27 de febrero de 2023

Tríptico


Tríptico. Claude Simon. Ediciones Albia, 1977
Traducción de Guillermo Solana

La Real Academia Española incluye en la definición de tríptico —etimológicamente, «plegado en tres»—, además de un libro que se divide en tres partes, a aquellos soportes artísticos compuestos por tres hojas «unidas de modo que puedan doblarse las de los lados sobre la del centro»; con lo cual, implícitamente, se sobreentiende que cuando esas hojas están plegadas, la representación tripartita queda oculta. La independencia o la vinculación entre estos tres elementos y su composición individual, como muestran los trípticos medievales, son circunstancias que no alteran el conjunto; volviendo al ejemplo citado, los ejemplares religiosos —el Tríptico de la Anunciación de Robert Campin, por ejemplo—, muy básicos comunicativamente hablando debido a su función didáctica, suelen contener tres cuadros estáticos, sin narración y con la representación de un solo individuo, solo o sucintamente acompañado por personajes secundarios, usualmente relativos a tres episodios de la vida de un santo; los laicos—El Jardín de las Delicias del Bosco—, en cambio, suelen representar escenas mucho más complejas y narrativas. Toda esta introducción tiene que ver no solo con el título de la novela de Claude Simon, Tríptico (Tryptique, 1973), sino, sobre todo, con la forma, el estilo, que el escritor utiliza para su composición, una obra de su etapa de madurez que significa una ruptura con sus escritos anteriores y cuya culminación, pocos años después, se alcanzará con su novela más emblemática, Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1891).

«El perímetro de la pista, constituido por cajones escalados en cuya base los cascos de los caballos han dejado manchas pardas, traza un círculo perfecto. La mano del chico dibuja sobre la hoja del cuaderno un triángulo, un círculo circunscrito y una tangente a este círculo que es paralela a uno de los lados del triángulo. Cerca de cada uno de los ángulos del triángulo anota las letras A, B y C. Después prolonga los lados BA y BC que corta la tangente paralela al lado AC en dos puntos A' y C'. Trazado a mano alzada, el círculo está un poco aplastado, como el contorno de una manzana, y las diverdsas rectas ondulan ligeramente. Sin embargo, la figura es suficientemente correcta para permitir reflexionar acerca del problema planteado cuyo enunciado lee el chico por segunda vez en la página del libro abierto y colocado sobre la mesa a la izquierda del cuadero: "Conociendo el valor del ángulo ABC, demostrar: 1) que la relación entre las superficies de los triángulo ABC y A'B'C' es proporcional a...". Penetrando por la ventana abierta, el sol proyecta en la habitación un paralelogramo de luz del que uno de los lados corta oblicuamente el ángulo superior derecho de la hoja en que está trazada la figura, delimitando un cegador triángulo rectángulo. Enmarcado por la ventana, el chico ve el herboso huerto de ciruelos que desciende en suave pendiente hasta el río».

El armazón de contenido sobre el que se sostiene Tríptico lo forman tres historias: una boda que acaba en fiasco, un accidente de un niño en el río y la vida cotidiana en un balneario; y tres escenarios: una pequeña ciudad industrial, el medio rural y una playa mediterránea, respectivamente. Alrededor de estas tramas, desarrolladas de forma no lineal, pululan otras historias y otros personajes, con vinculación más o menos estrecha o sin ninguna relación entre ellos, pero que, de algún modo, forman parte indisociable de la historia y contribuyen, con pesos relativos, a un equilibrio que se antoja perfecto. La novela está dividido en tres capítulos, pero tal vez esto forme parte del juego que plantea el autor porque la división no es temática, espacial ni temporal: los tres episodios principales aparecen mezclados a lo largo del texto, puede que esa división tripartida no sea más que una coincidencia numérica —aunque este lector apostaría a que no es así—. Con todo lo dicho, sospechará el lector de este artículo que Tríptico no es una novela normal; y habrá acertado; a continuación, algunas de las razones mediante las cuales este redactor pretende demostrar que no lo es.

«Armada de nuevo con su cuchillo del que la punta de la hoja es lo único que rebasa el puño cerrado, la vieja de cabeza de perro, con un gesto rápido de la muñeca, arranca uno de los ojos del conejo. Al mismo tiempo, su mano izquierda tiende, por debajo de la órbita vaciada, un tazón de bordes mellados. Las gotas de sangre, primero espaciadas y precipìtándose después, se aplastan en grandes manchas de un rojo vivo sobre la pared cóncava de loza de un gris amarillento, cubierta de finas resquebrajaduras. Deslizándose hacia el fondo, las gotas de sangre se alargan en óvalos, se hacen más frecuentes y muy pronto un hilo vertical une la órbita vacía con el tazón en donde el nivel de la sangre recogida se eleva poco a poco. Impregnando los ladrillos porosos, la lluvia fina aviva los colores, púrpura, azul ferruginoso, ciruela, rojo anaranjado».

En primer lugar, la rotura del convenio tácito que acuerda el escritor de novelas con el lector del género, que se podría simplificar con esta cláusula: una novela es el relato de una acción que sucede en unos escenarios determinados. Aunque los escenarios en los que transcurre Tríptico suelen ser estáticos —por más que, a veces, esto se deba únicamente a la distancia en que se ubica el punto de vista—, la descripción, incluso de un mismo objeto o de un mismo conjunto de objetos, se efectúa desde distintos lugares, aunque siempre desde una distancia que limita la vista pormenorizada de los detalles. No hay signos de prevalencia de unos escenarios sobre otros y, por tanto, tampoco existen marcos  principales ni secundarios ni diferencias de peso específico en relación con el producto final. Esa homogeneización se ejecuta provocando en el lector una sensación acentuada de distancia, tanto física como mental, de aquello que se describe, debido a la desaparición —no comparescencia— del narrador habitual, el que acostumbra a exponer los hechos, y su sustitución por un ojo inanimado —sin intención, se diría— que solo reproduce, aséptica y desinteresadamente, aquello sobre lo que fija su mirada.

«Una capa uniforme de azul, como pasada por la brocha de un pìntor de la construcción, llena el rectángulo de la ventana abierta. Salvo su color, nada (ninguna modulación, ningún accidente, ninguna nube suspendida, ninguna diferencia de materia o de naturaleza) la distingue de los muros cubiertos por una pintura uniforme, de tal suerte que el cuerpo desnudo y solitario que sigue yaciendo en la cama deshecha parece hallarse en el centro de un espacio vacío, de un cubo de paredes lisas, cerrado por todas partes y sobre cuyas superficies ninguna sombra, ningún matiz de valor indican las diferentes orientaciones de los planos como esas decoraciones de estampas orientales coloreadas de tintes uniformes y lisos: de simples cajas delimitadas por tabiques escamoteables de papel, que aparecen aquí, frágiles y como irreales, para encerrar simplemente a los protagonistas en un volumen simbólico, en una irrisoria parcela de espacio arrastrada por la gravitación hacia el cosmos a velocidades prodigiosas».

El papel del narrador es el de un voyeur inflexible, poco más o menos desaparecido, que se limita, casi exclusivamente, a describir de forma neutra la poca acción que acontece, en la que focaliza su mirada y su atención; cuando simplemente describe,  esa neutralidad es solo aparente teniendo en cuenta que los escenarios son más amplios y que, al focalizar su mirada en elementos concretos, está llevando a cabo una elección —perdiendo la supuestra neutralidad aparente al descartar otros elementos que forman parte de ellos— que el lector puede llegar a justificar —por motivos estéticos, por ejemplo— pero que, en todo caso, no debe desatender: hasta el narrador aparentemente más imparcial tiene, explícita o veladamente, una intención.

«En el solitario huerto, dos gallinas de plumaje color caoba avanzan con pasos entrecortados, es decir (desapareciendo sus patas entre la hierba), que la parte superior de su cuerpo progresa mediante una serie de traslaciones frenadas. Giran a derecha e izquierda sus cabezas con un movimiento seco, circunspectas, deteniéndose, picoteando rápidamente en la tierra, y después reanudan su marcha, proyectando a cada paso su cuello hacia adelante como si fuera un péndulo. También circunspecto, un gato de pelaje rojizo las sigue a unos metros, con el espinazo aplastado contra la hierba que le llega hasta el vientre, deteniéndose al mismo tiempo que las gallinas, a veces cuando está dando un paso, inmovilizando una pata en el aire, y después reanuda su marcha rematando el movimiento comenzado, como un actor de cine cuando la película, atascada por un momento, se pone en marcha».

Los escenarios —¿qué escenarios?—, en forma de cuadros animados, son retomados posteriormente, descritos con parecido detalle que en las ocasiones anteriores, pero cuyos nuevos atributos hacen deducir al lector lo que debe haber sucedido entre una descripción y la siguiente; estos sucesos son elididos en toda ocasión, nunca son relatados —es decir, retratados—, sea cual sea su importancia, como si no fueran más que inevitables molestias que rompen la armonía de la escena pero que, sin embargo, crean ellos mismos una nueva consonancia con pretensiones de definitiva. A veces, los mismos elementos —una insignificante motocicleta dispuesta sobre el caballete, una imprudente pareja haciendo el amor contra un muro... Da igual, Simon no otorga prevalencias— que han aparecido en una de las escenas —a veces, con variaciones que pueden ser determinantes o simplememnte provisionales, a veces sin ningún cambio perceptible—, reaparecen en otro cuadro, pero ubicados en el mismo lugar físico: no es una repetición, sino una nueva aparición en unas circunstancias desconocidas, las que componen una nueva mirada que lo convierten en un objeto nuevo cuyo papel en el conjunto adquiere una significación inédita.

