar. El yo se divide y se vuelve en contra de sí mismo. El amor pelea con su opuesto freudiano. Y si la muerte gana y el amor muere, ¿a quién le importa? A ti, que te enfureces y te vuelves aún más temerario. Hay también una extenuación intrínseca. Los dos amantes saben, o creen saber, que puede darse una reconciliación, si bien puede tardar días, incluso semanas. El momento, cuando llega, será dulce, y promete grandes ternuras y éxtasis. Así que ¿por qué no arreglarse ya, tomar un atajo, ahorrarse una rabia agotadora? Ninguno de los dos puede hacerlo. Estáis en un tobogán, habéis perdido el control de vuestros sentimientos y de vuestro futuro. El esfuerzo se irá acumulando de forma que, al final, cada palabra desagradable habrá de desdecirse con un coste de cinco veces su precio. Recíprocamente, el perdón duradero requerirá una auténtica proeza de concentración generosa».
El asunto de Adán y Miranda se complica cuando este manifiesta estar enamorado de ella, y la mala disposición de Charlie ante esa confesión implica que la actitud del androide se vuelva agresiva y su conducta tome como prioridad absoluta la autoconservación.... de nuevo como haría un humano.

Hasta ese momento —aproximadamente a la mitad de la extensión del libro—, McEwan ha planteado una trama que, aunque no sea del todo original, contiene suficientes elementos narrativos como para armar una novela completa. Pero el británico no es un escritor corriente —quiero decir: previsible—, y a partir del pequeño detalle de su biografía que Miranda había ocultado —aunque Adán apercibió a Charley de que ella guardaba un secreto que podía comprometerla—, edifica la réplica a la cuestión ética planteada a partir del libre albedrío del androide, esta vez a escala humana y con un grado de complejidad y concreción bastante más insólito. Esa multiplicidad de escenarios, que en manos de un escritor menos hábil diluiría la trama, es manejada con la habitual maestría para añadir otros dilemas éticos que, entre otros efectos narrativos, obligan al lector a posicionarse, a menudo en opciones dispares o que pueden entrar en contradicción con sus propios principios; igual que en el caso de La ley del menor, no existe una sola opción válida e incuestionable.
«Las maravillas tecnológicas como Adán, igual que la primera máquina de vapor se convertían en lugares comunes. Sucede lo mismo con las maravillas biológicas entre las que crecimos y no entendemos del todo, como el cerebro de una criatura cualquiera, o la humilde ortiga cuya fotosíntesis solo fue posible describir a escala cuántica. No existe nada hasta tal punto asombroso que no podamos llegar a acostumbrarnos a ello. Al tiempo que Adán prosperaba y me hacía rico, yo dejaba de pensar en él».
De este modo, cada componente del trío de personajes principales en enfrentado a dilemas éticos de distinto signo y de resolución contradictoria y ante los que su posicionamiento moral se verá indefectiblemente cuestionado desde sus cimientos ideológicos.

McEwan ha escrito una novela enorme.

Calificación: *****/*****

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