27 de mayo de 2024

Les Trois Mousquetaires XIII


Las lecciones de solfeo y de piano

Pascal Quignard


Dedico este texto a Pierre Michon. Voy a asegurar la supervivencia de aquella que me enseñó órgano y armonía. Voy a vengar a aquella que me enseñó  órgano y armonía de los comentarios despectivos, bastante ignominiosos, que Julien Gracq escribió sobre ella. Voy a hacerlo en dos partes: Los hechos. Chaminadour.


Los hechos. En 1895, Julien Quignard, organista en Ancenis, murió  repentinamente. Tenía cuatro hijos. La mayor, Juliette Quignard, de dieciséis años, se hizo cargo de los órganos de Ancenis, que tocó durante más de setenta años. Es decir, más de setenta años de trabajo ininterrumpido, sin tiempo libre ni vacaciones, así que el ayuntamiento le concedió una «medalla del trabajo» con tal motivo, lo que la dejó bastante triste. Recuerdo que no respondió al discurso del alcalde. Sonreía. Hacía música. Vivía con las manos en las mitones y no hablaba. Así es como Juliette Quignard, completamente sola a la edad de dieciséis años, se las arregló para mantener a su madre, Constance Quignard, a sus dos hermanas pequeñas, Marguerite y Marthe Quignard, y a su hermano pequeño, Georges Quignard.


Pasan veinticinco años.


En 1919 y en 1920, los jueves por la tarde, después de comer, el pequeño Louis Poirier llega montado en un carro desde Saint-Florent a Ancenis —más concretamente, de la Mercería al Por Mayor Prod'homme et Poirier, en la calle Grenier à Sel, en Saint-Florent-le-Vieil, al número 10 de la calle  Vinaigriers, en Ancenis— para tomar su lección de solfeo, seguida de su lección de piano, en la Academia de las Señoritas Quignard.

Tengo aquí una foto de una tristeza maravillosa, encontrada en los cubos de basura el día que vaciaron la casa de Jane Michel en Ancenis, hace unos diez años, al día siguiente de su muerte.

Los lectores son gente maravillosa. Alguien pasa por la calle. Ve en un cubo de basura una vieja foto de la Academia de las Señoritas Quignard de 1920. La recoge. La mete en un sobre con una pequeña nota. La envia a mi nombre a Gallimard, que me la hace llegar.

Esa foto está fechada en 1920. 

No sé por qué me hace tan feliz citar a personas muertas —una lista de personas muertas que nunca han sido citadas.

Y dedico estos nombres que nunca han sonado, estas apagadas vidas minúsculas a Pierre Michon. Estos desconocidos son las únicas personas en este mundo —junto con su hermana Suzanne y sus padres— que han oído, durante dos años, a Julien Gracq tocar el piano.

Las hermanas Darsily, Yvonne Chauveau, Jane Michel, Denise Fonze, Adrienne Ollard, Paulette Raffin, Odile de Sainte-Vaulvy, Paule Chauveau, Marthe des Poissonais, Marthe Ollard, la señorita Marguerite Quignard, Jacques Quignard (es mi padre), Marie-Louise Chauveau, la señorita Marthe Quignard (dibujo y violín), Annick Chauveau, Odette Guitard.

En la primavera de 1920, todavía no era julio, Louis Poirier tenía nueve años. Todas esas niñas y jóvenes de seis a quince o dieciséis años le oyen hacer su dictado musicale, tocar de memoria el fragmento de la semana anterior, tomar su lección de piano hasta que la señorita rellene en silencio su cuaderno para anotar el trabajo de la semana próxima.


Mi hermana Marianne posee un pequeño óleo de mi tía Juliette —de la que era ahijada— y que pintó mi tía Marthe al final de la Primera Guerra Mundial. Así que esta es exactamente la cara que tenía Juliette Quignard cuando daba clases de piano a Julien Gracq, calle Vinaigriers, 10, en Ancenis. Detrás de su torso, a la izquierda, se ve el piano con el que se dio la clase, el mismo en el que Julien Gracq tocó durante dos años. Es un Pleyel.

Yo mismo aprendí violín con mi tía Marthe,  piano y órgano con mi tía Juliette. Voy a recreae exactamente cómo se desarrollaban las clases. La enseñanza impartida en la Academia de las Señoritas Quignard era muy tradicional. Disociaban siempre la lectura y la interpretación.

No se aprendía más que de memoria.

Como con los vergos irregulares griegos —horao, hopsomai, eidon, eoraka—, todo debía ser recitado con los dedos de una mano.

Primero las siete notas, las siete claves, los siete silencios.

Después, las cinco alteraciones.

Después, los cinco ornamentos.

La lista de los siete sostenidos, la de los siete bemoles; las catorce escalas mayores, las catorce relativas; los veintiocho arpegios correspondientes.

