Traducción de David Ilig
"J’étais parti pour Corfou rejoindre le peintre Yannis, j’avais les poches bourrées d’opium sous forme de gélules pour apaiser ma douleur, on m’avait ouvert la gorge et recousu sous anesthésie locale, gonflé d’adrénaline, parce qu’une anesthésie générale aurait posé des problèmes d’insuffisance respiratoire dans mon état, le chirurgien avait prélevé un morceau du petit ganglion qui avait poussé un mois et demi plus tôt sous la mâchoire gauche et qui s’était rapidement enkysté, pour le faire analyser, cinq médecins différents qui l’avaient palpé au cours de ce mois de surveillance avaient exigé une biopsie, un seul ponte consulté au téléphone pensait qu’une ponction suffirait, mais une fois sur la table d’opération le chirurgien me dit qu’une ponction ne donnerait rien, parce que le ganglion était trop dur, et qu’il fallait carrément prélever, ce chirurgien que m’avait conseillé le docteur Nacier était terriblement brutal, il avait pincé mon ganglion entre le pouce et l’index pour évaluer sa consistance, en visant doit au but, et en fourrageant dans ma gorge avec ses doigts." Hervé Guibert, L’Homme au chapeau rouge, Paris, Gallimard, 1992, pp.11-12.Ocurrió en uno de mis viajes a París, el cuarto, aunque el primero en esa estación, en un recién estrenado Octubre. Fue aquél un extraño comienzo de otoño, excepcionalmente benigno; además, debido a un verano inusualmente caluroso, los árboles de los jardines mostraban un prematuro amarillear y empezaban a lucir el esqueleto de sus ramas mucho antes de lo que debieran.
Después de pasar la mañana en las salas del Louvre, indecentemente desbordadas por las histéricas hordas de turistas orientales, decidí pasar la tarde vagando por Montparnasse, dar un paseo por el cementerio, sin ningún objetivo, sólo para matar el tiempo.
A media tarde se levantó un desagradable viento, cálido y asfixiante, como suele ser el que amenaza tormenta, por más que el cielo seguía luciendo un color azul metálico, saturado, sin rastro de nubes. Las hojas caídas revoloteaban desordenadas por las anchas aceras de la avenida, se arracimaban por los efectos de un inesperado remolino de aire, se juntaban y, finalmente, se depositaban en los ángulos vivos de las esquinas, bajo los bancos o dentro de las persianas de tijera de los locales comerciales vacíos. El viento levantaba invisibles partículas de polvo que obligaban a avanzar con los párpados medio cerrados.
Incomodado por esta circunstancia meteorológica, entré en un pequeño café para darme un respiro y leer el periódico. En la sección de Cultura de Le Monde encontré un artículo de Michel Braudeau acerca de un libro, Fou de Vincent, de un autor cuyo nombre me sonaba vagamente.
"L’auteur ne se masque pas, se nomme Guibert et parle de sa passion pour Vincent qu’il a connu enfant, en 1982, et qui s’est tué en 1988. A peine quatre-vingts feuillets d’un journal amoureux suffisent à rassembler les fragments du jeune homme évanoui, à le recomposer tel un revenant dans l’obsession de son adorateur. Ces pratiques et les pensées qui les accompagnent sont toujours malaisées à décrire, on y craint trop le ridicule. La force de Guibert – qui donne à son style tant de puissance et de beauté – est de ne pas s’en soucier, de dire, sur le même ton, le tendre et l’obscène, l’insupportable aussi, avec une volupté que beaucoup jugeront masochiste. Mais qui prouve qu’un écrivain véritable est un homme qui s’expose et, au plein sens du terme, ne s’épargne pas." Michel Braudeau, «Les cousins du désespoir», Le Monde, 6 octobre 1989.La atmósfera del café, situado junto a la esquina de una calle estrecha que desembocaba en la avenida, era tan ruidosa, asfixiante y desagradable que apenas veinte minutos después de haber entrado tuve que salir porque se me hacía imposible permanecer allí un solo segundo más.
Seguí andando por la avenida y recuperando el sentimiento de fascinación por la ciudad, una fascinación que no me ha abandonado aún, más de veinte años después de aquel 1989, pero la desapacibilidad del tiempo -el viento se había reforzado y empezaba a sentirse en el aire ese desagradable olor a cloaca que a menudo precede a la tormenta- me llevó a entrar en una librería. El olor característico a libros y el silencio que se disfrutaba en su interior resultaron tan benéficos que en un instante me olvidé del café ruidoso y del viento insistente, y me encontré distrayéndome entre los repletos anaqueles de la sección de literatura francesa.
