6 de mayo de 2024

Les Trois Mousquetaires XI


En 2004, Éditions Bréal publicó el volumen Bréviaire de Littérature à l'usage des vivants, un texto en el que Pierre Bergounioux examina las líneas maestras de la literatura francesa desde el Renacimiento hasta nuestros días, esos autores y obras que deberían sobrevivir a un naufragio —como el que estamos padeciendo ahora mismo, por no ir más lejos—; esta que sigue es parte de su justificación: 
«Nuestras vidas son esencialmente oscuras. La costumbre difumina los contornos. Carecemos de perspectiva. La sombra del pasado cubre el tiempo que es nuestro, el único tiempo real, el presente. Desde hace cinco siglos, la literatura en Francia ha aportado a los sucesivos momentos de nuestra historia una claridad propia, muy personal y, sin embargo, de alcance general. Al darnos nuestro sentido oculto, nos permite actuar con mayor libertad, escribir el capítulo que nos pertenece con mayor conocimiento de causa, con una conciencia más clara. Con este espíritu se examina aquí».

El último capítulo de este breviario se titula Et maintenant?, algo así como ¿Y ahora, qué? —mucho mejor que el literal ¿Y ahora?—, y examina, brevemente, a algunos de sus contemporáneos, esos que, según su criterio, por cierto nada desdeñable, aportan «una claridad propia»: François Bon, Jacques Réda, James Sacré, Jean-Paul Michel y Pierre Michon.

El siguiente escrito es la traducción de la parte que dedica a este último:

¿Y ahora, qué?

Nada es tan arriesgado como intentar reconocer las obras que el futuro tendrá por representativas del presente. Es preciso que hayan pasado a formar parte del pasado para que sepamos cuál fue su contribución.


Fue a principios de los años 1980 cuando aparecieron los primeros libros de dos de los novelistas más representativos de nuestro tiempo, Pierre Michon, nacido en 1946, y François Bon, nacido en 1953.


Michon rindió cuentas sobre el difícil acceso del mundo rural pobre, disperso, mudo, a la gran literatura, mientras que Bon lo hizo sobre el fin de la sociedad industrial, sobre la entrada en la «posmodernidad». A pesar de todo lo que los separa, sus temas, su tono, ambos escritores tienen en común un origen provinciano —la Creuse para Michon, la Vendée para Bon y madres que fueron maestras de escuela. Es una constante de la literatura que, hasta hace pocos años, ha seguido siendo cosa de hombres, con las mujeres en minoría, confinadas a las tareas domésticas, al cuidado de los niños o, para las más afortunadas, las más liberadas —Virginia Woolf en Inglaterra, Colette en Francia—, en el salón, el jardín, la playa, siemprer lejos de la acción y de los centros de decisión. Aunque ellas contribuyeron indirectamente. En este caso, proporcionaron a sus vástagos varones no sólo el afecto y la atención que, llegado el momento, alimentarían la confianza en sí mismos, sino también el dominio de los conocimientos académicos, y de la lengua en particular, sin los cuales sería imposible escribir.


Criado en una aldea de la región de Lemosín, entre la iglesia y la escuela laica, entre asalariados agrícolas y pequeños campesinos, Pierre Michon cursa  estudios superiores. Intuyó, como muchos de sus contemporáneos, desde su infancia, el poder iluminador, conmovedor de la literatura —eso que más tarde llamará «el bello lenguaje», «la Lengua». Piensa, es adolescente, en  convertirse en escritor. Pero tal ambición tropezó con dos dificultades. Una, de carácter general, era la de la confrontación, desde principios del siglo XX, entre la expresión literaria y las convulsiones de la historia, la incertidumbre de su sentido —al ruido y a la furia, por utilizar el título de Faulkner. La otra, de carácter local, es la que sufren las comunidades de la periferia, ingenuas, dialectales, en un país muy formal y fuertemente centralizado, con una lengua legítima, legalmente prescrita en todos los actos oficiales desde el Edicto de Villers-Cotterêts y tácitamente asociada a cualquier pretensión literaria digna de ese nombre. Michon sintió hasta la desesperación el estigma que los marcaba, a él mismo y al mundo ínfimo, sin lustre ni grandeza, que lo había engendrado. Y esta prohibición, desgarrándose, distanciándose y tomando conciencia de ella, se convirtió en el tema de su primer libro, Vies minuscules (1984), al que siguieron Vie de Joseph Roulin, Maîtres et Serviteurs, Rimbaud le fils. Después de haber pensado en describir existencias privilegiadas de las que no sabía nada, Michon volvió a aquellas y a lo que había repudiado en un principio —«pueblos miserables», «lugares inútiles», antepasados sin nombre, plebeyos lastimosos, un cura caído. Se salvó a sí mismo salvándolos a ellos.


