23 de enero de 2017

Los bárbaros

Los bárbaros. Jacques Abeille. Sexto Piso, 2015
Traducción de Lluís Maria Todó
"La página, no en blanco, sino ya manchada de cifras dispersas y torpes, llama a la mano. La página de una historia duerme en el seno de cada hoja amarillenta que la pluma empieza a grabar. Bastará tal vez remitirse a la profunda, a la cegadora noche de las palabras que despunta como un amanecer frente a la noche del mundo."
Un fiero ejército de habitantes de los páramos del norte del continente, los bárbaros, los salvajes jinetes de las estepas, apoyados por un grupo de traidores salidos de las filas de quienes debían defenderse de la invasión, después de conquistar la región, han llegado a la capital del imperio y la han tomado sin encontrar prácticamente ninguna resistencia. Después del sometimiento es de esperar que impongan a la ciudad la servidumbre del saqueo pero, poseedores del arma de la victoria, actúan con condescendencia, tomando solamente aquello que necesitan, sin aspavientos ni abusos, con una serenidad que acaba provocando algo cercano al colaboracionismo por parte de los vencidos. La llegada de un conquistador que no exige el derecho de conquista y que, a pesar de ello, nadie le ofrece ningún tipo de resistencia por parte del pueblo vencido, habla de su benevolencia en la misma medida que lo hace de la cobardía de éste, del absurdo de su conducta; al fin y al cabo, el objeto de la invasión no es el afán de conquista sino algo mucho más sutil para lo que precisa de la colaboración de los conquistados.
"Así, nuestro grande y glorioso pasado reducido a cenizas se disolvía en el polvo que levantaba el galope de los caballos bárbaros. Tan indescifrables nos resultaban aquellos extranjeros que la actualidad de nuestro estado escapaba a cualquier tentativa de análisis, y para sacudirnos aquella estupefacción no veíamos apuntar ninguna esperanza."
Abeille retoma uno de los episodios pertenecientes a Los jardines estatuarios transcurridos varios años y continúa la historia de la región en Los bárbaros (Les barbares, 2011, volumen perteneciente al Cycle des Contrées).

A ese extraño afán de colaboracionismo se añade la repentina laxitud que adquieren las costumbres de los lugareños, como si en la situación excepcional se ampliaran los límites de la decencia y se liberaran por fin de una represión que, en realidad, nunca había existido, como si la invasión hubiera liberado el cierre de un frasco sometido a presión. En este contexto, es igualmente extraña la indiferencia mostrada por los invasores ,que parece contravenir cierto ansia de represión de los vencidos, expectativa que no llega a cumplirse y cuyo quebrantamiento parece decepcionarles.
"Yo nací en uno de esos dominios; en el fondo, soy un puro producto de los Jardines Estatuarios. Fui conformado totalmente por el deseo de muerte con el que estaban amasados, y al querer rebelarse contra aquella funesta tendencia, al querer apartarlos de su más oscura fatalidad, cumplí la destrucción a la que aspiraban. Yo sólo fui su instrumento. La herramienta del tiempo." [Palabras pronunciadas por el príncipe de los bárbaros].
A medida que el narrador, un filólogo especializado en la lengua de los jardines estatuarios, conocimiento que le permite comunicarse con los invasores usando aquella como lingua franca, va ofreciendo datos acerca de los conquistadores, éstos van cambiando su carácter bárbaro para convertirse en una especie de colonizadores, portadores de una civilización extranjera, pero sin ningún ánimo exterminador. O tal vez esa es la visión que se ofrece desde el punto de vista del invadido, acaso representante de una sociedad colapsada, de evolución imposible, y que precisa de una aportación exterior, aunque sea en forma de invasión, para salir de su aletargamiento y hacer posible su desarrollo. En todo caso, la posesión de una lengua común concede una relevancia inusitada a unos estudios que siempre se habían considerado cuando menos perfectamente inútiles: fuera cual fuera la actitud de los conquistados -sumisión, rebelión, incluso indiferencia-, el hecho de poder comunicarse con los bárbaros adquiría una importancia fundamental; cuando se posee el lenguaje se adquiere una posibilidad de dominio que puede ser dirigida hacia donde se desee.
"Los bárbaros se convirtieron en objeto de un espionaje sistemático. Fueran adonde fueran, hicieran lo que hicieran, y, sobretodo, dijeran lo que dijeran, pronto hubo un terrebrino que lo grababa y lo transmitía a alguno de los seminarios que rápidamente desbordaron la especialidad propiamente lingüística para diversificarse siguiendo todos los aspectos de la conducta humana. Seguíamos enriqueciendo nuestro conocimiento de la lengua de aquellos extranjeros en cuanto a vocabulario, gramática, sintaxis, y entrenándonos para pronunciarla y entenderla mejor, pero también, poco a poco, tuvimos que esforzarnos por comprender según qué vías se ejercía la autoridad a la que se sometían, qué organización familiar regía sus costumbres, qué creencias orientaban su vida."
Este conocimiento, ocultado a los propios bárbaros, llega a oídos de un individuo que, a pesar de formar parte, aparentemente, de las hordas invasoras, parece un infiltrado de la región de los jardines estatuarios; en vistas de estas circunstancias, el infiltrado le hace llegar al narrador un libro que contiene la historia y la descripción de los usos y costumbres de aquella región que éste, espoleado y asistido por quien fue su profesor, propone traducir a su lengua. Ese libro es, justamente, el que escribió años atrás el protagonista de Los jardines estatuarios; narrativamente, el libro es el nexo de unión entre aquella novela y ésta, pero es a la vez el verdadero protagonista inanimado de la trama.

