4 de octubre de 2021

Grand Hotel Europa

 

Grand Hotel Europa. Ilja Leonard Pfeijffer. Acantilado, 2021
Traducción de Gonzalo Fernández Gómez

«La gente cree que la vida es más llevadera si nos contamos historias. Y así es, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que, sin historias, la vida no tiene significado. Y sin significado, nada tiene sentido. Las palabras que urden la trama de una historia establecen una reconfortante relación de causa y efecto entre hechos y sucesos que de otra forma nos parecerían aleatorios. La gente necesita estructurar la vida en pequeñas historias con trama, porque la trama de una historia reduce a la medida humana el insoportable e inabarcable caos del mundo, y lo transforma en una sucesión de actos y consecuencias comprensible para nosotros. La trama de una historia nos da una idea de control sobre nuestro origen y nuestro destino, y nos permite determinar de dónde venimos y adónde vamos».

Un escritor holandés llamado Ilja Leonard Pfeijffer se recluye en el Grand Hotel Europa, un establecimiento anacrónico y decadente, para examinar por escrito el proceso de degradación de su relación con Clío, una historiadora del arte italiana, con quien convivió durante una temporada en Venecia. 

«Tenía que poner orden en los recuerdos que me estaban martirizando como un enjambre de avispas enloquecidas y me impedían pensar con claridad. Si de verdad quería olvidar Venecia y todo lo que había ocurrido allí, tenía que empezar por recordarlo todo con la mayor precisión posible. Quien no recuerda primero con detalle todo lo que quiere olvidar, corre el riesgo de olvidarse de olvidar ciertas cosas. Tenía que ponerlo todo por escrito, aunque era consciente de que la necesidad de relatar lo ocurrido suponía, como le dijo Eneas a Dido, renovar un dolor indecible».

Ilja va a compartir su retiro creador con el peculiar personal del hotel: el señor Montebello, el maître;  Abdul, un emigrante ilegal, el botones; y con la ausencia recurrente de Europa, la anterior propietaria, que vendió el hotel a un millonario chino, y que vive recluida en la habitación número 1; entre los huéspedes permanentes, se encuentran Volonaki, un multiempresario griego; Patelski, un estudioso; una familia de americanos entre los que se encuentra una adolescente provocativa; y Albane, una poetisa francesa. Por cierto, hablando de poetas:

«A mucha gente le intrigan los motivos por los que uno se hace poeta. Quieren saber por qué te dedicas a escribir versos. Antes, cuando vivía en Holanda, era algo que me preguntaban con tanta frecuencia en conferencias y entrevistas que llegó un momento en que pensé una respuesta estándar: "Para ligar, naturalmente". Era la forma perfecta de zanjar el tema. Hasta que un día un entrevistador un poco más espabilado de lo normal me hizo la pregunta obvia a la que daba pie esa respuesta: "¿Y funciona?". A partir de entonces tuve que inventar otra cosa. Si fuera posible escribirle una carta a mi yo joven, disfrutaría mucho sorprendiéndolo con la crónica de mi primer encuentro con Clío. Y mi yo joven, sin lugar a dudas, ampliaría su respuesta estándar con la apostilla de que ni siquiera hace falta escribir poemas. Basta con ser poeta».

Pero la decadencia no está solamente instalada en el Grand Hotel Europa, con esa tipología tanto del personal del hotel como de los residentes habituales; está también, desde hace décadas, en esa variante de la acqua alta que ha tomado posesión de Venecia, esa ciudad convertida en parque temático a disposición del turismo de masas; y, asimismo, en la propia Europa, ese boyante negocio para las elites económicas degradado a anacrónico zoológico donde pueden verse en su entorno natural el arte y la historia de cuando el mundo real ni siquiera existía, y en el que campan por sus respetos innumerables equipos pluridisciplinares a la busca de trabajos sin definir ―proyectos; el mundo del siglo XXI ya no necesita ideas, ahora necesita proyectos, al igual que no requiere profesionales, sino gestores―, a la caza del verdadero motor económico del viejo continente, Las Subvenciones.