Para acabar, las dos reglas para transponer a vista.


Este es el orden de cada lección de solfeo y de piano.

Primero, sentado frente a la mesa, Louis Poirier lee en silencio las notas; luego las tararea en voz baja, sin duración, una a una, en el tono adecuado; después bate el compás y empieza a cantar con fuerza, marcando los tiempos, respetando los tempos y modulando las intensidades según los matices indicados.

Para concluir el solfeo, el dictado musical.

Después el chiquillo se levanta de la silla y se sienta en el taburete, ante del piano. Toca la sonata de la semana anterior, que ha tenido que aprenderse de memoria. Luego viene el descifraje del nuevo fragmento que debe aprender para la semana siguiente. Primero, en voz alta, lee la partitura de la  clave de sol y de fa por separado. Cada parte para cada mano recibe su canto antes de ser interpretada. Es solo entonces que se colocan las manos sobre el teclado, que se marca el compás al aire, que los dedos se articulan sobre las teclas. A la menor dificultad encontrada por los dedos, el profesor anota con lápiz, sobre de las notas, la digitación. Una vez hecho esto, se pide al alumno que vuelva a cantar toda la mano izquierda, o toda la mano derecha, golpeando el compás sobre el muslo con la otra mano, antes de volver a tocarlo, siempre por separado, en el teclado.

Durante los ejercicios, Louis Poirier aprende esencialmente a mantener las muñecas redondeadas sobre el teclado, a girar el pulgar sin mover el resto de la mano, a subir regularmente las dos escalas, mayor y relativa, adecuadas a cada fragmento y, por último, a iniciar y a descender a lo largo de tres octavas los arpegios correspondientes a la armadura.

Mi tía Juliette siempre ponía una pequeña goma de borrar en cada muñeca. Si tenías la desgracia de arquear la muñeca, la goma se caía e,  inmediatamente, recibías un golpe de junquillo en la muñeca defectuosa. Mi tía Juliette no decía jamás ni una palabra. Entonces tenías que levantarte espontáneamente del taburete de tornillo, revestido de terciopelo granate, buscar en el suelo dónde había podido rebotar la goma, recogerla,  entregársela a mi tía Juliette, que seguía sin decir nada, que la tomaba con la mano cubierta siempre con mitones de organista. Había que volver a subirse al terciopelo del taburete, doblar de nuevo ambas muñecas sobre las teclas, esperar a que ella recolocara las gomas en el dorso de las manos y, finalmente, retomar la sonata desde donde mi tía Juliette señalaba con la punta de la vara de junco en la partitura.

Pasan cincuenta años.


En el mes de junio de 1968 recibí de manos de Marthe Quignard los órganos de Ancenis (que ella había recibido a su vez de su hermana Juliette, fallecida en 1966). Redacté en mi tiempo libre un ensayo sobre Maurice Scève, que envié a Gallimard en verano. Louis-René des Forêts publicó inmediatamente, en una revista que dirigía (junto a Paul Celan, Michel Leiris, Ives Bonnefoy, André du Bouchet), en septiembre de 1968, uno de los capítulos de ese libro. Después, Paul Celan me propuso que tradujera griegos antiguos para la revista L'Éphémère, y Louis-René des Forêts me propuso leer manuscritos para Gallimard. Dejé Ancenis en septiembre. Me instalé en París.

Pasan veinte años.


En 1987 publiqué en Librairie Hachette un libro titulado La Leçon de musique. Gracq hizo inmediatamente la conexión con sus propias lecciones de música con mis tías abuelas. Se aseguró primero por carta —una pequeña ficha no más grande que una tarjeta de visita— de que yo pertenecía efectivamente a la misma familia que las señoritas Quignard de la Academia  de la calle Vinaigriers, en Ancenis. Se lo confirmé. Me citó en el Cercle Militaire.

Cuando llegué al Cercle Militaire, en el octavo distrito de París, Julien Gracq me miró, consternado. Me explica que no llevo corbata y que no voy a poder ser admitido en el salón donde íbamos a almorzar. Me lleva entonces junto a un joven militar que me conduce a su vez a una taquilla donde alquilo  una corbata de lunares blancos sobre fondo negro. Julien Gracq no parece  disgustado por esta pequeña escena humillante, en cualquier caso jerárquica. Otro soldado del contingente nos conduce a la mesa reservada por Gracq. Es un extraño almuerzo en el que, una vez más, Julien Gracq acusa a mis tías-abuelas de Ancenis, a las que justifico lo mejor que puedo. Pero ¿cómo justificar a Juliette Quignard por haber quedado huérfana tan joven? ¿Por haber sido pobre el resto de su vida? ¿Por haber amado tanto la música de cámara, la música culta, en detrimento de la música popular? ¿Por haber preferido tanto a Bach sobre Wagner?