La señal inequívoca de la importancia del libro viene mostrada por el interés que su publicación despierta en el príncipe de los bárbaros, que hace llevar, en una especie de secuestro, al traductor a su campamento para sostener una entrevista. Esta estancia en el campamento de los invasores y el contacto íntimo con ellos pone de manifiesto su carácter real, más allá de los prejuicios y de las ideas preconcebidas, y pone en evidencia que las diferencias entre los nativos y los bárbaros no son tantas como se podía sospechar. La exposición mutua pone a la civilización ante el espejo, y a la hora de compararse, ni la imagen que le devuelve es realmente como imaginaba la tradición -pues la tradición siempre es imaginaria-, ni el salvajismo de los invasores se corresponde con la idea, forzosamente peyorativa, que se tenía de ellos. Finalmente, tiene lugar la entrevista con el príncipe de los bárbaros, que resulta ser el jefe de los jinetes que conoció al viajero de Los jardines estatuarios, y se desvela el motivo de la retención del filólogo: conocer su opinión acerca de algunos pasajes del libro que ha traducido, acerca de cuyo redactor el príncipe ha generado una insistente obsesión.
"Cuando la ignorancia se rompe, siempre es una burla."
La pregunta que subyace ante el contacto de dos pueblos con un grado aparentemente distinto de civilización es: "¿quién es el bárbaro?", sin que el hecho de que existan un invasor y un invadido, un vencedor y un vencido, un dominador y un dominado puedan aportar una respuesta concluyente; incluso conceptos como aculturación o asimilación pueden ver forzado su significado. Perece claro, en el caso de la invasión bárbara del imperio romano -con toda la prevención con respecto al uso de este término- de parte de quién estaba la civilización y de quién la barbarie; pero, ¿se puede asegurar la misma distinción en la invasión de la península ibérica por parte de las tribus del norte de África?
"Los hombres no saben luchar contra la barbarie, ante todo la propia, si no es con una barbarie aun mayor. Es por eso que los vencidos son siempre los más civilizados."
Con el objetivo de encontrar al viajero de Los jardines estatuarios, la compañía se pone en marcha reproduciendo parte del periplo de aquél, pero esta vez se hace a través de una tierra conquistada, sometida; el viaje, pues, no puede ser el mismo: mientras que el primero fue de descubrimiento, el otro ha sido producto de la dominación; como si, una vez conquistado el presente, el príncipe de los bárbaros pretendiera modificar el pasado. Pero para ello no le bastan sus ejércitos, necesita encontrar al viajero redactor del libro, al que no supo en su día retener a su lado; sólo dominando el relato del pasado podrá influir en él y apropiárselo. El instrumento para esa nueva conquista es el ibro, y su aliado, el traductor.
"De repente me vino a la mente el juego del ajedrez, una práctica en la que yo no era ningún experto y que, sin embargo, muchas veces había alimentado mis ensueños. En numerosas ocasiones me había figurado que bajo su aparente conflicto, las piezas negras y las piezas blancas escenificaban la búsqueda infinita de un imposible encuentro, de tal manera que, ganando o perdiendo, para los jugadores, en alguna dimensión imposible y que sin embargo no perdían la esperanza de hallar, las dos realezas podrían finalmente, en un mismo instante, ocupar la misma casilla. Allí yacía el tesoro de un tenaz fermento de inmortalidad."
En este punto, establecidos los precedentes y fijado el objetivo, el viaje se convierte en una absurda epopeya en la que los restos materiales y personales de lo que había sido un temible ejército conquistador y del que sólo quedan desengañados excombatientes desubicados en un período de paz que impusieron bélicamente, guiados por un príncipe demente, un general que tuvo que renunciar a sus ambiciones por una fidelidad antigua que ya no posee sentido alguno, y un pobre profesor apátrida cuyo único mérito es ser depositario de un documento de validez más que discutible, en búsqueda de un personaje casi legendario del que se ignora la identidad y la ubicación, con el oscuro fin de retomar una conversación que tuvo lugar en el pasado entre ese viajero escritor y el príncipe. Ese libro se convierte entonces en una guía de viaje, en un "libro del viajero" que, a la manera de Marco Polo, enumera y describe "maravillas", y que es confrontado con la realidad existente por quien lo utiliza como libro de itinerario.
"En una memoria cada vez más incierta, consigo clasificar según su sucesión algunos elementos que guardan un relieve bastante contrastado. Recuerdo ciertas etapas destacables, vuelvo a ver, a condición de no escrutarlos mucho, los rostros que me son queridos y el eco de las voces que me han emocionado sigue resonando en mi corazón. Pero la monótona reiteración de los gestos cotidianos, la repetición uniforme de gestiones infructuosas, todo lo que formó la trama de tantos días desencantados se funde en la bruma indistinta de un dormir en el que tuve un sueño que duró dos mil noches."
La persecución de quimeras suele concluir con la decepción, siempre y cuando la búsqueda sea veraz. Es posible, no obstante, que no importe tanto la consecución del objeto perseguido como el propio periplo; incluso puede bastar la simple intención, el propósito. En todo caso, perseguir un fantasma es una tarea dificultosa: el rastro es inencontrable y las informaciones que pueden recogerse no son nada fiables; cada testigo acaba informando de su fantasma porque el ser no se puede compartir y la experiencia que tiene cada uno es estrictamente personal. Ni siquiera la cercanía, física o mental, ofrece ninguna garantía  adicional de éxito en la búsqueda. Para el redactor, para el compilador de la epopeya, a pesar de haber formado parte de la expedición, tanto su queste como el relato que hace de ella consisten en la usurpación de los deseos y de los recuerdos de todo aquel que tuvo contacto con el héroe en un pasado al que la carencia de información fiable, la de los testigos presenciales, otorga su carácter mítico.