ANALFABETO

Una mañana me sacó bruscamente de mi lectura la entrada, teatral como la de un capitán de ronda nocturna con toda la tropa, de una delegación más importante que de costumbre, que de fue derechito a la cama del tío Foucault: un médico de perfil aguzado, magistral y digno como un gran inquisidor, otro más joven y atlético más joven pero blando debajo de su barbita de perilla, un puñado de internos, una nube de enfermeras que piaban; habían mandado a todos los vasallos para convertir al viejo relapso; empezaba el tormento. El tío Foucault estaba sentado en su lugar predilecto; se había levantado, lo habían hecho sentarse otra vez; y el sol, que dejaba en la penumbra las cabezas parlanchinas de los médicos que permanecían de pie, inundaba su cráneo duro y su boca cerrada, obstinadamente: se hubiera dicho que los doctores de la Lección de anatomía se habían cambiado de lienzo, se habían amontonado en la sombra detrás del Alquimista en su ventana, y llenaban el espacio habitual de su recogimiento con sus poderosas presencias blancas almidonadas, con la algarabía de su saber; él, intimidado por ese interés poco habitual y avergonzado de no poder responder a él, no se atrevía a mirarlos demasiado y, con breves ojeadas inquietas, como que pedía consejo a los tilos, a la sombra cálida, a la puertecita fresca, cuya presencia tan familiar lo serenaba. Así tal vez miraba San Antonio su crucifijo y el cántaro de su cabaña; porque sin duda estaban casi a punto de inquietarlo, si no es que de convencerlo, esos tentadores que le hablaban de hospitales parisinos espléndidos como palacios, de curación, de los seres racionales y de aquellos que, por pura ignorancia, no lo son; por lo demás, el médico en jefe era sincero, tenia buen corazón debajo de su suficiencia profesional y su máscara de condotiero, el viejo testarudo le resultaba simpático. Más que los argumentos de la razón, quisiera creer que fue esa simpatía lo que hizo sentir al tío Foucault que debía con-testar, pues lo hizo; y, por corta que haya sido, su respuesta fue más esclarecedora y definitiva que un largo discurso; miró a su atormentador, pareció oscilar bajo el peso de su asombro siempre reiniciado y aumentado por el peso de lo que iba a decir y, con el mismo movimiento de toda la espalda que quizás tenía para descargar un costal de harina, dijo, con un tomno desconsolado pero con una voz tan extrañamente clara que toda la sala lo oyó: «Soy analfabeto».

Me dejé ir sobre la almohada; tuve un arrebato de alegría y pena embriagadoras; me invadió un sentimiento infinitamente fraternal: en este universo de sabios y de habladores, alguien, quizás como yo, pensaba que él por su parte no sabía nada, y quería morir por eso. La sala del hospital retumbó con cantos gregorianos. 

Los doctores se desperdigaron como una bandada de gorriones que por error o por tontería se hubieran metido debajo de las bóvedas, y que hubiesen sido dispersados por la monodia; yo, cantorcillo de nave lateral, no osaba alzar la mirada hacia el maesecapilla inflexible, desconocedor y desconocido, cuya ignorancia de los neumas hacía que el canto fuese más puro. Los tilos murmuraban; a la sombra de sus gruesas columnas, entre dos camilleros que reían, un cadáver debajo de su palio rodaba hacia el altar mayor de la morgue. 