Cuando la cámara fija su atención en un punto específico y estático, la redacción avanza mediante frases cortas, concretas, sin ningún tipo de complemento; en cambio, cuando efectúa un barrido, usualmente mediante planos generales, los períodos se alargan, la velocidad decrece y se multiplica la subordinación hasta límites comprometedores —aunque manteniendo la estructura y no afectando en demasía la comprensión del lector, que, no obstante, debe prestar la máxima atención—, rehuyendo las pausas que podrían implicar un cambio de plano. Continuadamente, repetición de imágenes equivalentes en situaciones distintas, que otorgan a esas imágenes la consideración prevalente que, habitualmente, tiene la acción sobre la descripción; en este caso, la inexistencia de desarrollo temporal —toda la novela se desarrolla en un insólito presente continuo que anula la posibilidad de la existencia de un antes y un después, o cualquier concatenación causal— implica la desaparición de la trama, es decir, de la historia.

«Tendida fuera de la boca abierta y crispada en una sonrisa un poco inmóvil, la lengua rosada de la muchacha, puntiaguda y flexible, va y viene sobre el bálano descubierto e hinchado, de un rosa más oscuro, del que acaricia el orificio parecido a un ojo ciego o lame el rollito malva. Entre los párpados medio cerrados por la sonrisa se filtra la mirada de sus ojos color de avellana que va del bálano a la cara del hombre ahora a caballo sobre el pecho de la muchacha, amasando los senos que remontan sus muslos. Para lamer el bálano, la muchacha se ve obligada a alzar la cabeza y a adelantarla mediante un esfuerzo de los músculos del cuello, en una posición fatigosa. Bien para ayudarse, bien para estirar mejor hacia atrás la piel que lo envuelve y descubrir el bálano que dirige hacia su boca, su mano izquierda oprime la base del miembro tenso, desapareciendo el dedo meñique entre los negros pelos de reflejos rojizos de donde brota. Sin dejar de agitar la punta de su lengua sobre el húmedo fresón, contornea con su mano derecha el muslo izquierdo del hombre, tira torpemente del cinturón del pantalón de tela azul, que baja aún más, descubriendo completamente las nalgas y alcanzando por detrás los testículos con los que se llena la mano».

Esa preeminencia pone en marcha otro recurso que consiste en el tratamiento contradictorio de ambos componentes, que consiste en la tendencia a detener el movimiento de los escenarios —aquellos que incluyen implícitamente ese movimiento— , como si de una película se tomara únicamente un fotograma para demostrar que el flujo de sucesos es irrelevante, que lo que cuenta son los elementos que componen el escenario tomados de forma estática —como la pareja que hace el amor contra el muro en pleno chaparrón—. Por el contrario, se especula acerca del movimiento latente de las escenas compuestas únicamente de elementos estáticos, sea deduciendo los movimientos que seguirían lógicamente —un cartel que anuncia un circo en el que figuran las principales atracciones y la exposición de la propia sesión circense que las desarrolla—, o el movimiento aparente provocado por elementods ajenos al centro de atención, como la lluvia, o las modificaciones de otros facores que inciden en él, como el cambio de orientación de la fuente de la luz.

«La película se atasca en ese momento y los dos protagonistas quedan, de repente, inmóviles en su postura, como si de golpe la vida les hubiera abandonado, dejando de transcurrir el tiempo. La imagen, que constituía más que una fase pasajera, un simple enlace, sobra súbitamente una dimensión solemne y definitiva como si los personajes se hubieran visto pegados contra una muralla invisible y transparente, atrapados en el aire brutalmente solidificado, pasando de un instante al otro al estado de objetos inertes, cosas entre las cosas que les rodean sobre la superficie de la pantalla y de las que el ojo, hasta entonces atraído por las formas en movimiento, toma poco a poco la conciencia (las arrugas del viejo capote, los relieves en espiguilla de la enorme rueda del tractor por encima de la pareja, un reflejo brillante sobre el pulido acero de los arados) hasta que, como para confirmar la impresión de catástrofe aparece una mancha blanca y cegadora cuyo perímetro rojizo se ensancha con rapidez, devorando sin hacer distinción los dos cuerpos enlazados, las herramientas y los muros de la granja.Entonces vuelven a encenderse las luces y la pantalla aparece vacía, apagada y uniformemente grisácea».

La propia novela ofrece ejemplos, mediante lo que hoy llamaríamos metaficción, de la identificación de la intención del autor con elementos que aparecen formando parte de la trama, que aparecen primero como imagen fija y después como formando parte del mundo animado, o al revés; el más evidente, el rompecabezas , que incluye algunas de las escenas que se han relatado en vivo, que acaba de completar el personaje —y que, inmediatamente después, desbaratará— al mismo tiempo que Simon escribe sus últimas frases, al terminar el libro.

«En la larga mesa baja de estilo chino y patas ornadas y torneadas, de larga plancha lacada en negro sobre la que están colocados un periódico local y el Financial Times, se halla desplegado uno de estos grandes rompecabezas que tanto gustan a los anglosajones, de unos cuarenta centímetros por sesenta. El rompecabezas está casi terminado. A la derecha, desordenadas, hay todavía una veintena de piececitas de sinuosos contornos. El hombre contempla por un momento el rompecabezas sin moverse, después se inclina hacia adelante y su mano coge uno de los pedacitos que retiene durante un instante por encima del montaje que sus ojos recorren rápidamente antes de hallar el lugar donde lo inserta [...]. Inclinado hacia adelante, los muslos separados, el antebrazo izquierdo descansando sobre el muslo izquierdo, el hombre de talla grande pero pesada coloca con su mano derecha la última piececita y desaparece el último islota de laca negra [...]. Se queda después inmóvil. El brazo que ha colocado la pieza ha ido a apoyarse como el otro sobre el muslo correspondiente, pendientes las dos manos entre las rodillas separadas».

20 de febrero de 2023

Las Geórgicas

 

Las Geórgicas. Claude Simon. Seix Barral, 1985
Traducción de J. Escué Porta

Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1981) es, probablemente, la obra más representativa del universo literario de Claude Simon y la que ha sido considerada por la crítica como su novela más valiosa.

La obra se estructura, en su parte argumental, a través de una doble organización triangular, cada una de ellas con un elemento principal y lo que, tal vez, podría considerarse un elemento externo al triángulo pero que es el que le da sentido. En cuanto a los escenarios, la tríada la conformarían tres campos de batalla: los de la Revolución Francesa y primeros años del Bonapartismo; los de la guerra civil española, en especial Cataluña y, en concreto, la ciudad de Barcelona; y, finalmente, los de la IIGM; en este caso, el elemento externo es la hacienda rural —que el propietario convertiría en castillo y que decaería, con el tiempo, hasta convertirse en una irrelevante granja— de Jean-Pierre Lacombe-Saint Michel, el general miembro de la Convención y partícipe en las campañas napoleónicas. En cuanto a los personajes, los tres elementos principales, correspondientes a los tres escenarios citados, serían: el mencionado Jean-Pierre Lacombe-Saint Michel —abreviado LSM—, que sostiene el papel principal; un cierto periodista inglés que se alista en las milicias populares —abreviado como O., es decir, George Orwell—; y, finalmente, la última representante de la familia Lacombe-Saint Michel, un personaje entrañable que compendia toda la historia familiar; como elemento complementario, el narrador incógnito que indaga en la historia familiar que, teniendo en cuenta el nivel de parentesco, no puede ser otro que el propio Claude Simon. Todos estos elementos, que se hallan entremezclados a lo largo de toda la obra, se distinguen y, a la vez, se fusionan, mediante nexos de diferente intensidad entre los escenarios y con diversos grados de implicación en la acción: los propios protagonistas, debido a las relaciones que los unen; los escenarios mismos, como las situaciones bélicas, en especial, la retirada que compone el escenario protagonista de La Ruta de Flandes, y el castillo familiar, pero también mediante otros vínculos circunstanciales, no implicados directamente en la acción, como puede ser, por ejemplo,  una sesión de ópera. A pesar de esa mescolanza, se pueden distinguir cinco escenarios principales, que coinciden, ahora sí, con el fraccionamiento en capítulos:  (1) LSM, las guerras napoleónicas; (2) Campo de batalla de la IIGM; (3) LSM, las ruinas del castillo familiar; (4) Orwell en la guerra civil española; y (5) La decadencia física de LSM, fallecimiento y conclusión.

«El bando de cornejas se aleja poco a poco. En realidad se descompone en una multitud de bandos que giran sin relación aparente unos con otros de forma que el enjambre negro está animado por un doble movimiento: el que lo aleja lentamente y, dentro de él, una gran cantidad de revoloteos, de vueltas atrás, de círculos descritos en planos verticales u oblicuos con la impresión de un desorden que no influye sin embargo en absoluto en el desplazamiento global, los rezagados se reúnen con el grupo a toda prisa mientras empiezan otros a dar vueltas como una serie de relevos. La huella luminosa grabada en la retina por el rectángulo del cuadro abierto disminuye de tamaño a la vez que cambia de color, ahora es de un verde de jade sobre fondo pardo».

De los múltiples elementos accesorios que conforman esa red que teje el autor, cabe llamar la atención, en primer lugar, sobre el papel de Barcelona. LSM fue gobernador militar, nombrado por Napoleón, de la ciudad en 1810, durante la ocupación; en 1937, Orwell se trasladó a la capital catalana —donde, según parece, estuvo a punto de ser asesinado—, en principio, como corresponsal de guerra, para alistarse posteriormente como miliciano en las filas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM); el mismo Claude Simon se trasladó a la ciudad en 1936 con la intención de luchar también en el bando republicano, y fruto de esa experiencia escribió algunos de sus libros más celebrados, como Le Palace (1962) y Le Jardin des Plantes (1997).

«El otoño es la estación de los estorninos. Agrupados a cientos, forman unas nubes de puntos que aparecen y desaparecen según el movimiento rápido de sus alas. Contrariamente también a las cornejas todos obedecen a un mismo movimiento coherente, aunque con cambios de dirección, disminución o aceleración de velocidad imprevisibles. La nube es más oscura cuando se condensa, casi negra, y se hace más clara cuando se alarga, cuando se precipita en una u otra dirección; a veces, en cambio, se queda como suspendida en un punto, inmóvil, numerosa y, por así decir, intermitente. Sucesivamente disminuye de volumen, se concentra, aparece de pronto como punta de lanza, estirándose en fajas, como limaduras de hierro atraídas por un imán que se desplazara por el cielo, subiendo y bajando, describiendo amplias espirales, agitada por un incesante y minúsculo movimiento interior».

