Pascal Quignard Les heures heureuses. Dernier Royaume XII.Albin Michel, 2033 Las horas felices. Último Reino XII. Shagrila Ediciones, 2024. Traducción de Rubén Martín Giráldez |
«En este libro, donde quiero dejar la letra, debo recopilar estos últimos vestigios: los números y las fechas. Las horas que los ensamblan».
Una novela, según Quignard, es «el estuche que se inventa para hacer regresar lo inenarrable, el cofrecillo en el que se esconde, el arca que lo hurta a las miradas». Teniendo en cuenta la dificultad para recluirlo en la prisión de los géneros literarios clásicos, habría que ser muy flexible para considerar novela cualquiera de los doce volúmenes de la serie Último reino; ni siquiera su adscripción al genérico narrativa podría justificarse plenamente. Tal vez, renunciando a la precisión —una precisión, por otra parte, vana—, su intención, más que su composición en sentido estricto, se pueda situar dentro de los márgenes que delimitarían una supuesta literatura meditativa —un calificativo que podría acoger, también, la mayor parte de la obra de uno de sus contemporáneos, Pierre Bergounioux—, en la que se combinan narración —el récit francés—, la recreación de acontecimientos históricos, la cita como germen del pensamiento en el sentido que inaugura Montaigne en sus Ensayos, todo ello combinado con la inabarcable erudición del autor en los más diversos campos del conocimiento.
En esta duodécima entrega del ciclo —que empezó el año 2002 con Las sombras errantes (Les Ombres errantes) y terminará con un decimocuarto que se llamará La Perche du temps—, Quignard otorga el protagonismo al tiempo, centrándose en el concepto de hora, más como espacio de tiempo determinado que como el conjunto de sesenta minutos, y toma como punto de referencia histórico el Libro de Horas del duque de Berry (Les Très Riches Heures du Duc de Berry, 1413-1416), el manuscrito iluminado, entre los que se han conservado, más importante del siglo XV.
Un inciso. en gran parte de la obra de Pascal Quignard existe un concepto cuya significación es primordial: el jadis. El diccionario de la Academia Francesa lo define como «una vez, en un pasado lejano; hace mucho tiempo» —el traductor de Las Heures heureuses lo traduce como otrora; también sería adecuado en otro tiempo—, pero Quignard, que le dedicó el segundo volumen de Último reino (Sur le jadis, 2002), es algo más preciso en su definición —más incluso que Paul Verlaine, que tituló uno de sus libro de poemas Jadis et naguère (1884), traducido como Antaño y hogaño— y en su diferenciación del pasado: «el jadis acumula silencio, oscuridad y profundidad, mientras que el passé cifra lo mítico, lo biográfico, lo legenmdario». Es conveniente tener en cuenta esa distinción en toda la obra del francés, pero particularmente en Les Heures heureuses; en este sentido, las Horas, como herederas del tiempo cósmico primordial, no pertenecerían al pasado sino al en otro tiempo.
La ventura o desventura de una hora no depende de la posición que ocupa en la esfera de un reloj o en la sucesión de horas del día o de la noche, sino de la aflicción que cesa coincidiendo con su llegada o de la alegría que comienza cuando acaba su curso. La hora que todos esperan que llegue para que Napoleón III dé por acabada la velada y puedan irse a dormir; la hora de la muerte que nadie espera que llegue en que Juan de la Cruz ha dicho que estará ante Nuestro Señor rezando maitines; las horas inexistentes del éxtasis en que tuvo lugar el arrebato místico de Teresa de Ávila.
El tiempo pasa, pero las horas se repiten, solas o agrupadas; el movimiento del tiempo se basa en esa repetición: su ubicación es fija, pero se mueven, todas a la vez, en un movimiento circular cuyo avance aparente se basa en la repetición.
«A las horas tristes no hace falta añadir la aflicción que las vuelve tediosas. Y puede —si se es supersticioso— que tampoco mezclar la espera que las vuelve inmóviles. Hay que ir al clavecín, al piano, al violín, a la viola, al shamisen, al violonchelo, y descifrar lo que sea. Hay que ir al jardín a regar los arbustos que tiemblan o los pétalos de las flores que se cierran al final del día, librarlas el polvo que las cubrió en el momento más caluroso, hay que traducir un libro, hay que coger un lienzo de bordado y trazar con lápiz el dibujo que nos plazca, el sueño de nuestro deseo, hay que coger una partitura y despejarla de notas, marcar los silencios, embellecerla, ensayar la digitación. Hay que buscar todos los subterfugios que impiden el sentimiento de los males que por desgracia alimentamos desde que tuvimos hambre y nos alimentábamos —exactamente igual que alimentamos nuestros sueños por la noche con platos que soñamos durante el día— de pechos tan generosos y suaves que nos daban de beber. Incluso tristes, es bienvenido que las horas escapen al arrepentimiento».
