17 de diciembre de 2021

Proust y otros estudios literarios

 

Proust y otros estudios literarios. Paul Valéry. Machado, 2021
Traducción de Juan Carlos Díaz de Atauri

Parece curioso que, al menos en el ámbito lingüístico de las lenguas peninsulares, Paul Valéry sea mucho más conocido por su obra poética que por su producción de prosa memorialística o ensayística; a pesar de que, dicen los entendidos, su poesía ha envejecido mal ―¡a saber qué diablos debe significar esto! ―. Aunque uno, que tiende a ser malpensado, sospecha que puede tratarse más de una cuestión de capacitación lectora que de anacronismo estilístico por parte del autor francés; y también, por qué no decirlo, de que es mucho más fácil echar un vistazo a unos versos que sumergirse, por ejemplo, en las más de veintiséis mil páginas de sus Cahiers, donde, piensa este humilde lector, se halla el Valéry más auténtico,  aunque es cierto que no el más accesible.

Proust y otros estudios literarios es una antología de artículos, prólogos, conferencias y discursos,  elaborados a lo largo de la prolongada vida intelectual del autor, cuyo motivo común es la literatura francesa ―con alguna excepción―, y en los que la mirada sagaz de Valéry recorre el trayecto desde Villon a Proust y ofrece una visión general, tan personal como cuestionable, pero siempre sugestiva, de su apuesta estética, poniéndola relación con sus predecesores y con las diversas posiciones de sus contemporáneos.

En relación a los autores históricos, Valéry analiza a François Villon, de quien observa las semejanzas aparentes y diferencias profundas con otro poeta de vida turbulenta, Paul Verlaine; ambos escriben una poesía íntimamente asociada a su experiencia personal, y por esa razón parece aconsejable, en contra de lo habitual, bucear en sus biografías para comprender su obra en toda la extensión. En esa búsqueda de las raíces de la poesía francesa moderna, Valéry se encuentra con Pontus de Tyard y con la traducción al francés de San Juan de la Cruz de Cyprien de la Nativité de la Vierge. En un plano menos teórico, Valéry defiende la calificación como poema de cieros pensamientos en función no de su contenido, sino de su expresión, realizando un análisis exhaustivo de una pensée de Blaise Pascal: Le silence éternel de les espaces infinis m'effrais, contraponiendo al Pascal pensador el Pascal apologeta. La relación entre vida y obra sigue presente en el artículo dedicado al Adonis de Jean de la Fontaine, del que lamenta que perdiera el tiempo escrubiendo sus Fábulas después del despliegue de recursos mostrados en aquella. Jacques-Bénigne Bossuet, tan anacrónico en su contenido, consigue construir la frase perfecta, es decir, la adecuada a cómo quiere decir lo que dice; las ideas cambian con el tiempo pero la expresión perfecta no declina nunca; el ejemplo de Bossuet confirma su hipótesis de que el buen escritor es aquel que consigue que la distancia entre  lo que dice y lo que quiere decir sea lo más corta posible. Los elogios de Valéry alcanzan también a Goethe como primer hombre europeo en la vertiente intelectual, y a la  identificación de este con Napoleón, el unificador de Europa en el plano político. Finalmente, el repaso a la literatura francesa histórica concluye con el que es probablemente el trío de autores fundamentales: muy pocos escritores son capaces de trascender su lengua, su país y su época, para constituir una muestra de actitudes sobre la vida, como Montaigne, Pascal y Voltaire; no solo se trata de lo que la posteridad ha considerado grandes clásico, sino también que ellos mismos ―principalmente Voltaire, por cuestiones temporales― contribuyeron a la creación del concepto de clásico, ligado, en los tres,  a la idea de libertad de pensamiento, y creadores de un estilo propio, justo el que necesitaban para que su pluma fuera capaz de materializar su talento.