En cuanto al título de la novela, la referencia a Virgilio queda justificada por la importancia que presta al paso de las estaciones y al ciclo rural de siembra, cuidados, recogida de frutos y elaboración de productos agrícolas, diríase que la principal de las preocupaciones de LSM en sus campañas bélicas en el extranjero, si hay que hacer caso a las constantes comunicaciones escritas que mantiene con Batti, la encargada de organizar y mantener la heredad —y uno de los personajes secundarios más extraordinarios y rotundos de la obra—.

«Tampoco hacía viento. Como si el frío hubiera helado o mejor solidificado al aire mismo en su sitio, como si por alguna operación química las partículas invisibles que lo componían se hubieran cuajado todas juntas formando un bloque transparente, luminoso, en el que ascendía vertical, rápido al principio, girando luego, enrrollándose en sí mismo, el humo no de la hoguera sino de las brasas de las que saltaban con un ruido de chisporroteos las llamas salvajes surgidas primero de algunas ramitas, de algunas ramas secas amontonadas, luego nutridas, alimentadas con árboles enteros, jóvenes abedules, hayas del grosor de un brazo, apilados, amontonados, entrecruzados sus ramos en una gigantesca pira como si se vengaran los hombres de servicio, como un reto, como si quisieran compensar con una especie de auto de fe demencial lo que tenía de demente el frío mismo, proyectados, como fuera de la Historia, o entregados a algo que se situaba más allá de toda mesura».

Finalmente, dos observaciones referentes a la disposición física: en primer lugar, el libro alterna dos modalidades de tipos de letra cuando, en un mismo capítulo, coinciden varios escenarios; por lo común, normal para las escenas principales e itálica para las escenas secundarias o de referencia, aunque esta parcelación se ejecuta mediante distintas atribuciones de preponderancia en cada capítulo. Algunos fragmentos, asimismo, no siguen las reglas usuales de puntuación, un método de alteración de la sintaxis que Simon utiliza de forma habitual en sus escritos.

«En el cuarto donde terminaban de vestirse los jinetes entraba el hombre de servicio cargado de cantimploras con café hirviente, trayendo consigo de fuera como un aura la capa de aire helado que irradiaba su cuerpo, mientras soltando un torrente de reniegos, echando pestes contra el hedor de la instancia, iba vengativamente a la ventana y pese a las protestas furibundas la abría violentamente, precipitándose dentro el terrorífico invierno, centelleante, negro y blanco, como el contenido de una caja de esas de cuero oscuro que abre un joyero, revelando de pronto el implacable y glacial brillo de las piedras preciosas, como una apoteosis mineral, el último y triunfante avatar del carbono, de los bosques sepultados desde miles y miles de años, esparciendo su cortante olor a éter, como esos perfumes embriagadores y costosos que se exhalan de las flores, de los ramos acumulados en las habitaciones mortuorias y que parecen las emanaciones mismas, sutiles y macabras, de esos bloques de nieve carbónica dispuestos contra los cuerpos de los difuntos preservados unas horas aún antes de ser abandonados a los gusanos y a la descomposición».

En uno de los primeros episodios de Las Geórgicas, mientras LSM está en campaña en la guerra de los Chuanes, mediante una elipsis extrema que une el comienzo de la acción con el final, esta se  traslada al siglo XX para poner en evidencia la decadencia social —la familia ha perdido su lustroso nombre—, económica —el dinero acumulado por el prócer hace tiempo que escasea—, de influencia —los integrantes han dejado de formar parte de la clase dominante—; la estirpe se disuelve en ramas secundarias cuyos intereses ya no son los iniciales, perdidas en intrigas triviales sin ninguna  posibilidad de provecho, y el apellido se disuelve tras generaciones de segundones, los bienes se van desgajando y perdiendo valor, hasta llegar a la última representante del linaje, tras la cual la familia puede darse por extinguida. Simon pone en marcha sus juegos de espejos, un recurso que utilizará a lo largo de la novela, y examina la decadencia del castillo como reflejo de la decadencia de la familia; el oropel transformado en polvo porque el pasado no nos debe nada y porque el tiempo se transforma en un juez inclemente y puede que ni siquiera acepte nuestro deseo de expiación. 

[P. 152]: «Como si (aunque también dijo tío Carlos más tarde que probablemente lo había olvidado por completo —ella que confundía a veces los nombres de sus propios nietos—, admitiendo que hubiera sabido algo más que lo contenido en aquella carta bien plegada (quizá olvidada también) escondida en el doble fondo de su joyero, contenido que era, a su vez, una pregunta sin respuesta, y que aquel empapelar a toda costa no correspondía en ella sino a esa tenaz obstinación de los ancianos en mantener las cosas en el mismo estado en que las han conocido siempre)... como si se considerara, pues, solidaria, ligada por una obligación más fuerte incluso que sus convicciones morales, algún cordón nutricio y umbilical (cuyas etapas venían constituidas por los tres orgasmos, las tres eyaculaciones de semen masculino, a través de las cuales se había conservado el apellido hasta ella), a aquel en cuya memoria ostentaba a modo de sello, de reliquia, la impúdica bailarina pompeyana, el obsesivo antepasado por quien parecía llevar luto (vergüenza) no ya por su propia cuenta sino para la familia entera».

Una decadencia que, por otra parte, en este caso en términos físicos, tiene su imagen especular en el desolado campo de batalla de la IIGM; la misma soledad, la misma devastación, la misma negligencia, como si los soldados que vagan, extraviados, a través de los inhóspitos campos en los que la batalla la labrado su rúbrica  o vegetan en los aciagos campos de prisioneros —que pueden llegar a ser más apetecibles que el campo libre, en los que se paga gustosamente con la libertad a cambio de la seguridad de no estar en el frente—, fueran también conscientes, como la vieja aristócrata, de ser los últimos ejemplares de una especie en extinción —atención al único vestigio del potentado LSM: un busto de mármol macizo, cuyo fin es ser vendido a peso—. Queda claro, pues, el recurso a la antítesis mediante esas imágenes especulares: construcción y proveimiento del castilllo contra las ruinas del mismo; los efectos del paso del tiempo, la comparación de la etapa de construcción y la de destrucción, irremediable. La mano del hombre contra la mano del tiempo. Las guerras napoleónicas siguen su curso hacia la gloria y la heredad se sume en la ruina. La guerra y la paz.

Sin embargo, formalmente, Simon no establece ninguna preponderancia temporal —ni, naturalmente, juzga a sus personajes, pero esto ya se da por descontado (aunque con una excepción que mencionaré a continuación)—, no busca ningún pasado que justifique los hechos que acaecerán posteriormente ni inventa ningún futuro que recoja los frutos sembrados en un irreformable pretérito; todos los planos temporales en los que se desarrolla la acción transcurren en un inusitado presente continuo constituido por hechos presumiblemente aislados cuyas conexiones, si las hubiere, corren por cuenta del lector.

«Y con ella fue como si todo cuanto subsistía aún de un pasado confuso, de un fragmento vivo de Historia (aun en la memoria insegura de un cerebro envejecido), hubiese sido borrado, abolido, la inmensa casa mayor todavía, más vacía, de manera que ahora, privada de aquella que en cierto sentido la justificaba con su presencia, y aunque seguían en pie sus paredes, más o menos impermeable su techumbre, no dispersados aún sus muebles, parecía ir a juntase ya, en un mundo desaparecido, con los viejos restos de piedras abandonadas, como si se alejara, aspirada a toda velocidad, decreciendo vertiginosamente según se deslizaba por las invisibles líneas de fuga, con el deslumbrante salón de raídos brocados, amarillentos cortinajes, paredes manchadas de moho, iluminado una vez al mes, reuniendo a los supervivientes enlutados de alguna catástrofe colectiva, semejantes a esos personajes a escala abusivamente reducida que pueden verse al pie de los monumentos de la antigüedad, haciéndose más pequeños aún».

El estilo —"difícil", "aburrido", "ilegible" o "confuso" los adjetivos que Simon se otorga a sí mismo en el discurso del Nobel— cuya máxima expresión es La Ruta de Flandes , se ha depurado; el lector puede hacerse cargo con más facilidad de lo que Simon cuenta que en aquella ocasión; también las descripciones parecen obviar en mayor medida lo accesorioi y circunstancial para centrarse en lo fundamental, para que no se extravíe el foco —siempre personal, a menudo sorprendente— que rige la narración.

«[...] más tarde, tuvo que interrumpirse otra vez, permanecer un momento ante la hoja de papel, meditabundo y receloso, las cejas fruncidas, el semblante ligeramente crispado, no por el recuerdo de lo que imntentaba contar, sino por la dificultad de contarlo, de hacer creíble también aquello, vacilando, parecido a alguien que hablase con voz sorda, pensativa, mirando con fijeza el vacío y deteniéndose de pronto (un hombre contando la pasión que sintió por una mujer sabiendo muy bien que nadie más que él puede comprenderla, previendo la sorpresa reprimida, el asentimiento cortés, estupefacto, del confidente a quien enseñará la fotografía), y decidiéndose al fin, soltando la palabra imposible de hacer aceptar, aun siendo la única que traducía lo intraducible, formando una a una en el papel, lentamente, las letras que la componían, escribiendo que aquella época había sido como un "hechizo"...».
Uno de los episodios, que ocupa por entero un capítulo, es la estancia de George Orwell como turista en Barcelona; el narrador abandona la aparente equidistancia de la que hace gala a lo largo de la obra, y adopta el punto de vista del escritor.

«[...] cuando les parecía que era bastante tarde (o sea, cuando había recobrado su ritmo normal la animación callejera), se salían de su refugio, no sin antes examinarse uno a otro meticulosamente, quitándose las briznas de hierba, las huellas de barro o de cascote, desenpolvando largamente y alisando lo mejor que podían su ropa hasta que, con sus pantalones de franela y las americanas de cheviot que se habían puesto en vez del peligrosom pantalón miliciano de pana y la peligrosa cazadora, adquirían más o menos la apariencia de inofensivos turistas —o corresponsales de prensa—, tal vez demasiado atezadas sus caras y las manos demasiado callosas para auténticos turistas (aunque, en última instancia, podían argüir que el bronceado de su cutis se debía a los baños de sol que tomaban en una de las playas próximas)».

