Traducción de Salvador Pernas Riaño
Es posible que nuestros terrores infantiles, quizás por el hecho de producirse en una etapa en las que somos fácilmente susceptibles a las impresiones, sobretodo si éstas son de carácter visual más que conceptual, y supongo que debido a que no poseemos todavía las herramientas racionales para un análisis objetivo, queden alojados en nuestra memoria de forma indeleble; incluso años después, cuando ya hemos sido capaces de discriminar las amenazas reales y las imaginarias, podemos recordarlos, con huellas de ese escalofrío primario, sin la fascinación de la inocencia, pero aún con ciertos visos de peligro: lo que nos amedrenta no es la amenaza en sí, sino el recuerdo del efecto de esa amenaza en nuestra mente inmadura.
Proveniente del cine de las tardes de domingo y de la versión interplanetaria en alguno de los episodios de la serie original de Star Trek, sigo, no ya aterrorizado pero sí fascinado por las amenazantes arenas movedizas. Me parece recordar, aunque la cercanía a la obsesión que alcanzó el fenómeno en esa época tal vez altere mi recuerdo, que aparecían en multitud de películas, y lo que las hacía fascinantes no era el hecho de poder caer en ellas sino el de que, una vez apresado, el sujeto se enfrentaba a una terrible variedad de zugzwang: si se quedaba quieto, podía sobrevivir, pero si se movía e intentaba salir, se hundía rápidamente. Naturalmente, el exagerado maniqueísmo de los guionistas de la época daba siempre con el remedio adecuado: si era "el bueno" el afectado, siempre aparecía una cuerda o una rama salvadora; si era "el malo", la "justicia poética" se encargaba de otorgarle un fin terrible.
La acción de La trampa (Le piège, 1945) transcurre en Francia, en plena II Guerra Mundial, cuando el país se halla dividido en dos: la parte Norte, la Francia "ocupada", bajo administración alemana, y la parte Sur, la Francia liberada, administrada por el denominado "Régimen de Vichy", una época de la historia reciente, y tema de multitud de novelas y ensayos, que el país no ha superado aún. Joseph Bridet, periodista, un hombre común, más asqueado del régimen colaboracionista que gaullista convencido, se prepara para escapar a Inglaterra y unirse a De Gaulle; con ese fin, recupera algunas amistades antiguas, bien relacionadas con el poder, para conseguir un salvoconducto. Lo que Bridet ni sabe ni puede adivinar es que esos contactos van a desencadenar una pesadilla que, al más puro estilo kafkiano, le conducirá gradualmente a la tragedia.
La referencia a Kafka, a El proceso, es indudable, pero el acierto de Bove es eludir el absurdo; con un tono de frío realismo y con una atención minuciosa al detalle, el autor va trazando una telaraña, o mejor aún, unas arenas movedizas, que acaban dibujando una desolada cartografía de la desdicha. A la desesperanza del perdedor por omisión, se une la indefensión del protagonista ante la amenaza que supone el hecho de ser encausado sin conocer los cargos y sin poder esclarecer si cualquier declaración puede redundar en su beneficio o en su definitiva pérdida.
La trampa es una novela excelente, imprescindible y, aunque compuesta en un época que parece lejana en términos temporales, con un tratamiento narrativo magnífico, una escritura despojada de cualquier manierismo con el fin de potenciar su carácter realista -consiguiendo de este modo, insisto, hacer más verosímil el horror, la angustia de la duda- y un desarrollo de la acción magistral. Pero, y más teniendo en cuenta que las heridas de la II Guerra Mundial permanecían todavía abiertas, es también un ajuste de cuentas con el horror de un pasado que Bove no quiere que se suma en el olvido; por esa razón, la novela posee también una vertiente crítica que ataca los cimientos del colaboracionismo, la miseria de la traición, la insignificancia del ser humano individual ante la trituradora de la realpolitik, y con un corolario que no caduca: la traición de los compatriotas es mucho peor que la agresión de los invasores.
Proveniente del cine de las tardes de domingo y de la versión interplanetaria en alguno de los episodios de la serie original de Star Trek, sigo, no ya aterrorizado pero sí fascinado por las amenazantes arenas movedizas. Me parece recordar, aunque la cercanía a la obsesión que alcanzó el fenómeno en esa época tal vez altere mi recuerdo, que aparecían en multitud de películas, y lo que las hacía fascinantes no era el hecho de poder caer en ellas sino el de que, una vez apresado, el sujeto se enfrentaba a una terrible variedad de zugzwang: si se quedaba quieto, podía sobrevivir, pero si se movía e intentaba salir, se hundía rápidamente. Naturalmente, el exagerado maniqueísmo de los guionistas de la época daba siempre con el remedio adecuado: si era "el bueno" el afectado, siempre aparecía una cuerda o una rama salvadora; si era "el malo", la "justicia poética" se encargaba de otorgarle un fin terrible.