Los Libros de Horas como el del duque de Berry reproducen el paso del tiempo, pero ese es un tiempo terrenal, compartimentado, humanizado, manipulado en sus semejanzas hasta convertirse en la imagen de la criatura que está bajo sun dominio. Inconstante en su continuidad. El hombre ha fragmentado el año en cuatro períodos, cuatro estaciones, mirando al cielo; si hubiese mirado la Tierra, esos cuatro lapsos se hubiesen reducido a dos: primavera-otoño y verano-invierno, más antiguos que los seres humanos.
El mediodía es la peor de las horas: el sol cae a plomo, las sombras se esconden debajo de los objetos que las producen; según la tradición, a esa hora tuvo lugar la Caída de nuestros padres, a esa hora crucificaron a Jesús. Este es, según uno de los antiguos, el primer vestigio del tiempo.
«Porque no son mortales, los hombres, son los últimos. Todo está acabado entre sus manos. Todo está perdido en la lengua que evoca su mundo. Todo es anterior en la efímera sucesión de días discontinuos. Todo se ensombrece sin fin en la sucesión incoactiva de la noche, noche tras noche, hasta el momento en que todo lo que pertenece al mundo se apaga en lo más profundo de su mirada que muere».
La Hora es anterior al tiempo humano, cuando era «anaritmético», no medido ni medible, cuando no había ninguna noción de ubicación temporal, cuando era lo único que existía. Es ese tiempo el que ha vuelto visibles las cosas invisibles y el que crea, incansable, el resto. Es un tiempo sin tiempo que se crea a sí mismo. Llega la luz antes de que salga el sol; queda luz cuando ya se ha puesto. El alba, la hora de la apariencia, sucede aún es de noche; el ocaso, la hora de la desaparición, cuando aún es de día.
Quignard, en algunos de los fragmentos autobiográficos presentes en el libero, habla de cómo pasa el tiempo cuando el tiempo no existe, cuando se puedeubicar fuera de la corriente: las horas pasadas allí, cuando no existe el tiempo, son las más venturosas. Entre estas, las que compartió con Emmanuèle Bernheim, con quien mantuvo una estrecha y cómplice relación de amistad durante años, hasta su muerte, recordando episodios que vivieron juntos que tienen toda la apariencia de conmovedor homenaje.
«El tiempo pasaba sin dar cuenta de su huida definitiva».
Hay que buscar aquello que deseamos encontrar, pero ese hallazgo, a menudo, no depende de nuestro empeño, sino de que aquello se deje encontrar, de que haya llegado el tiempo de ser encontrado; es decir, que su tiempo y nuestro tiempo se hayan sincronizado —del griego syn, «con», «juntamente», y χρόνος, «tiempo», se refiere a una coincidencia en el tiempo, que sucede a la vez—. Si no se cumple esa condición, podríamos tener ante nuestros ojos aquello que buscamos y no verlo, no reconocerlo como el objetivo de nuestra búsqueda.
El tiempo, en apariencia omnipresente —una idea que la inteligencia humana no puede concebir—, debe contener espacios en blanco para que la sensibilidad pueda pueda hacerse cargo de su discurrir, al igual que todo objeto necesita algo de vacío a su alrededor para poder moverse —y como la conciencia requiere lapsos de apagón para llevar a cabo sus procesos: esto es el sueño—, como la luz precisa de la oscuridad, el gran amor de la ausencia, y la música y el habla del silencio.
«Arrancar la vida al lenguaje, desarraigar la experiencia de la plenitud simbólica. Sustraer la existencia a la logorrea, al parloteo, a la circulación interminable de voces y de preceptos, a la jauría, al verbum, al relleno. Hay que dejar al final de los sembrados desiertos, arboledas, matorrales, arbustos, cardos, playas blancas, orillas de mar o de lagos salvajes».
Los libros son los mejores agentes para detener el tiempo, para recuperar el pasado, para hacer revivir a los grandes héroes de la antigüedad, para reconstruir, piedra sobre piedra, las ciudades que el mismo tiempo convirtió en ruinas, para reescribir las tablillas de arcilla atestadas de extraños caracteres que detallaban quienes somos, de traer al latiente presente todo aquello que fuimos —o que no fuimos, o que no seremos nunca—. De revivir las horas venturosas.
«Luego, en la sangre del tiempo, un día, todos esos nombres y esas letras y esos libros y esas lenguas, todo fue descifrado, todo fue restituido.
Gilgamesh en Ur.
Enkidu en los oasis de las marismas.
Todo fue también murmurado de nuevo en los labiosa de eruditos, de epigrafistas, de arqueólogos, de historiadores, de guías; todo fue nombrado; y todo lo nombrado fue fechado; todo regresó como una crecida, una inundación imprevisible que volvió a ser sucesiva y fundadora.
Volvió como una historia en medio de la divagación y de la errancia.
Volvió como la felicidad en la dicha».