La visión de Simon no es demasiado favorable a Orwell, emplea una cierta ironía tanto en boca del narrador como en las intervenciones indirectas del personaje. El intento de Orwell de relatar sus experiencias en la guerra civil española y la imposibilidad de lograrlo, es la forma que toma la justificación de Simon para su apuesta formal como alternativa a aquella imposibilidad:

[P. 240]: «En realidad, según vaya escribiendo, no cesará de crecer su malestar. Al final, la imagen que da es la de un hombre empeñado, con una perseverancia triste e inasequible al desaliento, en leer y releer las indicaciones sobre el uso y montaje de un mecanismo perfeccionado, sin poder resignarse a admitir que las piezas sueltas que le han vendido y que sucesivamente trata de ensamblar, rechaza y vuelve a coger, no pueden adaptarse entre sí, ni para formar la máquina descrita en el texto del catálogo, ni con toda seguridad ninguna otra máquina, salvo un conjunto chirriante de engranajes que no sirven para nada, si no es para destruir y matar, antes de descomponerse y destruirse a sí mismo».

Este capítulo incluye una magistral descripción de Barcelona en plena guerra civil bajo el punto de vista de un periodista inglés —exageradamente inglés—, en una de las pocas ocasiones en que Simon adopta el punto de vista de uno de sus personajes, tal vez por tratarse de un protagonista conocido, que pasea su estupor por una ciudad en proceso de devastación, y cuya mirada no elude una explícita censura, que alcanza tanto a su conducta como al relato que redactará posteriormente de ella, por situarse en un plano superior —el de la civilización británica, con los prejuicios derivados de su clase y su educación—, más allá del bien y del mal, que acabaría en un irrazonable alistamiento en un batallón antifascista, la culminación de un concepto romántico de la guerra, tan erróneo como  improcedente, pero válido y justificado por su egolatría, y de la probabilidad de la propia muerte muy próximo, si no idéntico, al de otro escritor británico alistado también como partisano en una guerra extranjera un siglo antes. 

«[...] su aventura (o más bien la aventura que intentaba contar ahora) era parecida a una de esas novelas cuyo narrador que dirigía la investigación fuera no el asesino, como en ciertas versiones sofisticadas, sino el propio muerto, sumiendo al lector en un mar de detalles ociosos cuya acumulación le sirve para disimular el eslabón oculto de la cadena, la información que falta, encargándose del resto la historia misma, superando con su graciosa perversidada aquellos autores que se divierten confundiendo al lector, atribuyendo varios nombres al mismo personaje o, inversamente, dando el mismo nombre a personajes diversos, y, como siempre, obrando (la Historia) con su tremenda desmesura, su increíble y pesado humor».

Otro episodio central y satisfactoriamente resuelto es el referente a la decadencia física de LSM. La Historia no debe nada a sus héroes; corre como un caballo desbocado hacia un futuro incierto abandonando en el camino a aquellos gracias a los cuales avanza. LSM ha cumplido ya su papel y ahora, inútil, no hace ya más que vegetar entre la decadencia personal y recoger todo el odio que ha sembrado a lo largo de los años, sea en el plano militar, el político o el familiar. Perdido el poder, los residuos desagregados no pueden conservar la solidez, y el gran hombre y todo lo que llevaba asociado se desmigaja para siempre ante sus propios ojos. El excitante olor a pólvora es sustituido por la pestilencia de los cadáveres; los efluvios de caros perfumes por el hedor de la vejez; los vítores victoriosos por un eco que se extingue, lejano e indiscernible; una marea que se retira abandonando en la playa la mezcla de detritos orgánicos y de restos de olvidados naufragios.

«[...] como si pasadas apenas las barreras entre los fielatos de arquitectura severa, con sus pesadas columnas entrecortadas con cubos, su friso de danzarinas de ligeras clemátides, hubiera penetrado bruscamente no en el interior de una ciudad sino de una especie de campo tapiado, de pudridero en el que en medio de un pestilente olor a sangre podrida se enfrentaban ahora, se mataban o más bien acaban de matarse, extenuados, furibundos, terriblemente envejecidos, reducidos al estado de paródicos fantasmas, de caricaturas de sí mismos, los últimos representantes de lo que había constituido antes como un club, un círculo cerrado con unos estatutos fundados no en la fortuna o en la nobleza sino en la inteligencia, la generosdidad, el valor, los supervivientes irreconocibles (y eso que los conocía casi a todos por sus nombres de pila y los tuteaba), cada día menos numerosos, cogidos en el cepo, prisioneros de una especie de laberinto en cuyas salidas hubiera echado el cerrojo alguien (algún empleado del círculo, algún ujier cruel y bromista, el encargado del baño turco quizá...), titubeando, despavoridos, semejantes a gente bebida, apoyándose en las paredes rezumantes, paralizados de miedo, de agotamiento, sobresaltándose con el ruido de unas pisadas, con la sombra de una sombra».

13 de febrero de 2023

La Ruta de Flandes

 

La Ruta de Flandes. Claude Simon. Editorial Lumen, 1985
Traducción de Oriol Durán

«De modo que Georges y Blum no intentaban reconstruir la historia día a día sino por así decirlo pedazo a pedazo (como la superficie de una mesa oscurecida por los barnices y la mugre que un restaurador levantaría a placas, ensayando, experimentando en pequeños pedazos distintas fórmulas de líquidos para limpiar».

La primera edición en castellano de La Ruta de Flandes (La Route des Flandres, 1960) fue publicada en 1967, pero hubo que esperar a 1985 para que viera la luz la versión íntegra y sin censurar; no se me ocurre qué vería de censurable la policía de la moral franquista, como no fuera la escena de sexo del tercer bloque —porque el mensaje antibelicista y de rebelión contra los mandos militares seguro, teniendo en cuenta la inteligencia de los censores, que o se les pasó por alto o no lo consideraron tan peligroso como la escena mencionada— . Después de unas obras primerizas, eminentemente autobiográficas y estilísticamente canónicas —aunque se adivina en ellas el germen que fructificaría con posterioridad en sus obras mayores—, Simon, en una fecha tan temprana como 1960, rompe con los lugares comunes de la novela usual con este texto —el séptimo publicado, quince años después de su debut con Le Tricheur— en el que, sin obviar claras referencias relativas a su experiencia bélica como soldado, prisionero y evadido en la IIGM, expone el tratamiento estilístico y formal por el que será ampliamente reconocido en su país, incluido —aunque a regañadientes por el propio interesado— en el movimiento literario del nouveau roman, y en el mundo entero con la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1985.

«Liberado pues, librado, relevado por así decirlo de sus obligaciones militares a partir del momento en que el efectivo de su escuadrón había quedado reducido a nosotros cuatro (su escuadrón mismo era más o menos lo que había quedado del regimiento entero, quizás con algunos jinetes a pie perdidos aquí y allá por el paisaje), lo que no le impedía mantenerse siempre erguido y tieso sobre su silla de montar tan erguido y tan tieso como si estuviese desfilando en la revista del catorce de julio y no en plena retirada más bien desastre, en medio de esta especie de descomposición de todo, como si no ya un ejército sino el mundo entero y no solamente en su realidad física sino incluso en la representación que de él puede hacerse la mente (pero quizás también influía la falta de sueño, el hecho de que desde hacía diez días prácticamente solo habíamos dormido a caballo) estuviera a punto de despellejarse y descomponerse, de hacerse en pedazos en agua en nada».

Un oscuro episodio bélico —en cualquier caso, una derrota, que formó parte de la debacle del ejército francés en 1940—, del que solo se nos informa tangencialmente, ha provocado la aniquilación del escuadrón en el que sirve Georges, el ocasional narrador; este, que se ha salvado de la catástrofe, emprende la huida del campo de batalla junto a los pocos supervivientes, antes de ser apresado por el enemigo y recluido en un campo de concentración del que logrará evadirse. 

«Sus voces destacaban sobre, o más bien a través de, la lluvia gris, continua, paciente (como el múltiple y secreto cuscurreo de invisibles insectos que devoran insensiblemente las casas, los árboles, la tierra entera) los estribos y los frenos tintineando a veces con un sonido claro. Simplemente, soldados sus voces cansadas monótonas se elevan también una tras otra, se entremezclan, se enfrentan, pero tal como hablan los soldados, es decir tal como duermen o comen, con esta especie de paciencia de pasividad de aburrimiento como si estuvieran obligados a inventar artificiales motivos de disputa o simplemente razones de hablar».

Pero la muerte de su capitán, el verdadero acontecimiento central de la novela, inspirado por el suicidio real del general de la Houllière, sobre la que existen numerosas dudas acerca de si fue por propia mano o consecuencia de un accidente —cuando alguien muere de un disparo de su propia pistola, si se ha disparado voluntariamente, hay historia; si la pistola se ha disparado accidentalmente, por ejemplo, mientras la limpiaba, el episodio termina ahí, no hay historia—, se ha convertido en una obsesión para Georges que, ayudado por Blum, compañero de cautiverio, y de Iglésia, antiguo empleado del capitán, intentará averiguar lo que sucedió en realidad.

«Comprendí esto, comprendí que todo lo que buscaba, esperaba, desde hacía un momento era hacerse matar, y no solo cuando le vi permanecer allí erguido sobre su caballo parado bien expuesto en el mismo centro de la carretera, sin apenas tomarse la molestia de hacerlo avanzar hasta debajo de un manzano, y ese pequeño imbécil de subteniente que se creía obligado a actuar como él, imaginando sin duda que se trataba del último chic del non plus ultra de la elegancia y del buen tono para un oficial de caballería, sin sospechar ni un instante las verdaderas razones que impulsaban al otro a hacer  esto es decir que no se trataba ni de honor ni de valor ni mucho menos de elegancia sino de un asunto puramente personal e incluso no entre él y ella sino entre él y él».