Chaminadour. Entre nosotros, Ancenis y Saint-Florent, a orillas del Loire, eran dos pequeñas poblaciones. Estaba Chaminadour en Guéret.

Voy a leer tres frases maravillosas y terribles de Gracq —Lettrines 2, 1974, página 172, y también Pléiade II, 1995, página 356—: 

   

«En Ancenis, esta tarde, he intentado encontrar la calle en la que, en 1919 y 1920, los jueves por la tarde, iba a tomar mi lección de piano en casa de las señoritas R. No sé si la sensibilidad infantil es capaz de registrar, dedetectar en una escena vivida el timbre exacto que despertará más tarde la lectura de un gran novelista —pero si esto es posible, fue efectivamente la calle Barême, a los nueve o diez años, donde descubrí a Balzac.  
»La señorita R. abría al tocar yo el timbre; de sus mitones asomaban apenas las puntas de sus dedos, colocaba sin mediar palabra la partitura sobre el piano, y yo empezaba mis escalas; sentada cerca de mí, siempre  sin medir palabra, de vez en cuando me golpeaba ligeramente, bruscamente, en los dedos, suspiraba: yo empezaba de nuevo, los dientes apretados, los dedos rígidos, pequeño Sísifo musical y resignado. 
»Las señoritas R. debieron de vivir allí, en la calle Barême, hasta el final, en la penumbra y el frío glacial, el chal ceñido a los hombros, sin esperar nada, nunca de la vida más que los exiguos "ingresos" a fin de mes que les permitía comer —mortalmente desamparadas y solitarias, pequeños fantasmas negros y mudos, la golilla alta alrededor del cuello, los labios apretados, poco a poco congeladas vivas, pero en medio del mobiliario familiar, y guardando hasta el final una última apariencia de rango: las señoritas siempre (…)—, ese lento hundimiento, esa rigidez y esa frialdad fúnebre que inmovilizaba poco a poco, mucho antes de la muerte, a una  pareja de solteronas arruinadas al final de un callejón de la subprefectura».

Esto hirió a los míos.

Esto enfureció también a unos cuantos habitantes de Ancenis.


La pobreza de los míos era evidente. Había un piano en cada planta, instrumentos de cuerda por todas partes para hacer tríos, cuartetos, quintetos,  a las primeras de cambio. Pero en cuanto al resto, nada. La mayoría de las habitaciones carecían de electricidad. Había algunas estufas, de leña, minúsculas, de hojalata. Se comía poco, cosas baratas, despojos. No se lavaba la sartén donde se freía. Se añadía un poco de mantequilla, de sal, de pimienta, un poco de vino y se rebañaba con pan (los grandes panes salados del Loira). Luego, con el café, se tomaba una galleta.

Una galleta de la fábrica Lu de Nantes.


No puedo distinguir a las tres hermanas Bronte de mis tres tías-abuelas. Charlotte, Ann y Emily Bronte habían prometido fundar una escuela para señoritas en la rectoría de su padre. Juliette, Marguerite, Marthe Quignard cumplieron este deseo en el número 10 de la calle Vinaigriers, en Ancenis, al menos hasta 1927, cuando la tuberculosis se llevó a mi tía Marguerite.

¡Ah! ¡Las organistas de Ancenis no eran las merceras de Saint-Florent-le-Vieil! Todas las noches había que ir a buscar cada uno su lámpara Pîgeon, cada uno su vela, alineadas en fila a lo largo de la barra de cobre de la cocina. El pozo, que se ponía en uso con una bomba manual, estaba situado fuera, contra el muro, emparedado en las piedras musgosas del jardín. El agua caía de repente, pesadamente, en el cántaro que había que sostener.

Durante años, en Pascua, leía a la luz de las velas. Uno se movía cautelosamente, protegiendo la llama con la mano, por el pasillo helado, tiritando dentro del camisón de algodón ribeteado con hilo azul. Eran pinturas de Georges de La Tour. Por la mañana yo echaba un cubo de carbón,  deslizaba pedazos de embalajes de madera, arrugaba las páginas de periódico que habían envuelto las verduras del mercado, quitandolas hornillas de la cocina para reavivar el fuego.


Louis-René des Forêts era muy rico. Era propietario de castillos. Julien Gracq, Marcel Proust y Raymond Roussel eran tan ricos que publicaban por cuenta propia. Michel Leiris tenía chófer, ayuda de cámara, mayordomo. En lo que a mí respecta, una tetera y una cama me bastaban para mis días. Añadí miles de libros que tomé prestados de bibliotecas religiosas, nacionales, universitarias, municipales.

