24 de agosto de 2016

Boxeo

13322184_10209549089593824_4783419497038005915_n.jpg

Mi padre era aficionado al boxeo, y yo también lo fui durante mi adolescencia y juventud, cuando en la localidad vecina a la que residía, en Pineda de Mar, hubo un cierto florecimiento de este deporte: se instaló una escuela, se contrataron exboxeadores como profesores y se organizaron diversas veladas en el recién estrenado pabellón cubierto; era una época pre-Rocky y pre-Hurricane, pero no era raro que se retransmitieran combates en la única televisión de que se disponía -la estupidez de la corrección política aún no había llegado y los fundamentalistas se recogían bajo las carpas de la política y del catolicismo, que es de donde nunca debieran de haber salido-, y, además,  estaban a disposición del público los grandes clásicos en blanco y negro del género, que pasaban por televisión con cierta regularidad, y una película excepcional, "La gran esperanza blanca", que junto con la afición de mi padre contribuyó a mi inclinación por ese deporte.


Un día, después de acabar el trabajo en la empresa de transportes de mi padre y mi tío, a la que yo acudía, con catorce o quince años, tal vez menos, para echar una mano -era a la vez una manera en que se me tenía recogido y controlado y de empezar a acostumbrarme al mundo del trabajo- en verano, apareció por allí uno de los profesores de la escuela, Modesto Benjumea, viejo amigo de mi padre y hermano de un vecino del almacén de Transportes Flores-Flores, que venía del gimnasio de dar sus clases a los aspirantes a boxeadores, con tres pares de guantes de entrenamiento; medio en serio medio en broma, se puso unos, y uno de los trabajadores de la empresa, Joaquim Febrer, exbaloncestista profesional, metro noventa, cien kilos, en una forma increíble aunque ya retirado –era la época en la que la UDR Pineda jugó en la División de Honor de Baloncesto-, otro par, e improvisaron unas fintas. Estuvimos charlando un poco, y Modesto se comprometió a venir una vez a la semana para “darnos unas nociones”; aparte de mi padre y Quim Febrer, participamos también Pep “Barris”, jardinero, el hombre más fuerte que he conocido; Joan Gabaldón, conductor de furgoneta, un tipo alto como una torre y bastante fuertote, aunque no demasiado ágil; un par de trabajadores, creo recordar que soldadores, de Tallers Comas, una empresa que había al lado de Transportes Flores-Flores, uno de los cuales ya se entrenaba “oficialmente” con Modesto; y yo, claro. 


Así que una vez a la semana, después de llenar los camiones y liberado de cajas, el muelle de carga del almacén se convertía en un improvisado cuadrilátero; Modesto nos daba primero una charla teórica, explicando cómo utilizar un jab para preparar el ataque, la manera más efectiva del directo de izquierda y, particularmente a mí, debido a mi baja estatura en aquellos años, cuál era la mejor preparación para un “definitivo” uppercut; nos enseñaba a “bailar” y a coordinar manos y piernas, según él, la principal virtud del boxeador de peso medio para abajo, y toda la variedad de defensas. Después de la charla teórica había “combate”: Quim contra Joan, mi padre contra Pep “Barris” –mi tío Martí nunca quiso participar, igual porque llevaba gafas-, y cualquier otra combinación siempre que coincidieran los pesos de los luchadores; los asaltos duraban un minuto, bajo la atenta mirada de Modesto, que iba corrigiendo lo que hacíamos mal y espoleándonos a variar nuestros golpes y a defendernos con destreza. Yo también participaba, bajo la promesa exigida por mi padre de no decírselo jamás a mi madre –promesa que cumplí, ni aún a día de hoy mi madre sabe nada de esas veladas-, generalmente boxeando contra alguno de los semi-profesionales, que eran los que podían boxear conmigo sin dañarme precisamente porque dominaban la técnica básica; los demás eran unos bestias de mucho cuidado. Nunca hubo ningún K.O., por supuesto, porque lo que es pegar, casi no nos pegábamos, de hecho, estaba prohibido; Modesto hacía de árbitro, los asaltos se resolvían a los puntos, y el acuerdo era que llegar a tocar la cara –al hígado no apuntábamos y el diafragma creo que no se había descubierto aún- del adversario era ya un golpe computable; solamente una vez hubo sangre, fue un día en que estaba yo especialmente inspirado y, aprovechando la cancha que me daba uno de los profesionales –lo cierto es que eran muy considerados conmigo-, que me chuleó en plan Cassius Clay bailoteando con la defensa baja, le metí un crochet tan desconsiderado en todos los morros que le hice sangrar la nariz; el combate se interrumpió inmediatamente y fui descalificado por dar golpes ilegales –es decir, por golpear-. 


Seguimos con nuestros entrenamientos semanales, con las clases teóricas, con los comentarios post-combate durante todo el verano; cuando empecé el curso académico, dejé de ir por la empresa, y no recuerdo cómo acabó el plan de preparación aunque sí que el boxeador al que hice sangrar la nariz, tiempo después, ganó el campeonato de Cataluña de su peso; quiero pensar que se defendió de manera ortodoxa, como debe ser –en esas categorías y en esa época, acostumbraban a ganar los combates los boxeadores que se defendían mejor-, dejando el revoloteo de mariposa –las picaduras de avispa tampoco estaban a su alcance- para Cassius Clay, posteriormente Muhammad Alí, El Más Grande.

No hay comentarios:

Publicar un comentario