La muerte, pues, sea la imagen estática del desolado campo de batalla después del enfrentamiento, o sea su antecedente dinámico inmediato, el fragor de la batalla, el caos de la soldadesca o el galope de los caballos, es uno de los centros, tal vez el más explícito, alrededor del cual se estructura la búsqueda de Georges y, a la vez, la novela de Simon. 

«Y entonces estaría muerto de verdad, y si el centinela era el más rápido no tendría ni tiempo de levantarse, de modo que estaría en este mismo lugar, y nada habría cambiado excepto que no estaría exactamente en la misma posición puesto que habría intentado coger el fusil y apuntar, y esto era todo, pues en definitiva continuaría siendo la misma tranquila y cálida tarde de mayo con su verde olor a hierba y la ligera humedad azulada que comenzaba a caer sobre los huertos y los jardines: solo habría habido uno o dos disparos como se oyen en septiembre después de levantar la veda por la tarde, cuando después del trabajo un campesino o un muchacho ha cogido al azar un fusil y ha decidido dar una vueltecita por aquel lugar donde el otro día levantó aquella liebre y esta vez la liebre ha acudido a la cita y él ha disparado, con la diferencia de que a Georges nadie lo cogería para llevárselo por las orejas sino que se quedaría allí para siempre, en el mismo lugar, completa y definitivamente inmóvil [...]».

Pero el texto se encuadra en otros sistemas de coordenadas tal vez menos evidentes pero no por ello menos determinantes, uno de los cuales es el tiempo. Primero como magnitud absoluta, como aquel marco fijo que transcurre con independencia de todo aquello que envuelve; que no ordena, sino que confunde porque su transcurrir no tiene ni un antes ni un después, ni un principio ni un fin, solo un eterno presente continuo que desvanece toda referencia temporal convirtiendo la existencia en una negra noche a la que ninguna luz es capaz de alumbrar, en una sucesión de circunstancias sin conexión causal, conectadas únicamente por la ausencia de leyes que rige el azar. 

«(no pueden ver la lluvia, solamente oírla, adivinarla murmurando, silenciosa, paciente, insidiosa en la noche oscura de la guerra, goteando por todas partes encima de ellos, en torno a ellos, bajo ellos, como si los árboles invisibles, el valle invisible, las colinas invisibles, el mundo entero invisible se disolviese poco a poco, se deshiciera en pedazos, en agua, en nada, en oscuridad helada y líquida, las dos voces falsamenbte seguras, falsamente sarcásticas, levantándose, forzadas, como si quisieran agarrarse a ellas mismas y esperasen conjurar por medio de ellas esta especie de sortilegio, de licuefacción, de debacle, de desastre ciego, paciente, sin fin, las voces gritan en ese momento, como las de dos muchachos fanfarrones que intentan darse ánimos:)».

Pero también como lapso de duración que contiene hechos que empiezan en el presente —mejor dicho, en lo que parece el presente—; que, de pronto, no tanto por su semejanza, sino por su propia naturaleza, siguen en un pasado, datado con concreción o indeterminado, aparecen y desaparecen en el continuo temporal en cada ocasión en que se revela esa especie de nexo, no reproduciéndose, sino completándose, como si la cadena causal fuera substituida por la generación de enlaces temporales que provocaran la misma función de nexo que aquella.

«George sin conseguir comprender hasta entonces lo que gritaba la voz (es decir lo que había gritado, pues ahora ya gritaba otra cosa, de modo que cuando él contestó lo hizo como con un desfase, como si lo que el otro gritaba tardara un momento en llegar hasta él, en atravesar las espesuras de fatiga), oyendo su propia voz que surgía (o mejor era impulsada penosamente fuera de él) enronquecida, rugosa, marrón oscuro, y gritando él también, como si a todos les fuera necesario aullar para conseguir hacerse oír, aunque estuviertan a unos metros (y a un momento, o ni siquiera esto) el uno del otro y aunque no hubiera más ruidos que unos lejanos cañonazos. Porque sin duda el tipo se había puesto a gritar desde que los había visto, había gritado mientras bajaba corriendo los peldaños de la casa, y había continuado aún sin darse cuenta de que cada vez era menos necesario a medida que se aproximaba a ellos».

El otro sistema es, ciertamente, el espacio. La composición de las escenas no se basa en el lugar —el escenario donde sucede un hecho—, al igual que no se justificaba en el tiempo —la sucesión de instantes—, sino en circunstancias cuyo nexo es oscilante. 

«El rostro de Blum era como una máscara gris cuando George se volvió, como una hoja de papel rasgada con dos agujeros por ojos, la boca también gris. George continuaba aún la frase que había comenzado o más bien escuchaba cómo su voz la continuaba (sin duda, algo así como: Oye dime has visto a esa chica, ella...), luego la voz cesaba, los labios quizás continuaban moviéndose en el silencio, luego también dejaban de moverse cuando él miraba su rostro de papel. Y Blum (se había quitado el casco y ahora su estrecha cara de niña parecía más estrecha entre las orejas despegadas, no mucho mayor que un puño, encima del cuello de niña que surgía del cuello tieso y mojado del abrigo como de un caparazón, desdichado, triste, femenino, muerto) decía: "¿Qué chica?", y George: "¿Quién?... ¿Qué te pasa?"».

Este hecho requiere una lectura extraordinariamente atenta, tensionada, porque los cambios de escena, al no regirse por las reglas usuales —tiempo y espacio—, no siempre son evidentes, pero también porque, a menudo, la reubicación puede tardar varias páginas en ser percibida —o no se llega a percibir nunca, en cuyo caso no queda más remedio que perseverar, aunque sea infructuosamente—; ni que decir tiene el placer, la satisfacción, que experimenta el lector al descubrir alguno de esos nexos oscuros, aunque sea páginas más adelante de lo que debería haber sido.

«Quizás un sillón, una mesa por el suelo, y los vestidos, como los de un amante impaciente, apresuradamente, febrilmente arrancados, tirados, esparcidos por todas partes, y este cuerpo de hombre de complexión delicada, casi femenina, yaciendo, inmenso e indecoroso, las sombras en movimiento de la vela jugueteando sobre su piel blanca y transparente, marfileña o mejor azulada, con este zarzal en el centro, esta espesura, esta mancha oscura, difuminada, y el frágil sexo de estatua caído diagonalmente sobre lo alto del muslo (el cuerpo, al caer, se había inclinado ligeramente hacia la izuierda), el cuadro entero emanando no se sabía qué de confusión, de equívoco, de húmedo y helado a la vez, de fascinante y repugnante».

El texto acomete al lector, a estas alturas ya atónito, como una crecida súbita, a la que este intenta sobrevivir de forma primaria, sin comprender lo que está sucediendo; cuando aquella termina, el lector se ve obligado a interpretar los restos que ha dejado, sabiendo que su comprensión, por mucho que se esfuerce, solo será parcial, y que su interpretación tendrá que limitarse a las consecuencias, ya que la verdadera naturaleza del desbordamiento permanecerá oculta. Como en todas las obras de madurez de Simon, el reto para el lector consiste en interpretar los restos,. más o menos visibles, más o menos sólidos, que subyacen, no siempre permanentes, a su enigmática  escritura.

«Los tres allí pues (uno agachado, los otros dos al acecho), como tres vagabundos famélicos en uno de estos solares vacíos que encontramos en las proximidades de las ciudades, y ni rastro de soldados: revestidos con estos míseros pingos que son el lote de los guerreros vencidos, y no los suyos sino, como si el vendedor chistoso hubiera querido divertirse además a sus expensas, hundirlos aún más en su condición de vencidos, de residuos, de desperdicios (aunque sin duda no era ni siquiera esto: solo el lógico final de unas órdenes, de unas disposiciones quizás racionales en un principio, y demenciales en el estadio de la ejecución, como cada vez que un mecanismo de ejecución suficientemente rígido, como el ejército, o rápido como las revoluciones devuelve al hombre —un hombre en su estado primigenio, libre de esta flexibilidad que tiene su origen en una aplicación infiel, o en el tiempo— el reflejo exacto de su pensamiento al desnudo».

Para la novela estrictamente realista, no hay nada que distinga al jinete que cabalga, veloz y resuelto,  hacia el lugar donde se ubica lo más cruento de la batalla, del que escapa, a todo galope, cuando la derrota es inminente; nada diferencia al que se prepara para cometer un crimen, al que se propone ser un asesino, del que huye para no ser liquidado, el que no está dispuesto a ser la víctima: mismos elementos, mismo espacio, mismo tiempo. Lo que en esta situación intenta Simon es, neutralizando la descripción y reteniendo las circunstancias y las informaciones concluyentes, facilitar los datos imprescindibles para que el lector pueda —en el caso de que pueda— distinguir en cuál de las situaciones se encuentra el jinete.

«Yacíamos desunidos como dos muertos, intentando sin conseguirlo recuperar la respiración, como si el corazón intentara salir por la boca con el aire, muertos ambos, ensordecidos por el alboroto de nuestra sangre, que fluía, rugía en nuestros miembros, se precipitaba a través de las ramificaciones complicadas de nuestras arterias como, cómo se llama esto, macareo creo, todos los ríos se ponen a fluir en sentido inverso hacia sus fuentes, como si por un instante hubiésemos sido vaciados por completo, como si nuestra vida entera se hubiese precipitado con ruido de catarata hacia y fuera de nuestros vientres, arrancándose, extirpándose de nosotros, de mí, de mi soledad liberándose lanzándose al exterior manando sin fin inundándonos sin fin como si no hubiera fin como si nunca tuiviera que terminar (pero no era cierto): solo un instante, embriagados creyendo que era siempre, pero en realidad solo un instante, como cuando se sueña, y uno cree que pasan un montón de cosas y al abrir los ojos la aguja apenas se ha movido».