Desde una mesa de novedades me llamó la atención una cubierta de color crema con el título en estridente azul oscuro. Se trataba de Fou de Vincent,
el libro del cual acababa de leer la reseña; asombrado por la casualidad, lo ojeé, leí por encima algunos párrafos,
"L’être qui manque à ma vie : celui qui saura me battre ; j’ai cru longtemps qu’il sortirait de T., que ce serait un être compris dans lui qui s’en dédoublerait, mais il n’en a rien été ; j’ai cru longtemps que ce serait Vincent, mais il n’en est rien. Parfois je redoute la nécessité d’une notation, comme celle-ci, mais l’écriture fait aussitôt tomber ce qui en elle s’annonçait de tortueux : l’indicible." Hervé Guibert, Fou de Vincent, Paris, Minuit, 1989, p.46.y me pareció que debía rendir homenaje a la azarosa cadena de acontecimientos que me habían llevado hasta él. Estuve todavía un buen rato fisgoneando por la librería pero, casi una hora después, al salir, llevaba el libro, envuelto en una despersonalizada bolsa de papel, bajo el brazo.
Afuera, el tiempo había empeorado notablemente; además, se hacía tarde, así que decidí ir a cenar, por más que era apenas la hora de la merienda. Ya que seguía en Montparnasse, pensé que La Coupole era una buena elección para reconciliarme con un día no demasiado bien aprovechado y con la cocina francesa clásica: tal vez unas ostras con un buen blanco y boef bourguignon de plato fuerte. Llegué, andando, al poco rato, y después de dejar la chaqueta en las manos de la insistente azafata con el rostro cruzado por una cicatriz que le unía, a través de la mejilla, la comisura de la boca con el rabillo del ojo, trazando una improbable curva que rodeaba el pómulo, tomé asiento en una pequeña mesa encarada a la entrada de la sala, admirando, una vez más, la brillante decadencia del comedor. Como en otras ocasiones, y supongo que debido a mi acento, me fue asignado un camarero gallego que me atendió en perfecto español y me contó su odisea personal hasta llegar a ser camarero de La Coupole, hablando en ese tono de estúpida autosuficiencia del que ha llegado, antes de los cuarenta, a la cima de sus aspiraciones profesionales, en el momento de hacer partícipe de su envidiable éxito a un pobre compatriota joven y, por lo tanto, con mucho que aprender antes de llegar, si es el caso, que no es habitual, porque no todo el mundo está dispuesto a hacer los sacrificios necesarios, a alcanzar su estatus.
Mientras esperaba la cena, repartiendo mi atención entre el periódico -el periódico es un excelente compañero de mesa cuando se come solo-, el examen atento pero despreocupado de mis vecinos de mesa y el libro recién adquirido, me llamaron la atención dos hombres que acababan de entrar y se hallaban en ese instante de indecisión en el que se echa un vistazo al comedor para recabar la atención del maître que ha de acompañarles a la mesa. Al cabo de un momento, un servicial camarero les dirigió a una mesa libre, pasando por delante de la que yo ocupaba. Uno de los clientes era un hombre entrado en años, vestido con un despersonalizado traje oscuro, un hombre absolutamente común, aunque imbuido de ese aire característico de quien domina la situación tan frecuente en los hombres hechos a sí mismos. Detrás suyo, con el paso dubitativo y fatigado del enfermo crónico, le seguía un joven de mi edad,
con el pelo alborotado, vestido con la sobria elegancia de un pantalón negro y una camisa blanca, con el cuello desabrochado, sin chaqueta; un aparatoso vendaje le envolvía la garganta y su mejilla estaba manchada con el color ocre del líquido antiséptico; al pasar por delante de mi mesa, desvió por un instante la mirada insinuando un saludo que no se produjo. Ignoro quién era el caballero del traje, pero el joven enfermo de mirada luminosa era Hervé Guibert, el autor de Fou de Vincent y de L’homme au chapeau rouge.
"L'homme au chapeau rouge représente le troisième volet de cette histoire personnelle du sida amorcée par À l'ami qui ne m'a pas sauvé la vie, et poursuivie dans Le protocole compassionnel. Cette fois le narrateur, identique, ose à peine prononcer le nom de sa maladie. Pour la tromper, ou l'oublier, il se lance à corps perdu dans la recherche, le marchandage et l'acquisition de tableaux. Il va se trouver emporté - et l'enchevêtrement de son récit avec lui - dans une double histoire de faux, dont est victime le peintre grec Yannis, et de kidnapping d'un expert arménien, Vigo, qui dénonçait justement les faux dans les grandes ventes de Sotheby's ou de Christie's à Londres ou à New York. Dès qu'on commence à vouloir parler ou se mêler de peinture, on est inévitablement confronté à ce problème du vrai ou du faux, qui est peut-être au cœur de tous les livres d'Hervé Guibert. Deux couples hantent ce nouveau livre : le peintre Yannis et sa femme Gertrud, que l'écrivain va poursuivre jusqu'à Corfou, le marchand de tableaux Vigo et sa sœur Lena, avec laquelle Guibert va aller à Moscou, sur les traces de son frère mystérieusement disparu. Car cet ‘homme au chapeau rouge’ est aussi un chasseur de peintres. Depuis quinze ans, il pourchasse Bacon et Balthus, jusqu'en Suisse ou à Venise ; pour leur arracher quels secrets ?"