La acción de La trampa (Le piège, 1945) transcurre en Francia, en plena II Guerra Mundial, cuando el país se halla dividido en dos: la parte Norte, la Francia "ocupada", bajo administración alemana, y la parte Sur, la Francia liberada, administrada por el denominado "Régimen de Vichy", una época de la historia reciente, y tema de multitud de novelas y ensayos, que el país no ha superado aún. Joseph Bridet, periodista, un hombre común, más asqueado del régimen colaboracionista que gaullista convencido, se prepara para escapar a Inglaterra y unirse a De Gaulle; con ese fin, recupera algunas amistades antiguas, bien relacionadas con el poder, para conseguir un salvoconducto. Lo que Bridet ni sabe ni puede adivinar es que esos contactos van a desencadenar una pesadilla que, al más puro estilo kafkiano, le conducirá gradualmente a la tragedia.
"Los acontecimientos justifican que cambiemos de costumbres. No debemos sorprendernos de nada, hoy en día todo es posible [...]. El tiempo de la facilidad, la consideración y las atenciones había quedado atrás. Era como si no hubiera acabado de comprender el sentido profundo de la derrota, como si hubiera seguido imaginándose ingenuamente que las cosas podían continuar igual que en una época normal."Bridet se encuentra atrapado en una red que forman las viejas autoridades, que deben, con sus hechos, mostrar su sumisión a la situación, y las nuevas, que necesitan distinguirse e imponerse a las antiguas. Al ser una situación aceptada, pues la ocupación fue fruto de un acuerdo y no una imposición del invasor (Francia no fue vencida: se rindió), nadie sabe con exactitud cuál es el proceder correcto. Sin embargo, la situación dista de ser tan diáfana, ya que el enemigo, un poder sin rostro, no se muestra de manera evidente y, además, la arbitraridad del poder autocrático hace que ni siquiera esté claro cuál es la conducta adecuada: no hay manera de dilucidar la lógica totalitaria, y el hecho de ser inocente no es óbice para no verse involucrado o inculpado, y cualquier conducta, es un momento dado, pude llevar, debido a el hecho de que los límites de la legalidad son extremadamente difusos, a ser detenido.
La referencia a Kafka, a El proceso, es indudable, pero el acierto de Bove es eludir el absurdo; con un tono de frío realismo y con una atención minuciosa al detalle, el autor va trazando una telaraña, o mejor aún, unas arenas movedizas, que acaban dibujando una desolada cartografía de la desdicha. A la desesperanza del perdedor por omisión, se une la indefensión del protagonista ante la amenaza que supone el hecho de ser encausado sin conocer los cargos y sin poder esclarecer si cualquier declaración puede redundar en su beneficio o en su definitiva pérdida.
"[...] por no se sabe qué misteriosos designios, cualquier situación puede darse la vuelta."
A medida en que avanza la acción, la situación de Bridet empeora progresivamente; es cierto que las amenazas de prisión nunca acaban concretándose, pero los contradictorios anuncios de liberación tampoco surten efecto, y el juicio en el que es exculpado es invalidado; pero la espiral del horror ya ha empezado a girar, y una vez alcanzada la velocidad de crucero, nada puede detenerla: Bridet acaba confinado en un campo de internamiento con cada vez menos esperanzas, en un ambiente crispado por las amenazas y las elucubraciones de los compañeros de reclusión.
"En los momentos trágicos de la vida nada hay más agobiante que la zozobra de los que nos rodean. Hemos logrado, a fuerza de voluntad, apartar de nuestros pensamientos todo lo que puede aumentar nuestro temor y, entonces, nos encontramos rodeados de personas incapaces de hacer el mismo esfuerzo."
La trampa es una novela excelente, imprescindible y, aunque compuesta en un época que parece lejana en términos temporales, con un tratamiento narrativo magnífico, una escritura despojada de cualquier manierismo con el fin de potenciar su carácter realista -consiguiendo de este modo, insisto, hacer más verosímil el horror, la angustia de la duda- y un desarrollo de la acción magistral. Pero, y más teniendo en cuenta que las heridas de la II Guerra Mundial permanecían todavía abiertas, es también un ajuste de cuentas con el horror de un pasado que Bove no quiere que se suma en el olvido; por esa razón, la novela posee también una vertiente crítica que ataca los cimientos del colaboracionismo, la miseria de la traición, la insignificancia del ser humano individual ante la trituradora de la realpolitik, y con un corolario que no caduca: la traición de los compatriotas es mucho peor que la agresión de los invasores.
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