Unas dudas que el lector experimenta —¿a qué viene la carrera en el hipódromo? ¿Es una digresión provocada por la escena principal (a la que, por cierto, no hemos asistido): la carga de la caballería? ¿Por qué es uno de los escasos episodios que siguen las reglas canónicas de la novela realista, en un tiempo distinto del curso principal (aceptando que este exista o se manifieste), en los que coinciden algunos de los personajes centrales de la novela?—, fruto de las mismas dudas en las que se ve envuelto el narrador —¿estoy vivo o estoy muerto? ¿Qué se esconde, realmente, detrás de la cortina de la ventana con un pavo real estampado, que aparece a lo largo de la novela? ¿Quién es el cisne que se posa sobre esta Leda al otro lado de la ventana y quién el águila que le persigue?—.

«Y traqueteados sobre nuestras invisibles monturas habríamos podido creer que todo esto (el pueblo la granja la lechosa aparición de los gritos el cojo el adjunto la vieja loca, todo ese oscuro y ciego y trágico y banal embrollo de personajes declamando injuriándose amenazándose maldiciéndose tropezando en las tinieblas palpando hasta terminar de narices contra un obstáculo una máquina escondida en la oscuridad —y no puesta allí para ellos, ni siquiera especialmente dedicada a ellos— que les explota en plena cara dejándoles el tiempo preciso para entrever por última vez —y probablemente por primera vez— algo que se pareciera a una luz) que todo esto no había existido más que en nuestra mente: un sueño una ilusión mientras que en realidad quizá nunca habíamos dejado de cabalgar quizá habíamos cabalgado en la noche goteante y sin fin hablándonos sin vernos...».

Nota: las particularidades en la puntuación de los fragmentos citados provienen del original. 

BONUS TRACK

Vídeo de la conferencia L'art du langage: Autour de La Route des Flandres, de Claude Simon, pronunciada por Gérard Berthomieu en el Centre Pompidou, Bibliothèque Publique d'Information, en el ciclo L'art du langage et le pouvoir des mots.


10 de febrero de 2023

Claude Simon X


El último caballero

Jean Rouaud

Bajo la excusa de inventariar el universo poético del premio Nobel francés, se adivinaba una indicio de fastidio en la observación del periodista. Que un escritor de tal envergadura pudiera repetir por tercera vez la misma historia, ¿no sería una prueba de falta de imaginación, o incluso la demostración de que el Nouveau Roman tiene tan poco que decir que se condena a sí mismo a la repetición? Y después, ¿qué iba a hacer? No iba a volver a repetir eso, ¿verdad? Conocemos la lacónica respuesta de Claude Simon al periodista: «Después de escribir, queda escribir», y volvió a repetir eso, por cuarta vez, en Le Jardin des Plantes. ¿Eso? La etapa inaugural de su obra, la que le lleva al lado de Chateaubriand y Saint-Simon, esos puntos de referencia de una época que toman bajo su responsabilidad registrar en la cresta de la ola de sus vidas, en su punto de inflexión, el acta de defunción de un mundo antiguo.

¿Eso? Estamos en la primavera de 1940 y, contrariamente a lo que se suele decir, eso no se retomará más. Es un país exhausto, al final de su historia, envuelto como un viejo actor en los ropajes de su antigua gloria, que ha declarado la guerra a Alemania unos meses antes. Y no realmente por razones morales e ideológicas, aunque, por una vez, la causa pudiera parecer justa.

Unos meses antes, en Múnich, el país no se había mostrado sido tan exigente en cuanto a principios, preguntando, como Jesús a su Padre celestial, en el Huerto de los Olivos, sintiendo de pronto decaer su entusiasmo ante la perspectiva de lo que le esperaba al día siguiente: si es posible que ese cáliz se aleje de él. En otras palabras, ahora que eso se hacía evidente, no estaba preparado para afrontar la terrible prueba. Y en Múnich, también se apartó el cáliz, no, gracias, sí, siéntase como en casa, apodérese de los Sudetes, haremos la vista gorda mientras los problemas queden aplazados. Y más tarde, aquí estamos. Esta vez, no hay forma de detenerlo. Así que, cansados de la guerra, declaramos la guerra. El viejo reflejo pavloviano del viejo país. La guerra como respuesta a todo, como estilo de vida, como ejercicio saludable. Y como se necesita ser varios para este juego, podemos contar con Alemania, que está esperando eso. E Inglaterra le seguirá.

Tan acostumbrados a pelear, los pueblos de Europa, a quien había bastado el asesinato de un oscuro archiduque en una oscura ciudad para que cada uno adsoptara de inmediato la posición del boxeador dispuesto a entrar en combate, inventando al mismo tiempo la idea de «una guerra fresca y alegre», que tanta falta hacía. Más de cuarenta años de cruzarse de brazos, de practicar con Marruecos y Madagascar, con Indochina y con los descontentos argelinos. Pero la guerra por fin.


Después de cuatro años, el balance es menos divertido. Varios millones de muertos, y para los supervivientes, la experiencia del sufrimiento, la pena y el luto. Así, el niño de once años que acompaña a la mujer de negro por los campos de batalla en busca de los no regresados de entre los muertos, la mujer de negro que no puede superarlo y lleva la guerra hasta su propio cuerpo para reunirse con su marido caído durante aquel mes de agosto asesino que inauguró el conflicto. La esposa del militar de carrera Antoine Simon estaba preparada para este trágico desenlace; formaba parte de las cargas de su casta, que se remontaba a aquel general del Imperio, miembro de la Convención y regicida. Pero diez años es el tiempo que tarda en desarrollarse un cáncer tras una emoción violenta, y ese es el tiempo que tardará la esposa de Antoine Simon en sucumbir a su vez. Claude Simon, cachorro de guerra.

Europa, lo hemos olvidado, ahora que solo sabe poner la otra mejilla y enviar al mundo mensajes de conciliación y de concordia, pero Europa, este «continente remendado de cicatrices, cosido y recosido lo mejor que se puede, como se recose el vientre o el pecho de los caballos desgarrados por los cuernos del toro, para presentárselo de nuevo», Europa, es la guerra. ¿Durante cuánto tiempo? Desde siempre, desde que se erigieron los deslindes de piedra. Yo reino sobre este espacio, dice la piedra levantada. No sólo sobre este espacio en el suelo del que soy el centro, el gnomon, sino también sobre este espacio comprendido entre la tierra y el cielo. Este aire es mío. ¿Cómo que eso es tuyo? Eso es todo lo que necesito. Eso ahora, eso siempre. Los invasores llegando en oleadas, enfrentándose a los nativos, amalgamándose, entrando en conflicto con los recién llegados. Nunca hubo paz en este continente, ni siquiera la romana. Y la hemorragia se extendió al mundo entero. Cruzados, conquistadores, revolucionarios. Europa imponiendo su terrible ley a los pueblos sometidos.

Pero en el momento en que las grandes migraciones habían cesado, que el propio mundo empezaba a saturarse de aquellos pueblos belicosos que se habían confabulado para apoderarse de los cinco continentes, los combatientes se destrozaban unos a otros como boxeadores acorralados contra las cuerdas en este pedazo de tierra, al oeste de la meseta euroasiática. El primer round fue ganado por Francia con la ayuda del viejo enemigo inglés y la jovencísima América. Pero cuando se procedió a alzar el brazo del ganador, se descubrió que ni siquiera podía mantenerse en pie, completamente grogui.

Apenas un cubo de agua fría arrojado después a la cara, y tienes que volver a ponerte en guardia, de vuelta al centro del ring. Tienes que volver a hacer eso. Pero ya no es tan divertido. En absoluto. Entonces, tras la «guerra fresca y alegre» del catorce, se inventa la «guerra divertida», como si se tratara de una guerra para reírse. Unos meses para convencerse, quién sabe si el cáliz no pasará esta vez lejos de nosotros, pero muy rápidamente, en una noche todo se tambalea. Porque del otro lado, el tono nunca fue de broma. Se prepararon con toda la seriedad del Ruhr y de sus bofetadas de hierro al rojo. Se blindaron.

En este lado, se sueña aún con la gloria pasada, con la figura del caballero conquistando el mundo, desembarcando su animal fabuloso de las carabelas españolas, y, desde allá, arriba poniendo de rodillas a los imperios. La nostalgia, presente aún en el seno de los estados mayores, de las grandes cargas a caballo, sable en mano, que hicieron decir a Murat que la de Prentzlow era la más bella que había visto nunca, y a Zola, sí, al científico Zola, que a pesar de un amargo revés en Reichshoffen, esta carga de los coraceros, «no obstante, fue osada, calentaba el corazón».

La fuente del gimmick simoniano, de esta figura del dragón abatido cuatro veces por la metralla, está ahí, al lado de estas cargas a caballo que se reproducen por la belleza del gesto, a pesar de que se conviertan en una catástrofe. Basta una vuelta, una mirada atrás para comprender el mecanismo iterativo. Crécy, Azincourt, Reichshoffen, junio del cuarenta, cuatro versiones del mismo acontecimiento, de la misma soñadora inadecuación a los tiempos, el recuento simoniano es bueno.

Recordemos Crécy y Azincourt, la flor de la caballería francesa, es decir, los soldados a caballo, hombres de hierro que no dudaron en pisotear a sus propias tropas de cortadores de corvejones, tan deseosos estaban de dar batalla al enemigo, de abalanzarse sobre él como en un torneo. Y enfrente, otra idea de la guerra, que ya no se inspira en esas justas principescas. Qué sentido tiene buscar el enfrentamiento directo, arriesgarse a recibir el golpe de una lanza, de una espada o de una maza, cuando los arqueros ingleses pueden detener este muro resplandeciente con una andanada de flechas, hacer que los caballos se desplomen y que los hombres de hierro caigan al suelo tan vulnerables como escarabajos tumbados sobre sus espaldas. En Azincourt, son las culebrinas las que entran en acción, sembrando el pánico entre los corceles, desatando una tormenta de fuego que abate a los últimos jinetes. Azincourt fue el fin de la caballería y el comienzo de la guerra moderna. Pero no se quiso creerlo. De ahí esta persistencia retiniana, cegadora. Nos aferramos a esa figura aristocrática del caballero, distintiva, selectiva, perdida hace tiempo, que no ha resistido los asaltos de la burguesía comercial, pero con tanto encanto. Se siguen erigiendo estatuas ecuestres. Bernini y Luis XIV, David haciendo cruzar a Bonaparte el San Gotardo sobre un fiero corcel cuando en realidad iba montado en una mula.

