12 de junio de 2023

La novela como superstición

 


La novela como superstición

Entrevista de Yaël Pachet

Yaël Pachet: Pierre Michon, sus colegas le reconocen como un escritor que ofrece ya la posibilidad de contrastar su obra: más que una curiosidad sobre usted mismo, los comentarios, las tesis universitarias o las entrevistas, las discusiones o los coloquios manifiestan una especie de fascinación por la figura del escritor y por sentido profundo de esta figura que usted ha construido con Vidas minúsculas, por una parte, y por otra, un vivo cuestionamiento sobre el efecto de misterio creado por la densidad sumamente particular de su narración, y una lengua llevada al clímax. ¿Cómo se siente en este lugar de contrastes?

Pierre Michon: Esta cuestión del reconocimiento no significa gran cosa. A menudo pienso en cómo se conocieron Apollinaire y Jarry. Se conocieron porque ambos amaban apasionadamente a Moréas, al poeta Jean Moréas. Recuerdo que el editor de Apollinaire en la Bibliothèque de la Plèiade dice con mucha fascinación que en 1905 todo el mundo admiraba a Moréas —y pensaban  sin duda que ocupaba un lugar preferente, incluso gente como Apollinaire o Jarry lo pensaban de todo corazón. En cuanto a los mecanismos de reconocimiento, en Francia y, sin duda, en otros lugares, es muy diferente de lo que era hace cincuenta años. Hace cincuenta años marcaban la pauta la Universidad y la dirección de la Nouvelle Revue Française. Ahora, la Universidad ya no tiene ningún poder, se ha dado por vencida sin lucha. El poder ha pasado a los medios de comunicación, es decir, a los periodistas de la prensa escrita o de la televisión. Este poder de legitimación no se solapa con el de la Universidad, y la mayoría de las veces incluso se opone a ella (tengo la impresión de que es la Universidad la que se ha pasado poco a poco al bando del anticonformismo).

De todos modos, los medios de comunicación deciden, y es más complicado que eso: dentro de los medios, no todos tienen el mismo sistema de elección de los destinatarios de ese reconocimiento. En lo que a mí respecta, existe este grupo que puede llamarse Le Monde-Libé —los periódicos Le Monde y Libération—, para el que existo, y luego el grupo Le Figaro-Bouillon —el periódico Le Figaro y el programa de televisión Bouillon de Culture—, que es como si no me conociera, así que lo que me está usted diciendo sobre mi reconocimiento se podría decir de cualquier escritor que tenga una pizca de fama hoy en día. Alguien que sale en la portada del Figaro puede pensar que es el escritor más representativo de su tiempo. Es una cuestión de camarillas. La democracia nos convierte a todos en grandes escritores. 

Y. P.: Permítame precisar mi pregunta. Me parece que en el cuestionamiento de su obra hay no sólo un reconocimiento, sino también una curiosidad por un escritor contemporáneo y por el modo en que su obra hace temblar de nuevo a la literatura, en particular a la narrativa, más concretamente a las vidas (Plutarco, John Aubrey), un género antiguo, si no desaparecido, que encuentra en usted una nueva energía. ¿Es consciente de ello? ¿Hasta qué punto le interesa el debate literario que le rodea?

P. M.: En efecto, se trata de un debate contemporáneo, a veces oculto y otras más explícito, cuyo núcleo es esta pregunta inconfesada que todo el mundo se hace: ¿no es la novela un género agotado, un poco como lo era la tragedia clásica en tiempos de Voltaire? Y, en la medida en que no me rindo del todo, es decir, en la medida en que escribo pequeños textos que parecen novelas, breves, pero novelas (no soy el único), me siento cercano a muchos otros contemporáneos que también intentan salir de la novela, sin trampas, sin pretender demolerlo todo, sin ostentación. Pero con firmeza y rotundidad.

Y. P.: Este cambio de formato entre la novela del siglo XIX y las vidas del siglo XX, ¿tiene entonces menos que ver con un cambio de género que con un cambio de aliento o de energía?