«Sí, soy un puto europeo, como había dicho Memphis [un personaje americano del libro, caricaturesco como la mayoría de los que pasan por el Grand Hotel Europa]. Y quiero serlo. Cuando veo un bosque, quiero pensar en Homero, Virgilio y Dante en vez de en un bosque, porque la condición les da a los árboles un significado que ellos solos, a pesar de su imponente follaje, no pueden inventar. Me gusta que las cosas tengan significado. Quiero perderme en un bosque de símbolos, igual que San Agustín. Las historias le dan sentido a la vida, y les deben su sentido a las otras historias. La tradición es una tertulia pausada que se prolonga a lo largo de los siglos, que nunca termina y trata sobre lo poco o lo mucho que merece la pena de verdad en esta vida. Si pienso mientras follo, eso no quiere decir que sea un incapacitado que adormece sus sentidos y le pone cadenas a su instinto, sino que escucho el eco de lo que experimento a través de los sentidos en la caja de resonancia de los siglos, y que todo lo que yo hago va acompañado de pensamientos, porque sin ideas, símbolos o historias todo es insípido y ordinario, y nada tiene sentido».

Mientras el lector intenta seguir ―comprender ya es más difícil, a menos que pudiera sacudirse la rémora de los prejuicios hasta conseguir una posición externa a la propia conciencia que, a mí,  no me parece posible― las peripecias de Ilja ―el personaje y narrador―, Pfeijffer le lleva de los ollares a través de varios recursos que le permiten, entre otras cosas, mantener su atención ―ya van quedando pocos lectores capaces de seguir más de seiscientas páginas de una trama que no posee ningún tipo de intriga― y redondear una historia que, tomada en su esencialidad, daría, como mucho, para un relato. En primer lugar, alterna los capítulos centrados en su estancia en el hotel, con las interacciones, escasas pero significativas, con el resto de clientes y con el personal, con aquellos que dedica a su relación con Clío, es decir, aquellos que, supuestamente, sirven de guión al libro que está escribiendo acerca de esa etapa de su vida. Esta alternancia le permite un eficiente anidamiento de los relatos: lo que sucedió en Venecia (relato 1) es reproducido en el Grand Hotel Europa (relato 1 del GHE, relato 2 de Venecia), ambos reproducidos en el libro que leemos (relato 1 de Ilja, relato 2 del GHE, relato 3 de Venecia), cada uno con una entidad narrativa propia pero que puede dar lugar a tres relatos distintos y no necesariamente verídicos. Circunstancia que puede llevar al lector a sospechar de la honestidad del narrador ―como lector, admiro profundamente a los narradores manipuladores y embusteros, desde el redactor del Génesis a Humbert Humbert― y a la conjetura acerca de la mengua en la fidelidad de los relatos a medida que progresa el anidamiento ―más cuando, por lo que he entendido, lo que Ilja cuenta acerca de su relación con Clío es solo una aproximación a lo que será, en el futuro, el libro-expiación que escribirá; o no, dado el desenlace de Grand Hotel Europa, ¿quién sabe? "Cada coladita, una rasgadita", que diría el castizo―; todo ello embrollado, a nivel de relato, con los abstractos proyectos del narrador, entre los que destaca ese esquema del futuro libro que escribirá acerca del turismo de masas, uno de los pilares sobre los que descansa la trama de este espléndido Grand Hotel Europa.

«―Me parece muy valiente el hecho de que hayas escrito esa novela. Bueno, lo que quiero decir es que hay que ser muy valiente para escribir cualquier novela, no solo esa novela en concreto. ―Esbozó media sonrisa.― Tal como lo digo, podrías malinterpretar mis palabras. Pero no es por ahí por donde van los tiros. Lo que quiero decir es que me resulta casi inconcebible que alguien, a la luz de las miles y miles de novelas maravillosas que se han escrito antes, tanto en la tradición literaria europea como en la literatura universal, se plantee la idea de añadir una novela más a la imponente montaña existente, y que luego, encima, tenga el valor de llevar a la práctica su idea».

N.B.: Hace unos días un querido, competente y admirado lector me preguntó mi opinión acerca del libro cuando había leído, a lo más, una cuarta parte; con la urgencia que requería la respuesta y el medio por el que me hizo la pregunta, poco dado a matices, le respondí que era "como si Houellebecq se hubiera olvidado de su obligación de ser el enfant terrible de la literatura francesa contemporánea y, en lugar de jugar a escandalizar, hubiera dedicado el tiempo a aprender a escribir"; terminado el libro y reflexionado lo suficiente como para escribir este post, me ratifico en mi dictamen.

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