Centrando el foco en sus contemporáneos o casicontemporáneos, Valéry reproduce la época en que el centro de París rebosaba de creadores e intelectuales Leconte de l'Isle, Paul Verlaine, Henri Poincaré y tantos otros―, apegados a sus itinerarios fijos, camino de sus cátedras, de sus cafeterías preferidas ―que, en algunos casos, eran su lugar de trabajo― o de sus míseros, en su mayor parte, aposentos, todos ignorándose entre sí, recluidos en la soledad de sus mundos ficticios; era la época contemporánea de Victor Hugo, Baudelaire y Mallarmé, irrepetida e irrepetible. Con respecto a esos contemporáneos, Valéry construye una férrea defensa del Stendhal creador de intrigas internas Henry Brulard, Lucien Leuwen― por delante del artífice de intrigas externas El rojo y el negro, La cartuja de Parma―; seguramente, era un observador más perspicaz de la naturaleza humana, de sus grandezas y debilidades, que de los vaivenes reales o ficticios de los hechos. Victor Hugo representa, en la historia de la literatura francesa, al escritor total; su obra marca un punto de referencia y es generadora de múltiples epígonos, pero su oficio impide la existencia de imitadores; la principal razón de su permanencia, a pesar de que sus temas son inseparables de la época en que vivió, es que su forma se eleva por encima de las circunstancias temporales y alcanza una excelencia que trasciende su tiempo y que puede ser apreciada más allá de sus circunstancias. El idilio de Gérard de Nerval con el misterio y el esoterismo suscita en Valéry la idea de que la literatura, por su propia condición, tiende a exagerar los hechos ―"corrompe todo aquello por lo que se interesa"―con el fin de provocar la reacción buscada en el lector ―el mismo razonamiento valdría para el más artificioso de los géneros literarios: la autobiografía―, transitando incluso en la frontera del delirio. Completan este conjunto varios artículos dedicados a Stéphane Mallarmé, en los que explicita su admiración y su reconocimiento, así como la confesión de la influencia ejercida sobre su propia obra, que merecería un comentario aparte para el que este lector, ignorante en cuestiones relacionadas con la poesía, reconoce su incapacidad; y a Anatole France, Jules Vallès, Émile Verhaeren, Henri Bremond, Leconte de l'Isle, Joris-Karl Huysmans, todos contemporáneos y con lo que mantuvo algún tipo de relación personal y con quienes, en su mayoría, le une cierta aversión estética hacia el Realismo y el Naturalismo.

Con respecto a dos poetas que considera fundamentales, establece la sorprendente hipótesis de una  correspondencia biunívoca entre Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire, materializada por las aportaciones de aquel, también a la literatura universal, como creador de géneros y, en particular, de un modus operandi poético que trasciende y supera los peores tópicos del Romanticismo para modernizarla y prepararla para los embates en el ámbito europeo en el siguiente medio siglo. Paradójicamente, esta influencia se manifiesta también al revés: se diría que Poe recoge de Baudelaire el fondo de su poesía, la creación de una metafísica propia y la adecuación del género a la materia de la obra ―en contraste, de nuevo, con los excesos románticos―.

El Valéry más crítico no se retiene de acusar al realismo de artificiosidad por la disparidad que manifiesta entre el contenido de la trama y su ejecución formal en su intento por superar el efectismo vacío del Romanticismo y por forzar a la erudición como única herramienta para la composición y la representación. Censura en Gustave Flaubert la búsqueda de esa perfección estilística a la hora de tratar la mediocridad pequeñoburguesa de su tiempo La señora Bovary― o la fantasía desatada ―Salambó―; una disfuncionalidad que, en cambio, se convierte en acierto en el caso de La tentación de San Antonio, en la que la fragmentación se constituye en virtud y la imperfección en naturalidad.

Tomando como ejemplo la literatura francesa de vanguardia en la segunda mitad del siglo XIX, Valéry se pregunta acerca de las corrientes literarias, su origen, función ―caso de tener alguna―, y del apercibimiento de sus componentes durante su existencia de pertenecer a ese grupo, que parece homogeneizarse y manifestarse a posteriori, cuando la crítica especula con la existencia de trazos comunes y los bautiza con un nombre colectivo; una homogeneización provocada en mayor medida ante la ausencia de un paradigma definido y por un desmedido afán de clasificación, que por la existencia real de trazos compartidos por los autores incluidos en la corriente. En el caso del simbolismo francés, Valéry aventura la hipótesis de que el único nexo entre los escritores que, posteriormente, se adscribieron a esa corriente fue su rechazo explícito al resto de escuelas y de artistas de su época.

Finalmente, en un artículo que desborda admiración, Valéry pone el foco en Marcel Proust: a pesar de las diferencias en sus planteamientos estéticos, reconoce y celebra la relevancia de la apuesta de Proust y especula con la permanencia de que disfrutará en el futuro; en razón de esa magnitud, toda referencia a À la recherche du temps perdu debe convertirse en un homenaje. Sostiene Valéry que las buenas novelas no son aquellas en las que la escritura expone la vida de los personajes, sino aquellas en las que los personajes viven a través de la escritura. Asimismo, para mantener la verosimilitud, esas novelas deben contener elementos reconocibles ―reales o no― que compensen los ficticios con el fin de que el lector pueda llevar a cabo con éxito el proceso de decodificación, asimilación e incorporación de la trama en su intelecto. Esa doble vía de composición ronda la perfección cuando el elemento real no lo constituyen únicamente hechos, sino algo que conecta con nuestros recuerdos, con la forma con la que la memoria nos los evoca y nos facilita esa segunda vida. Proust utiliza este sistema con multitud de variantes, pero tal vez la más concluyente aparece cuando toma como elemento principal la ubérrima vida interior de Marcel ―no solo sus recuerdos― y como elemento de refuerzo, el facilitador, las circunstancias de la sociedad en la que tiene lugar el desarrollo de la obra; es decir, profundidad como elemento principal y superficialidad como elemento auxiliar.

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