P. M.: En mi opinión, la novela larga, novelística, sin excipiente, poderosa sin cháchara, llegó a su fin en el siglo XX con experimentos como los de Joyce o Faulkner, que ya no son factibles. Llevaron el género a su última perfección. Nosotros vivimos en una época de epígonos de esa gente, somos gente bien educada, biempensante, obediente y revolucionaria, que está muy por debajo de sus modelos. Para utilizar la metáfora de la tragedia clásica, después de Corneille y Racine se acabó: todavía hubo epígonos durante dos siglos, hasta Ponsard, que fue contemporáneo de Hugo. Pero la cosa estaba muerta. Eran espectros. 

Pero estoy generalizando demasiado. Sólo puedo responder a esta pregunta en mi propio nombre. Sucede que mi energía, o mi placer de escribir, sólo se despliega en lo breve. El gesto artístico que me parece más admirable del mundo es el de esos viejos pintores orientales legendarios que durante diez años no hacen nada, salen a pasear junto al agua y, de repente, en dos minutos y tres pinceladas pintan un pato admirable. Esto dista mucho del trabajo esclavo al que nuestra época quisiera someter a nuestros novelistas: uno o incluso dos libros al año, mucho sufrimiento y trabajo desperdiciados en la búsqueda de las cópulas. Escribir breve es también, ideológicamente, escapar a la trampa de la producción, de la libre empresa, del mercado.

Y. P.: ¿No querrá hacer creer a sus lectores, Pierre Michon, que sus producciones literarias caen del cielo?

P. M.: Por supuesto que no, y por supuesto que trabajo de una manera extraordinariamente intensa, pero que no dura mucho. Lo que me pido a mí mismo y quizá pido a la literatura es que la redacción de un texto sea un fabuloso gasto de energía, ciega pero muy consciente, llorando y riendo, limitado en el tiempo, como la copulación.

Y. P.: Lo que dice de la forma está en el fondo de sus relatos, pero me parece que también se pueden encontrar, junto a los destellos, paradójicamente, la duración, los sentimientos, lo que se extiende en el tiempo y sólo aparece en la larguísima duración de una vida —o incluso de la Historia.

P. M.: Diría en primer lugar que la forma más estremecedora de la duración es lo que se lee en una lápida. Por ejemplo, diez de marzo de 1912, dos de julio de 1988. Esto puede considerarse una elipsis, pero esta elipsis es al mismo tiempo una hipérbole. Pues bien, mis historias se construyen a menudo en torno a una elipsis hiperbólica. Tomaré un ejemplo muy conocido de este oxímoron, la elipsis hiperbólica: podemos transformar la duración en un fulgor: ¿no es exactamente esto lo que encontramos en el famoso verso de Rimbaud, que es la razón para que nos gusta tanto: «ô saisons, ô châteaux»? La lentitud de las estaciones, la permanencia de los castillos, se dicen en el fulgor de un instante, en un verso de seis sílabas. La duración es un destello.

Y. P.: Hay una paradoja en esta seducción que ejercen sobre usted la forma elíptica, por un lado, y su erudición, por otro, que atestigua una poderosa atracción por el conocimiento, el saber enciclopédico, los libros de pura erudición cuyo formato es necesariamente grande.

P. M.: No es una paradoja en absoluto. Pido a la literatura que escribo que sea breve, pero quiero que esa brevedad esté informada por todo lo que ha ocurrido y se ha pensado y dicho desde que existen los hombres. Y sin ir a buscar tan lejos, para que la brevedad sea deslumbrante, es necesario que su formulación, su redacción, sean totalmente exactas. Por ejemplo, si en un texto tengo que hablar de cetrería, más me vale saber que no se dice que tal o cual halcón tiene un vuelo lento, sino que vuela a lo ancho. Leer grandes libros significa enriquecer constantemente el léxico, es decir, disponer de una docena de palabras de distinta extensión para un mismo significado; y esto es esencial para el ritmo. Y el ritmo es lo más importante.