El tío Foucault no iría a París. Ya esta ciudad de provincia, y seguramente también su propia aldea, le parecían poblados de eruditos, sutiles conocedores del alma humana y usuarios de su moneda común, que se escribe; institutores, corredores de comercio, médicos, hasta los campesinos, todos sabían, firmaban y decidían, con diversos grados de charlatanería; y él no dudaba de ese saber, que los demás poseían de manera tan flagrante. Quién sabe: ¿quizás conocen la fecha de su muerte, esos que saben escribir la palabra «muerte»? Sólo él no entendía nada de eso, no decidía gran cosa; no se sentía cómodo con esa incompetencia vagamente monstruosa, y quizás no le faltaba razón: la vida y sus glosadores autorizados seguramente le habían hecho ver que ser analfabeto, hoy en día, es en cierto modo una monstruosidad, cuya confesión es monstruosa. ¿Cómo sería en París, donde cada día tendría que reiterar esa confesión, sin tener a su lado a un joven patrón complaciente que le llenara los famosos, los temibles «papeles»? ¿Qué nuevas vergüenzas tendría que apurar, ignorante como ninguno, y viejo, y enfermo, en aquella ciudad donde hasta las paredes eran letradas, los puentes históricos, incomprensibles las mercaderías y los letreros de las tiendas, en aquella capital donde los hospitales eran parlamentos, los médicos aún más sabios a los ojos de los médicos de aquí, la más ínfima enfermera, Marie Curie? ¿Qué sería entre sus manos, él, que no sabía leer el periódico?

Se quedaría aquí, y moriría por eso; allá, tal vez lo hubieran curado, pero al precio de su vergüenza; sobre todo, no hubiera expiado, pagado magistralmente con su muerte el crimen de no saber. Esta visión de las cosas no era tan ingenua; me iluminaba. También yo había hipostasiado el saber y la letra en categorías mitológicas, de las que quedaba excluido: era el analfabeto abandonado al pie del Olimpo donde todos los demás, Grandes Autores y Lectores Dificiles, leían y forjaban entre bromas páginas inigualables; y la lengua divina le estaba prohibida a mi jerigonza […]

La enfermedad habrá hecho su trabajo; se habrá quedado mudo en otoño, frente a los tilos rojos: entre esos cobres que el anochecer opaca, y con toda palabra sustraída por la muerte en camino, más que nunca habrá sido fiel a las viejas ruinas letradas de Rembrandt; ningún escrito irrisorio, ninguna pobre petición garabateada en un papel habrá corrompido su perfecta contemplación. Su estupefacción no habrá disminuido. Habrá muerto con las primeras nieves; su última mirada lo habrá encomendado a los grandes ángeles blancos del patio; le habrán puesto la sábana sobre la cara, tan sorprendida de lo poco que es la muerte como había podido estarlo de lo poco que es la vida; esa boca, que se había abierto muy poco, estará cerrada para siempre; inmóvil para siempre, no tocada por obra alguna, cerrada sobre la nada de la lenta metamorfosis en la que ha desaparecido hoy en día, esa mano que jamás dibujó una letra.

Pierre Michon, Vies minuscules (1984), Gallimard

Traducción de Flora Botton-Burlá para la edición en castellano, Vidas mionúsculas, de Editorial Anagrama (2002)

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Este artículo es la traducción de parte del capítulo titulado Et maintenant? correspondiente al libro Bréviaire de Littérature à l'usage des vivants, publicado en 2004 por Éditions Bréal, actualmente agotado.


La fotografía de cabecera en la que aparecen, entrte otros, Pierre Bergounioux y Pierre Michon, procede de: https://www.chaminadour.com/2007-pierre-michon

 

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