Hasta aquí.
Ayer, día 30 de abril de 2022, fue mi último día en la librería La Central del Raval de Barcelona y mi último día como librero.
Mi llegada a la que ha acabado siendo la profesión que he ejercido por más tiempo fue casual. Andaba yo con otras ocupaciones, aunque con ganas de cambiar el rumbo de mi vida profesional, y fue mi fama de lector lo que llevó al conocido de un conocido a ofrecerme trabajar en una pequeña librería de pueblo; allí estuve desde 1992 hasta 2011, cuando empecé en la librería que hoy dejo; el cambio fue monumental, y necesité un tiempo de adaptación, tras el cual redescubrí la profesión apasionante que he ejercido, con mejor o peor acierto, estos últimos tiempos. En estos treinta años he visto cambiar de una forma inimaginable todo aquello que rodea al trabajo de librero, aunque la mayoría de esos cambios no han sido en beneficio de los eslabones terminales de la cadena; hay más librerías, sí, pero ¿qué tipo librerías?; se publican más libros, sí, pero ¿qué clase de libros?; el número de lectores ha aumentado, sí, pero ¿qué tipo de lectores? A pesar de estos cambios, me lo he pasado muy bien y he disfrutado mucho de mi trabajo. Pero nada dura siempre, ni siquiera, o especialmente, lo placentero y, por motivos que van desde una frágil salud para seguir desempeñando esa profesión con la calidad que yo mismo me exijo hasta una mezcla de razones personales y profesionales ―formo parte de una especie en franca regresión por anacronismo con "lo que demanda el mercado"―, he decidido dar por terminada esa etapa.
Por supuesto, seguiré leyendo, y aquellos que quieran comentar algo relacionado con los libros, me tienen a su disposición por los múltiples canales que ya conocen; espero que sigamos viéndonos por ahí.
Por otra parte, el pasado lunes dia 25 de abril, con la publicación de las Notas de Lectura de 628-E8, el blog alcanzó la irrazonable cantidad, excepto error u omisión, de 978 libros comentados ―me resisto a llamarlo reseñas, eso es otra cosa―, después de más de trece años de actividad. Y me parece que también ha llegado el momento de hacer un replanteamiento de esa tarea.
Lo que empezó siendo una especie de bloc de notas que incluía citas de escritores admirados, fotos de sucesos que me llamaban la atención, algunas reflexiones y mensajes en una botella sin destinatario fijo, ha acabado convirtiéndose en una relación de notas, fes y constataciones de lecturas, de distinta extensión y profundidad; algunas, motivadas por esa novedad que aparecía con bombo, platillos y gran aparato eléctrico ―la mayoría, en definitiva, con mucho ruido―; otras, por ser publicaciones de autores cuyos trabajos anteriores me habían llamado la atención; y otras, las menos, por ser libros que me apetecía leer: clásicos pendientes, bibliografías incompletas, recomendaciones de compañeros y colegas dignos de todo crédito, o, algunas veces, simples pero provocadoras intuiciones. Las primeras, junto con cierta responsabilidad a la que no es ajena mi profesión, han acabado convirtiéndose, personalmente, en una obligación; y ya se sabe que cuando una afición de convierte en un deber deja de serlo para convertirse en una carga. Una carga que conlleva más lecturas de las aconsejables, más tiempo utilizado en la redacción de las notas, en definitiva, más distracciones que reducen el tiempo verdaderamente importante: el de lectura. Mi lista de libros pendientes, esos que no dependen de la novedad y que, por tanto, no caducan ―es decir, que quiero leer o releer sí o sí―, ha crecido hasta alcanzar, ahora mismo, la absurda cifra de ochenta y ocho títulos, una barbaridad.
Necesito más tiempo para leer y a un ritmo más razonable ―leer alrededor de cien libros al año no me lo parece, aunque dedique lo que a otros les pueda parecer muchas horas a la lectura―; más tiempo para reflexionar acerca de lo leído sin que me agobie la inmediatez de la reseña; más tiempo para leer libros irreseñables ―esa asignatura pendiente eternamente, los ensayos―; y más tiempo para otros proyectos, algunos interrumpidos, otros apenas planeados, pero que merecen la atención y la dedicación debida; en 1999, por ejemplo, inicié un proyecto de largo recorrido que tuve que suspender en 2010, y ahora me apetece retormarlo y rematarlo antes de que el tiempo me alcance.
Así que, de nuevo, hasta aquí; seguiré con cierta presencia, hablando de libros y de lectura, pero no con tanta regularidad ni con tanta dedicación; no habrá, porque no tendrá ningún sentido, relaciones de libros leídos ni, por supuesto, listas de los mejores del año; además, aparecerán pocas novedades, un trabajo de Sísifo que, afortunadamente, ya no tendré que soportar, más lecturas ocasionales y, con cierta frecuencia, relecturas de clásicos o de textos que admiré en su día. Gracias a los que me habéis seguido, a los que habéis caído por aquí por casualidad e incluso a los que, en algún momento, me habéis reprendido por la orientación del blog ―no decir ni pío de los libros que no me han gustado, por ejemplo, y limitar mis comentarios a aquellos en los que he encontrado alguna razón que, en mi opinión, hacía aconsejable su lectura, es la recriminación más frecuente―o por su propia naturaleza.
No dejéis de leer, aunque sea buenos libros; desde la Biblia de 1452, la nómina de buenos libros es descomunal, mucho mayor y más fiable que la de las novedades de rabiosa actualidad que vienen, tan pretenciosas como ilusas, a cambiar la orientación de la literatura universal y a superar a esos libros llenos de polvo, de telarañas y de conceptos políticamente incorrectos que responden al nombre de clásicos.
«Tengo un diccionario totalmente independiente. Paso el tiempo cuando es malo y desagradable; cuando es bueno no lo quiero pasar, me recreo en él, me detengo en él [...] Hay un arte de gozarla [la vida]; yo la gozo el doble que los demás, pues la medida del goce depende de la mayor o menor aplicación que le dedicamos. Sobre todo ahora, que percibo la mía tan breve en el tiempo, la quiero extender en peso, quiero detener la presteza de su huida mediante la presteza de mi aprehensión y, mediante el vigor del uso, compensar la rapidez de su tránsito; a medida que la posesión del vivir se vuelve más breve, debo hacerla más profunda y más plena». Michel de Montaigne, Ensayos, III, 13.
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