Un lápiz, el reverso de los sobres. Así es como el correo que uno recibe  puede ser reenviado a Dios. En eso consiste, sin duda, la sublimación: en desviar pedazos de papel y restos de cartón del cubo de la basura colectiva que es donde suelen acabar.


¿Por qué Gracq, años más tarde, decenas de años más tarde, sesenta y siete años más tarde, clavaba el cuchillo en la herida de un destino desafortunado?

¿Por qué, ante Roma, las siete colinas de Roma, ante la música culta, quiero decir instrumental, quiso mantener una animadversión tan obstinada?

¿Cuál es la naturaleza de esta extraña lealtad a las aversiones infantiles?

Pienso en la venganza de Lautréamont, en su revuelta contra sus profesores del Liceo Imperial de Pau, en sus violentas diatribas contra el  profesor de francés, latín, griego, retórica, homosexualidad, que se llamaba Gustave Hinstin. El señor. Hinstin nació en 1834. Fue trasladado, revocado, readmitido, dado de baja con sueldo, expulsado. En varias ocasiones quiso suicidarse. Murió en 1894. Justo un año antes de que Julien Quignard falleciera, repentinamente, en Ancenis.

Es posible que Gracq quisiera responder a la angustia de su infancia con una cólera comparable a la de Isidore Ducasse. Des Forêts, por su parte, odiaba Roma y todo lo que le recordara las versiones latinas que leía en el internado de Saint-Brieuc. Se negaba a leer mis libros cuando contenían citas en latín.

El hijo del mercero de Saint-Florent, que se llamaba Poirier, quiso ennoblecerse con el nombre de Gracq.

Yo, el sobrino de músicos pobres, conservaba el nombre pobre, el nombre despreciado por los nativos ricos de Saint-Florent-le-Vieil, el de los organistas Quignard.


«Pertenezco a una de las familias más antiguas de Orsenna.» El hijo del mercero de Saint-Florent llevaba monóculo y se creía un aristócrata, un germano, un celta, un wagneriano, un dandy. Estas esperanzas se me escapan. Nunca las tuve. Pertenezco a una estirpe de profesores por parte de madre, de una estirpe de músicos por parte de padre. Nunca pensé en ascender socialmente porque eso —ser erudito, ser músico— me parecía lo más elevado del mundo. Sigue pareciéndome lo más elevado del mundo.

Puede que me haya convertido en escritor, pero nunca pensé siquiera en «convertirme en escritor». Leer en mi rincón era el objetivo de mis días y en ese sentido triunfé en mi vida porque ése sigue siendo el designio que formulo cuando me levanto y abro las contraventanas al final de la noche —en la penumbra incierta, siempre un poco opaca, temblorosa, casi completamente silenciosa, de antes de amanecer.

Los gatos quieren salir. Quieren ir a inspeccionar qué pasa en la orilla, a mezclarse con los cantos de los pájaros que se buscan, a perderse en la que se levanta. Esto ya no es el Loira. Es el Yonne.

Un día, renuncié a todos los trabajos que desempeñaba, entonces, para recuperar el estudio. El estudio de las notas, todas las claves, de las letras, de las partituras, de los manuscritos, del piano, del violín, de la viola, del violonchelo, de las escalas mayores y relativas, de las lenguas, de los libros.

El estudio es para el hombre adulto lo que el juego es para el niño. Es la más concentrada de las pasiones. Es el menos decepcionante de los hábitos, o  de las atenciones, o de las adicciones, o de las drogas. El alma se evade. Los males del cuerpo de olvidan. La identidad personal se disuelve. No se ve pasar el tiempo. Se despega hacia el cielo del tiempo. Sólo el hambre hace levantar la cabeza y te devuelve al mundo.

Es mediodía. Ya son las siete de la tarde.


Hay cosas que hieren el alma cuando la memoria las hace resurgir. Cada vez que pensamos en ellas, se nos hace un nudo en la garganta. Cuando las decimos, es aún peor, porque engendran poco a poco, si intentamos  compartirlas con aquellos que las escuchan, que levantan la cara, que tienden  el rostro, que esperan oír lo que vas a decir, un dolor o, al menos, una vergüenza que las dobla. Hacen temblar un poco los labios. La voz se quiebra. Dejo de hablar. Pero entonces empiezo a escribir. Porque se puede escribir lo que no se está en condiciones de decir. Se puede escribir incluso cuando estás llorando. Lo que no se puedes al escribir, cuando se está escribiendo, es cantar.


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Este texto procede del libro Carnets de Chaminadour 6, una publicación de la Assotiation des Lecteurs de Marcel Jouhandeau et des Amis de Chaminadour, 2011, dedicado a Pascal Quignard, publicado bajo el título Les leçons de solfège et de piano, y que es una primera redacción del libro que, con el mismo título, publicó en 2013 Arléa.

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