Como en toda epopeya, el camino está plagado de peligros, pero transcurre punteado por episodios con una fuerte carga iniciática en forma de pruebas, etapas que sirven al peregrino para armarse de valor -y, en este caso, de palabras- que le habiliten para superar la prueba siguiente. Un camino que en la misma medida en que se acerca al objetivo va rompiendo puentes con el pasado, un trayecto en el cual el regreso es imposible.
“-[…] La deseperación no está de nuestro lado, sino en el mundo que nos rodea y acosa golpeándonos con tácitas prohibiciones. No hay desesperación en el hecho de convertirse en guardianes de una leyenda que acaso tan sólo con nosotros alcance su cumplimiento más exacto. Sí, nosotros mantenemos la traza de una verificación. Y esperamos.
-¿Qué?
-Que se forme la próxima figura de la barbarie.”
Todo viaje en busca del origen no es más que una expedición hacia sí mismo y, cuando se ve secundado por el éxito, éste es su único fruto, descubrir al desconocido que todos llevamos en nuestro interior, un desconocido que tiene nuestro rostro y lleva el signo de la muerte estampado en su frente.
"Se odia a alguien porque se desea su muerte y se desea su muerte porque desea morir uno mismo. Aquellos que están animados por el espíritu de venganza no dejan en paz ni a su muerto ni a sí mismos."
Las tramas de Abeille se inscriben en un campo a medias entre lo onírico y lo mítico: sus protagonistas son siempre descubridores de realidades alternativas que se sitúan un paso más allá de la realidad evidente pero siempre dentro del campo de la verdad. El academicismo busca la interpretación de los relatos mitológicos en base a los hechos que los provocaron, es decir, busca la realidad en las fuentes del mito, para lo cual hecha mano de ese manipulable proceso llamado "interpretación". Abeille parece optar por el camino opuesto: buscar en la realidad las fuentes mitológicas que, a cada momento, la configuran y la ubican, le dan consistencia.
"Toda palabra es verdadera, terriblemente verdadera. Y, sin embargo, la verdad se oculta, como en las imágenes donde se oculta en su manifestación misma la ausencia que revelan."
Calificación: ****/*****

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