El término Renacimiento fue acuñado por Jules Michelet en su obra Renaissance et Reforme, en 1855. Para los renacentistas, más que un renacer lo que había tenido lugar fue un regreso —un fenómeno que apoyaría la intuición de que el curso del tiempo es circular, que no avanza en línea recta; pero esta es otra discusión—: Venus había nacido una sola vez y ahora regresaba, más bella que nunca, más deslumbrante, en contraste con la oscuridad de la época precedente. Y, con su regreso, el regreso de los dioses del pasado, anteriores al Dios de los que los convocaban. Fue el primer avance que tuvo lugar mirando hacia el pasado.
«El amor es la única motivación, inmotivada, que se relaciona directamente con el aliento de la vida.
Es la dicha.
"¿Quién es tan desafortunado como cree? ¿Quién es tan feliz como esperaba serlo?" [Máxima de Frasnçois de la Rochefoucauld]
El anuncio de una enfermedad mortal que nos golpea delimita repetinamente la sombra del paraíso».
A la demanda de ubicación que nos conecta con nuestro pasado «¿dónde estábamos?», el tiempo contribuye con otra pregunta: «¿cuándo estábamos?». El sistema de ecuaciones revela las diferencias entre la ubicación espacial determinable, describible a través de un sistema estable de localización, compartible, universal, fijado a través unas coordenadas precisas y verificables, y una ubicación temporal movediza, expuesta a la subjetividad, ambulante, a pesar de ser susceptible de precisar mediante un sistema, el horario, pero que precisa del espacio para concretarse, para poder compartirse. El espacio es una dimensión física; el tiempo, una dimensión íntima, personal, inobjetibable. Si el tiempo fuera de la misma naturaleza que el espacio, Eurídice habría conseguido salir del Erebo de la mano de Orfeo; si este hubiera sojuzgado al tiempo del mismo modo que sometió al espacio, si ambos hubieran sabido cuándo estaban además de saber dónde estaban.
«Toda época, cuando está viva, revisita la totalidad de su pasado y procura una imagen nueva del mismo».
¿Cuándo empieza a contar la fracción humana del tiempo? ¿Cuándo es nuestro momento cero? ¿Cuando abrimos los ojos, cuando empezamos a ver? ¿Cuando, respondiendo al cachete de la comadrona, hacemos entrar en nuestro cuerpo, en nuestros pulmones, la primera porción del mundo exterior, que será el nuestro pero no lo es todavía, el aire, y rompemos a llorar?¿Al nacer, cuando salimos del cuerpo de nuestra madre, inmundos, acartonados, ciegos? ¿En el momento de la concepción, cuando todavía no estamos pero empezamos a ser? ¿En el momento en que un hombre y una mujer sienten la punzada inevitable del deseo? Los sentidos entablan una batalla inclemente por hacerse con la relación del recién nacido con el mundo; pero cada uno de ellos pertenece a un tiempo determinado, cada uno tiene su hora venturosa. Una hora que encuentra su final en un momento omega que tampoco es fácilmente determinable: ¿cuando nos diagnostican una enfermedad mortal incurable? ¿Cuando ya no somos capaces de reaccionar a ciertos estímulos externos? ¿Cuando cerramos por última vez los ojos y el aliento se extingue? ¿Cuando nuestro cuerpo es pasto de las llamas o de la descomposición? ¿O cuando ya nadie nos recuerda?
«Epicuro y Lucrecio conocieron esa sensación entrelazada y tan poderosa de los sentidos que de repente irradian los unos sobre los otros y se solapan de pronto. Celebraron esta combinación de carencia ansiosa, de nacimiento psíquico, de alegría alarmante.
La Boétie y Montaigne la conocieron.
Schopenhauer y Nietzsche la conocieron.
Esprit y La Rochefoucauld la conocieron».
Las horas más venturosas son aquellas que huyen de la compañía, de la historia, de la familia, o de la propia biografía, que desean privarse incluso de la conciencia, y que se recluyen en la privacidad: son las horas de la disidencia. En la Francia del Grand Siècle, el reinado absolutista del monarca que no solo se creía que personalizaba el Estado, sino que fue encumbrado a Rey Sol, propició la insurrección de la Fonda, la extensión en el territorio francés de la Reforma protestante y del jansenismo de Port-Royal-des-Champs, la aparición de los personajes de la précieuse, del libertin, los precursores prerrepublicanos ante la última encarnación, la última, aunque no la más débil, del feudalismo medieval; todo ellos reprimidos con la misma saña por la recientemente instituida censura estatal del cardenal Richelieu y reforzada por su lugarteniente y sucesor Jules-Raymond Mazarin.
«Hay cosas que hieren el alma cuando la memoria las hace resurgir.
Cada vez que se vuelve a pesar en ellas, se forma un nudo en la garganta.
Cuando se dicen es peor aún, porque engendran poco a poco, si se busca compartirlas con aquellos que las escuchan, que levantan su rostro, que acercan su rostro, que esperan lo que se va a decir, una pena o, al menos, una incomodidad que las redobla.
Un miedo, también, a oírlas decir,
un miedo a oírlas dichas,
un miedo a decirlas.
Hacen temblar un poco los labios.
La voz se quiebra.
Se deja de hablar.
Se deja de hablar, pero entonces se comienza a escribir».
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