Foyer del Gran Teatre del Liceu (reconstruido). Barcelona |
Mi primer trabajo regular ―quiero decir con nómina asegurada, horario fijo y beneficios sociales― fue de botones en un banco. Era un trabajo de mierda ―el primero pero no el único ni, me parece, el peor―, pero tenía una ventaja insuperable, la jornada laboral de ocho a tres, que me permitía tener las tardes libres y, de hecho, me posibilitó seguir estudiando.
Era muy habitual, entre los trabajadores de la banca, tener un pluri, es decir, un trabajo que ocupara algunas horas de la tarde y con el que se conseguía sacar un sobresueldo, en negro, claro, que complementaba, en el caso de las clases subalternas y administrativas de base, la insuficiente retribución con que éramos agraciados a final de mes. Yo, que no tenía las tardes libres porque, como he dicho, seguía mis estudios, no podía disfrutar de ese plus.
Doña Pilar era una cliente habitual que venía al banco, puntualmente, cada mañana, para ingresar la recaudación del día anterior. Era una mujer que debía rondar los cincuenta, despampanante, en el sentido más casto, con una educación exquisita y unas formas tan elegantes que no hubiera desentonado en el foyer del Liceu en el intermedio de aquellas plúmbeas óperas italianas que programaba el teatro, antes de su incendio, a principios de los ochenta. Solía atenderla yo ―sí, era el botones, pero se daba el caso de que, en la oficina, solo éramos dos empleados: el delegado y yo; eran los tiempos de la expansión bancaria, cada día se abrían nuevas sucursales, los bancos actuaban como una avalancha― y, a pesar de ser, en aquellos días, un joven bastante insolente, podría decir que establecimos una relación, puramente -en todos los aspectos, por Dios- profesional, de amabilidad mutua. Incluso me trataba de usted.
Un día me comentó que su hijo ―Doña Pilar tenía dos hijos, a cuál más impresentable, más o menos de mi edad― se marchaba a vivir a Barcelona, y que se quedaba sin su ayuda. Me propuso, ya que yo tenía las tardes libres, “echarle una mano con los papeles”; ante mi negativa, que argüí con motivo de mis estudios, insistió tanto, que era muy poco tiempo el que hacía falta, que me organizara a mi convenciencia, que no necesitaría más que unas horas un día a la semana… Insistió tanto, digo, y apoyó su insistencia con una propuesta retributiva tan tentadora, que no supe decir que no. Quedamos que haría la prueba, que iría cada viernes, a partir de las diez de la noche.
Estuve trabajando en el negocio de Doña Pilar más de dos años, hasta que me marché de mi pueblo y tuve que dejar, a mi pesar, el pluri. Tengo que decir que ya desde el primer día fui tratado con suma esquisitez: puso a mi disposición el pequeño despacho, me dejó ordenarlo a mi convenciencia, jamás me hizo ningún reproche si algún día me marchaba antes de terminar el trabajo o me saltaba algún viernes, e insistía, periódicamente, en que podía hacer uso ilimitado de las instalaciones y contar con la buena predisposición del personal para todo aquello que necesitara; y eso último fue cierto: las empleadas me recibieron estupendamente; había chicas de varias nacionalidades, algunas hablaban un castellano muy precario, pero todas exhibían una voluntad inquebrantable por hacerse entender y una aptitud incondicional para facilitarme el trabajo ―como guardarme los tiquets de caja, por ejemplo, o poner a buen recaudo las facturas de proveedores―.
Mi generación ―nota para los que son más jóvenes que yo: aunque pueda parecerlo, no era nada excepcional; de hecho, conozco algunos que iniciaron su educación, digamos sentimental, en uno de esos lugares― ha sido tal vez la última ―¿en cuántas cosas no habrá sido la última?― que hizo del comercio sexual un uso distintivo, terminal, emblema de un malentendido poder y marca de una supuesta hombría a la que la represión moral, tanto de hombres como de mujeres, condenó, pero facilitando, al mismo tiempo, su desacertada liberación. Yo no puedo decir que no he entrado nunca en un local de esos que se llamaban, eufemísticamente, barra america; lo cierto es que he entrado en solo uno, Chez Monique, pero unas cuantas veces; concretamente, cada viernes, excepto festivos, durante más de dos años. Y no, no hice nunca, a pesar de la insistencia de Doña Pilar y de la buena y explícita predisposición de las empleadas, uso de sus servicios.
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