Y. P.: El ritmo de sus relatos no es, evidentemente, el de esos grandes libros, pero ¿no son esos grandes libros, más que su lectura de textos breves de otros escritores, los que le han dado no sólo la posibilidad, sino quizá la posibilidad  para ser breve?

P. M.: Estos grandes libros tienen la ventaja de estar escritos cada uno en un lenguaje específico (es evidente que el lenguaje de un geólogo no es el de un astrofísico, y que el de Buffon no es exactamente el de Leroi-Gourhan). El texto literario debe conocer todos estos lenguajes, jugar con ellos, desplazarlos, recombinarlos sin cesar. E incluso en lo que respecta al ritmo, es indispensable disponer de una reserva conceptual lo más amplia posible, ya que el ritmo es una mezcla inseparable de fuerte emoción y de una elección casi infinita de términos léxicos.

Y. P.: Dejemos por un momento el horizonte conceptual y volvamos, si quiere, a ciertas recurrencias en sus relatos. Me gustaría mencionar, por ejemplo, la representación del cuerpo, su apariencia cruda y significativa, quizá tanto más cruda cuanto que está formulada en un lenguaje contenido hasta el extremo. Me parece que la forma breve hace como la pintura, encoge y enmarca el cuerpo, para hacer más prominente su aparición.

P. M.: Es cierto que para mí es esencial hacer que los cuerpos aparezcan textualmente, como por ejemplo hacemos todos en la fantasía. Sólo puedo ver los cuerpos de dos formas: la de la pornografía y la de la Resurrección de los Cuerpos. Es decir, el cuerpo más vil y el más glorioso, en el mismo momento, en la misma persona.

Huelga decir que todo esto debe decirse en un lenguaje que sea mitad teológico y mitad erótico, es decir, como usted dice, contenido, a la vez antiguo y adolescente, o incluso argot y franglés, pero no basura. La basura es sólo pornografía sin teología. Pienso en este momento en la obra de Pierre Klossovski, que ha utilizado mucho esta mezcla —pero le reprocho un poco que sea más teológica que pornográfica, es decir, demasiado abstracta. También podemos reprochar a Sade que sea más pornográfico que teológico. Por último, volveré a Flaubert: nada es más carnal que la cadena de oro que retiene los pasos de Salammbô.

La lengua es una coacción. Limita la carne. La carne es la presa de la lengua.

Para seguir con el cuerpo y responder a su pregunta sobre la relación entre la pintura y las formas literarias breves: me parece que la novela, y la música, sin duda, hablan del deseo, del placer y de los fracasos del placer. La pintura y la forma breve sólo captan el momento del goce.

Y. P.: Por último, en todas las formas literarias, el poema, la novela, se plantea la cuestión de la caída. Es una cuestión de forma y de contenido que, aunque sólo concierne a la última línea o al último capítulo, en retrospectiva,  determina la unidad del poema o de la novela. La pintura o la forma breve, ¿están también encaminadas hacia la caída, o son caídas en sí mismas?

P. M.: La novela no sabe que se trata de un proceso azaroso, como en la vida. La novela es el patrón de la vida. Es la duración, la duración que ama la duración. Su caída llega como la muerte en la vida, pero eso lo sabemos, no nos importa (Borges dice: «la novela es una superstición de nuestro tiempo», pero Borges es muy cortés). La forma breve, que sólo imita el arte, el poema o el cuento, sólo tiene su incipit y su caída. Igual que la flecha del arquero sólo está determinada por la decisión del arquero y el blanco. La trayectoria de la flecha es un pequeño deslizamiento perfecto entre ambos: es el texto, o lo que quiere pasar por ello. En cuanto a la pintura, ¿cómo no envidiarla, ya que en el mismo momento y con la misma mano sostiene su incipit y su caída?

____________________________________________________

Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista Le roman comme superstition. Entretien avec Yaël Pachet, publicada en la revista Esprit en octubre de 2000 y recogida en: https://remue.net/cont/michon5yp.html

La imagen de la cabecera procede de:  https://hanslucas.com/fazevedo/photo/10605


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

No hay comentarios:

Publicar un comentario