Esperemos que eso dure, suspiró la madre del mismo hombre. Sigamos como si nada —los arqueros, las culebrinas, los tanques— hubiera ocurrido. Volvamos a soñar con el viejo mundo. Así que para contener el avance de los blindados alemanes, que habían atravesado como por arte de magia el espeso bosque de las Ardenas, el ejército francés envió regimientos de dragones. No es que el estado mayor creyera en la superioridad del sable sobre las ametralladoras, ni que un caballo pudiera detener una mole de acero de varias toneladas, pero cómo renunciar a esa embriaguez que antaño forjó destinos gloriosos, a esa luz de estrella muerta que había hecho de Francia un faro de la civilización, cómo embaular definitivamente su vieja panoplia con sus galones dorados.

El uniforme, de hecho. Qué pena tener que fundirse hoy con la tierra y la maleza, ser tomado por un arbusto, ser uno con el sotobosque. Los alemanes, ya desde el 14, habían tomado una decisión práctica. El verdigris se había convertido en el color Pantone de la guerra, y el estado mayor francés, tras un primer mes de agosto mortífero, el más mortífero del conflicto, renunció con el corazón encogido al quepis y a los pantalones carmín de garanza. Sin embargo, era tan hermoso, esos soldados-amapolas en el trigo, «tan osado». Para proteger el cráneo, se pensó por un momento en deslizar una kipá de acero bajo el quepis. Pero muy pronto —demasiado tarde para muchos— se resolvió a llevar casco. En cuanto a fundirse con la tierra, es una actitud, la de ese hombre acostado, empantanado, que no va con nuestro código de honor. Un cobarde se acuesta, un valiente muere de pie. Así que le cortaremos, para el valiente, como a Peau d'Âne, un uniforme azul cielo para que se confunda, cuando avance hacia el enemigo, con las nubes. El color indica incluso el camino a seguir: será un azul horizonte. Así que, de nuevo, fueron pedazos de cielo encaramados a sus caballos exhaustos los que avanzaron en mayo del cuarenta frente a los blindados alemanes.  Entendamos que estos cuerpos abatidos es el cielo el que cae sobre nuestras cabezas.

Porque lo que Claude Simon va a registrar, a través de esta imagen recurrente del capitán de Reixach, llevándose la mano a la empuñadura de su sable y cayendo bajo las balas de los paracaidistas alemanes, como sus pares en el pasado bajo la felonía de los arqueros ingleses, es, en efecto, el desplome de un firmamento, una caída de cuerpos celestes, el fin de un mundo, y más precisamente el fin de Francia, es decir, de su ficción fundacional, que es tanto como decir el fin de la caballerosidad, el fin de las novelas de caballerías, y, al mismo tiempo, el fin de la novela, porque se trata de lo mismo, las novelas escritas en lengua romance para paletos a caballo que no entendían el latín. Reixach (declinación semántica de Reichshoffen) es un primo pequeño de Don Quijote. En este sentido está claro que fue la literatura la que inventó ese universo caballeresco.

Así que eso, este jinete empuñando su sable, que a priori puede ser imaginable, puede incluso no carecer de encanto, salvo que estamos en el mes de mayo de mil novecientos cuarenta, enfrentados al ejército más mecanizado de la época, que con una ráfaga derribará al jinete y a su montura, «hombre, caballo y sable desplomándose de una pieza de costado». Y por eso, a veces, no está mal reproducir esas imágenes una y otra vez, mientras la mente adormecida lucha por integrar esta brutal realidad. Porque esa estatua ecuestre que sigue cayendo infinitamente en las novelas de Claude Simon es como el derrumbe de las torres del World Trade Center. Es necesario ver las imágenes para convercerse de lo inimagionable, una y otra vez,  para convencernos de lo impensable, repetirnos eso, eso que es siempre una prefiguración del Apocalipsis.

La muerte de Francia se nos había ocultado hábilmente tras la entelequia reiterada de la muerte de la Novela. Que habrá servido de reclamo para entretenernos, de pantalla para no poder ver. Se podría haber dicho de otra manera. Por ejemplo: la novela ha muerto, viva Francia. Pero no encaja, claro, y nos pone inmediatamente la mosca tras la oreja. Porque si se le retira a un pueblo la capacidad de contar historias, es que ya no tiene ninguna que contar, es que está fuera de la historia. A decir verdad, justo antes de la partida, aún quedaba una historia por desvelar. Pero como nadie quiere oírlo, finjamos  que la muerte declarada de la novela nos priva de los medios para recordar la ignominia, esos cuatro años durante los cuales casi todas las élites y gran parte de la población se ofrecieron a colaborar con el enemigo alemán, mostrando un fervoroso celo a la hora de poner en práctica el plan industrial salido de los cerebros del Tercer Reich para hacer de Europa un lugar Judenfrei, libre de judíos, enviando a los centros de exterminio a millones de hombres, mujeres y niños, culpables de haber nacido.

La novela ha muerto, el relato retirado como se retira una alfombra bajo nuestros pies. Así que ya no es posible decir. Así que no se dice nada. Y como dos precauciones son mejor que una, cinturón y tirantes, anunciemos la muerte del autor en el proceso. Y luego, como la lengua sigue ahí, no sea que empiece a hablar por sí sola, deconstruyámosla, aplastémola, convirtámosla en una cobaya de laboratorio. Y para retorcerle el pescuezo de una vez por todas, declaramos solemnemente que «la sintaxis es fascista», igual que se colocaría una señal de campo de minas para impedir el uso de un territorio. Pero esa es una afirmación de más, por supuesto. Y literalmente hablando. ¿Qué es lo que no queríamos oír? De hecho, cuando se remonta el hilo conductor de la lengua, aparecen estos eslóganes fascistas, como aquella recomendación de no olvidar a los niños.

Que después de escribir quedara escribir era para los peores ciegos que no querían ver. Como si detrás de cada batalla de Farsalia o de cualquier otro lugar, se escondiera la única batalla aceptable para las mentes de la época, la batalla de la frase. Olvidemos que la guerra no se paga con palabras y que quien testifica cabalgaba por la ruta de Flandes en medio de los cadáveres de hombres y de bestias, de la desbandada de cuerpos y de almas. Frente a lo insoportable, era más conveniente hacer de Claude Simon un forjador del lenguaje, preocupado por ordenar sus largos períodos en la página, según el lienzo que él mismo había compuesto con sus lápices de colores, cada color referido a un tema, de modo que no era la historia la que imponía un tipo de narración, sino una impresión panóptica. Uf, el relato estaba muerto. Ya no le oirías divagar como un anciano. Para el significado, véase forma. ¿Solamente? ¿Y lo que dice el texto?

Es un Claude Simon burlón, regocijado por su premio Nobel, quien desliza en Le Jardin des Plantes, su testamento literario, un intercambio del coloquio de Cerisy dedicado a su obra, en plena ola formalista. Aunque advertida contra la ilusión representativa, una participante no puede evitar expresar sus dudas. Se dice que Claude Simon habría recibido una carta de un antiguo oficial de caballería en la que daba fe de haber vivido un episodio similar al relatado en La Route des Flandres. El público se estremeció. ¿Habría sucumbido Claude Simon a la tentación del realismo? Peor aún: ¿habría contado un episodio real de su vida? Incluso el maestro de ceremonias, con argumentos de censor político, puso inmediatamente las risas de su parte: no vamos a recibir lecciones de teoría literaria de un oficial de caballería. Como en una mala serie de televisión, se oyen las risas pregrabadas del público. Pero aún así, es perturbador, ¿no? ¿Y si, a pesar de todo, las mentes necesitan ser corroboradas, aunque estén dispuestas creer el primer bulo dudoso que se les presente? De ahí la vergonzosa conclusión de Robbe-Grillet que, tras aportar las pruebas históricas de los relatos de Simon, se pregunta si éste es realmente uno de los nuestros: «Así pues, debemos creer que Simon concede mayor importancia a los referentes que los demás novelistas de esta reunión». ¿Los referentes? Ya se saben, lo que se relaciona con lo real. Lo que Claude Simon traduce sobriamente: «Las novelas basadas en la experiencia».

____________________________________________________________________________

Este artículo es la traducción al castellano de: Jean Rouaud, «Le dernier cavalier», Cahiers Claude Simon [En ligne], 5 | 2009. URL : http://journals.openedition.org/ccs/648 © Jean Rouaud

La imagen de la cabecera procede de: https://thestockholmshelf.com/2014/01/claude-simon-we-missed-his-centenary-dont-miss-his-books/image-28/

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

6 de febrero de 2023

Claude Simon IX


Mina de plomo (Las Geórgicas, II)

Olivier Rolin

Recientemente, la revista Le Nouveau Recueil me pidió, a mí entre otros, que reflexionara sobre una frase de Flaubert en una carta a Tourgueniev, que habla de la «belleza» que se puede alcanzar mediante la lengua francesa, y que debería ser la aspiración de todo escritor. Yo lo he intentado, pero me temo que no he conseguido decir gran cosa que tenga que ver con la belleza de las palabras, de la frase. Este homenaje a Claude Simon me dará la oportunidad de volver sobre ello (y sin duda de fracasar de nuevo). Me gustaría poder explicar, modestamente, diligentemente, en qué sentido la frase de Claude Simon es bella —pues hay pocas frases, en la literatura francesa moderna, que produzcan una impresión tan profunda de belleza, diría incluso (aunque la palabra esté «pasada de moda», pero Claude Simon también está,  afortunadamente, «pasado de moda», superando con creces cualquier moda, en un espacio y un tiempo donde también se encuentran Tácito y Shakespeare): de grandeza. Lo haré recordando una lectura pública de un pasaje de Les Géorgiques, el comienzo de la parte II, que realicé hace un año. Recuerdo que me sentí literalmente transportado, estusiasmado —tomo esta palabra en el sentido original griego de posesión por un dios. Recuerdo haber comprobado que, a pesar de las apariencias, no era difícil leer a Claude Simon, que había algo en sus frases, una fuerza, una precisión, un ritmo, que demandaban estallar en sonidos, ser pronunciadas, que bastaba, por así decirlo, con ceder a este imperioso mandato, dejar que la fuerza de las palabras fluyera a través de uno. Un poco de alcohol puede haber contribuido a este descubrimiento —era muy tarde, era la «Nuit blanche» en la librería Les Cahiers de Colette, en París-, pero las relecturas rigurosamente sobrias no me hicieron cambiar de opinión. El alcohol no es más importante que las hojas de laurel masticadas por la Pitia.

___

Los soldados están en un tren, en un vagón de ganado. No saben adónde van. El frío les obliga a mantener cerradas las puertas correderas. Si se pega el ojo a los huecos entre los tablones de las paredes, se puede entrever un paisaje nevado, sobre el que cae la noche. La sacudida de las ruedas en las juntas de los raíles. El tren finalmente se detiene. Saltan sobre el balasto, hacen descender, de otros vagones, a los caballos. Mientras se forman los pelotones, pasa un tren de pasajeros. Saltan sobre la silla de montar, se inicia la marcha, sin rumbo, «en el invierno y en la noche», como dice la canción de los Guardias Suizos colocada al principio de Voyage au bout de la nuit (y además parece rodar por estas páginas un eco lejano de la marcha nocturna del jinete  Bardamu hacia Noirceur-sur-la-Lys). Pronto, la fatiga, el desánimo, la oscuridad y la nieve que cae hacen que el escuadrón se disuelva. Esto es lo que representan, o más bien dibujan, con mina de plomo, las páginas del comienzo de la sección II de Les Géorgiques. No utilizo esta expresión de «dibujo con mina de plomo» por casualidad, por supuesto: es la que emplea Claude Simon para sugerir la minuciosa agudeza de la visión: «Lo perciben todo de golpe y, sin embargo, de forma detallada (o más bien despojada, excavada, como uno de esos dibujos minuciosos y precisos con mina de plomo)¹». Este dibujo: el cielo y la línea huidiza de las vías, el tren, la llanura nevada salpicada de bosquecillos, las tolvas oxidadas de un viejo arenal, tal vez, una zanja de agua estancada, matorrales de zarzas, y no sólo las zarzas, sino también los «grumos  de nieve blanda que se aferran en sus marañas», no sólo la zanja, sino también «los delgados triángulos de hielo, como vidrio esmerilado, sucios y grisáceos en la superficie del agua negra», no sólo las tolvas oxidadas, sino también la pintura ampollada y deteriorada, formando como una cicatriz rojiza alrededor de los bordes de los parches oxidados.

De esta extrema agudeza de la mirada, que lo distingue todo y no excluye nada, de esta precisión escrupulosa, vibrante, del trazo, procede parte del prodigioso «efecto de realidad» de la escritura de Claude Simon. Nada menos «intelectual», o mejor dicho (formulación adverbial eminentemente simoniana, que denota el esfuerzo constante por rodear y exprimir la realidad tan estrechamente como permiten las palabras), nada menos abstracto, nada más material, más adecuado para el «parti pris des choses²». Este es el sentido, por supuesto (retomo las observaciones de Lucien Dällenbach en la monografía que le dedicó³), de su defensa de Durero frente a Élie Faure, en La Bataille de Pharsale. «Todo está al mismo nivel en la naturaleza⁴», es lo que Élie Faure reprocha al artista alemán (una frase que me hace pensar en el verso de Whitman: «I believe a leaf of grass is no less than the journey-work of the stars», «creo que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas»). Así es:  todo es inmanente, todo está ahí, todo se ve y debe decirse «a la vez y con todo detalle». La «mina de plomo» de Claude Simon abarca, en un solo movimiento, a la vez amplio y reticular, el espacio y lo que lo llena, juega vertiginosamente con la panorámica y el zoom, muestra el bosque, su masa, su rumor, y la fina articulación de la hoja sobre su tallo, el ejército en desbandada y el pelo reluciente de sudor en la grupa de un caballo, se mueve sin cesar desde el cosmos hasta lo minúsculo, y es este latido lo que le confiere, creo, este poder un tanto  estimulante que impone su ley al lector. Tiene algo del aleph borgesiano: «El espacio cósmico estaba allí, sin disminución de tamaño».

Lo que ven los jinetes al alejarse: pabellones de obreros, algunas ventanas iluminadas, jardines, coles con las hojas quemadas por la escarcha, flácidas «bajo sus sombreros  de nieve (y ni siquiera nieve suficiente para cubrirlo todo, para ocultar los tallos anillados y podridos, la parte superior de los surcos, la tierra negruzca)», un amasijo de pobres cosas dispersas, y, al mismo tiempo, la llanura «blanca o más bien gris blanca», la delgada línea escasamente luminosa donde se unen y se confunden casi en el horizonte las extensiones desiertas de la llanura y del cielo. El frío es una cosa «por decir así cósmica», una materia vidriosa aplastada como por una prensa «sobre los bosques, las colinas, las pocas granjas dispersas de la campiña blanca», pero que, insinuándose «en las fosas nasales, la boca, los pulmones», acaba invadiendo «el cuerpo según los complicados entramados de los bronquios, los bronquiolos, los conductos, dividiéndose, ramificándose, creciendo en raicillas intrincadas en cada uno de los miembros, los dedos de las manos, los dedos de los pies»: y este movimiento, que se extiende desde el cosmos hasta los canales más íntimos del cuerpo, es una metáfora del movimiento realizado por la frase de Claude Simon. También lo compararía con la progresión de una marea creciente, todo el mundo la ha visto subir por la arena, inmensa y delicada, irresistible y meticulosa, avanzando por un frente, doblando a un lado y a otro redes de agua veloces, apoderándose, rodeando, ahogando inexorablemente cada pequeña montículo.


Y esta frase, por así decir fractal, es capaz de expresar no sólo el enjambre de lo que se ofrece simultáneamente a la mirada, sino también la sucesión, la senda que el tiempo cava en lo dado. No sólo lo instantáneo, sino también el movimiento, la aparición y la desaparición. Una admirable plasticidad de la materia verbal, fotográfica y cinematográfica al mismo tiempo. Al descender sobre el balasto, en el crepúsculo, los jinetes ven pasar un expreso de viajeros, como una imagen de un mundo que han abandonado. Al principio es un sonido, sin nada visible aún, después un punto, que crece, que se convierte en una línea filiforme a toda velocidad de vagones verdosos, en cuyas ventanillas aparece una extraña humanidad, que permanece del lado de la paz, de la quietud, una mujer dando el biberón, una niña con un nudo en el pelo, un hombre en mangas de camisa, luego la aparición se reduce, se encoge, hasta convertirse solamente en un farolillo rojo en las sombras, luego un punto, luego nada, una humareda, un olor a carbón que flota un instante antes de dispersarse, todo esto, esta visión que se abre, se despliega y luego se vuelve a cerrar a lo largo de una frase cuyo estruendo creciente y luego decreciente está puntuado por el golpeteo de las ruedas en las junturas de los raíles, una frase con una perspectiva tan vertiginosa como la de los famosos carteles de Cassandre⁵. Y la misma cinematografía, unas veinticinco páginas más tarde, las luces de las bicicletas prendiendo en la noche, al salir de las acerías, acercándose, deteniéndose en el puesto de guardia, marchándose, alejándose, «la luz de la linterna reflejada débilmente por los últimos pilotos traseros que lanzaban fugaces destellos de rubí en la oscuridad helada», todo este movimiento orquestado por el crujido de la nieve, el tintineo del metal, el silbido de los frenos.

___

Si no es difícil leer, en voz alta, a Claude Simon (al menos no tan difícil como parece al principio), si es una experiencia emocionante, en el sentido que he dicho, es porque sus frases están como saturadas de una potencia material, una potencia de evocación física que casi obliga a las palabras escritas a convertirse en palabras  encarnadas, pronunciadas en el aire físico por una voz humana, vibrando en el aire físico, dirigidas de un cuerpo a otros cuerpos. Hay una fuerza en su interior que se proyecta hacia el exterior, una fuerza de expresión que es también una fuerza de expansión. También me gustaría añadir esto, a modo de reconocimiento: la lectura de Claude Simon no invita solamente a la voz, sino que es una de esas lecturas singulares que despiertan, con una envidia libre mezquindad, el deseo de escribir. Así es la generosidad de la belleza. «Toda obra bella —señala Barthes en su Préparation du Roman— funciona como una obra deseada, pero incompleta y como perdida, porque no la ha hecho uno mismo, y hay que recuperarla rehaciéndola; escribir es querer reescribir: quiero añadirme activamente a lo bello porque lo echo de menos, me hace falta». La obra de Claude Simon —por muy lejos que esté de ella, no se trata de eso—, ese gran aliento, ese gran torrente de palabras, ese gran pneuma material, ese gran poema moderno en el que resuenan los ecos de la literatura antigua (porque hay pocas obras en las que la antigüedad de la literatura se manifieste con esta altura), en el sentido en que lo dice Barthes, me hace falta.


____________________________________________________________________________


1 Claude Simon, Les Géorgiques, Minuit, 1981.

2. Referencia a la obra de Francis Ponge, Le Parti pris des choses, Gallimard, 1942.

3. Lucien Dällenbach, Claude Simon, Seuil, 1998.

4 Claude Simon, La Bataille de Pharsale, Minuit 1969.

5. Cassandre, es el pseudónimo de Adolphe Édouard Jean Marie Mouron, grafista, diseñador gráfico, cartelista, decorador teatral, litógrafo, pintor y tipógrafo francés

_________________________________________________________________

Este artículo es la traducción al castellano de: Olivier Rolin, «Mine de plomb (Les Géorgiques, II)», Cahiers Claude Simon [En ligne], 2 | 2006. URL : http://journals.openedition.org/ccs/ 504 

La imagen de la cabecera procede de: https://www.bnf.fr/fr/centenaire-de-claude-simon-1913-2005-bibliographie

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España