6 de julio de 2020

Berg

Berg. Ann Quin. Coedición Malas Tierras-Underwood
Traducción de Axel Alonso Valle y Ce Santiago
Sin entrar en detalles pormenorizados, se diría que el liderazgo en cuestiones experimentales en relación con la narrativa ha estado siempre en manos de la literatura francesa cuando, en realidad, cada lengua ha disfrutado de su cuota proporcional y correspondiente. En los años sesenta del siglo pasado hubo un florecimiento de esa rama de la literatura especulativa en Gran Bretaña, bajo la influencia de Samuel Beckett y de la contemporánea corriente del nouveau roman francés; Ann Quin fue una de las representantes de dicho movimiento y, que yo sepa, Berg (Berg, 1964) es su primera traducción al castellano.

Alistair Berg, el protagonista de la novela, vendedor de crecepelo, pelucas y otros productos relacionados con el pelo, se traslada a una ciudad costera con la intención de matar a su padre; con ese propósito, se instala en una pensión, en una habitación contigua a la que ocupan este, que no le reconoce y de quien vive separado desde el día que salió de casa y jamás regresó, y su amante actual, una mujer mucho más joven que acabará componiendo el trío de protagonistas sobre los que descansa la acción.

Ya en este punto, apenas planteada la trama, el lector se encuentra con un avance sincopado, a trompicones, con cambios de narrador —Berg irrumpe en el discurso de un narrador en tercera persona, eso sí, nada convencional, como si quisiera asegurarse, o incluso anotar, lo que este va relatando— y con espacios en blanco que debe rellenar si quiere trascender la alocución, fragmentaria y que va perdiendo veracidad a medida que avanza, y en la que las lagunas van revelándose de una importancia trascendental.
«[...] ah en fin como digo siempre cuando una puerta se cierra otra se abre».
Pero matar al padre, en el sentido literal, no debe ser tan fácil como parece y, desde luego, no lo es para Berg. Así que, mientras hace tiempo encerrado en su habitación y espiando la habitación contigua, ve desfilar partes de su pasado, de su niñez y adolescencia, como borrones que ensucian un ayer tan inevitable como inoportuno. A pesar de su buena predisposición, la claridad de su propósito y la multiplicidad de oportunidades, Berg no se decide a ejecutar el asesinato, como si, una vez tomada la decisión —suponiendo que ese paso era el más difícil—, todas las circunstancias se conjuraran para impedir su práctica. No se trata tanto de que le asalten las dudas como de que se multipliquen las condiciones, todas ellas de carácter personal, que no le permiten llevar el parricidio a término. 
«Trazó un diagrama geométrico sobre la desconchada pared de detrás de la cama. Definitivamente hace falta una estrategia, pensar antes de actuar; inútil hacer nada en caliente. Unas escamas de pintura le cayeron en la cabeza —nieve sobre un campo arado—, cerró los ojos. ¿Por qué tendría que fracasar al final, ascender solo para caer? ¿Acaso especular sobre lo absurdo fija limitaciones al axioma mismo del proyecto? Adelante, sin miedo. Dio la espalda a la lluvia que repiqueteaba contra la ventana y hundió la cara en la almohada, lejos del olor a quemado que esta vez había decidido perdurar toda la noche, todo el día».
El hecho de que su padre no le reconozca le permite acercarse a él sin despertar sospecha alguna, mantener una conversación irrelevante o, incluso, echarle una mano en sus conflictos con su amante, como lo haría alguien verdaderamente preocupado por el bienestar de un hombre mayor amancebado con una mujer mucho más joven; en resumen, una extraña relación de complicidad que no deja de afectar, también, a su propósito parricida.

Pero la novela tiene un cuarto protagonista, aunque este lo es en ausencia: la madre de Berg, con la que se intuye una extraña relación, y que aparece en la narración, en los momentos adecuados, en forma de fragmentos de cartas que, aunque aislados de todo contexto, Berg siente como pertinentes, a veces como razonamientos que confirman sus proyectos, a veces como guías de conducta para los hechos que se avecinan; y siempre, inoculándole el virus del abandono: el padre no desatendió solamente a la madre, los dejó a ambos, y es posible que el propio Berg —así intenta hacérselo ver, subrepticiamente, su madre— tuviera parte de responsabilidad.
«Naturalmente es eso lo que resulta siempre tan imperdonable, el hecho de que todo seguirá su curso con o sin mi existencia. Si al menos pudiera uno tenerlo todo, como Fausto, durante un breve instante de fe absoluta, y dejar que todo lo que sucediera después se ocupase de sí mismo. Una travesía que presumiblemente conduciría a uno más allá de los márgenes de una sociedad opulenta, la quimera de una época desencantada».
Aunque sigue sin alcanzar el objetivo final, Berg va conquistando algunas plazas intermedias: ganarse la confianza de su padre, que sigue sin reconocerlo; lograr cierto grado de establecimiento en una parte concreta de la sociedad local; y, la más importante, seducir a la amante —un hecho que respondería a un desquiciado complejo de Edipo y que podría llegar a sustituir, en la imaginación de Berg, a la muerte de su padre—.

Pero si es confusa la persecución, mucho más alienada es la búsqueda de un lugar donde esconder el cadáver, enrollado en una alfombra y empaquetado con un edredón, después de una embarullada noche de alcohol y pirotecnia, del que se supone que es su padre —y al cual  parece recordar vagamente que estranguló con sus propias manos—, estimulado por el miedo a ser descubierto y por los histéricos requerimientos de su amante, decidida a seguirle —o no dispuesta a dejarle escapar— a dondequiera que fuese.
«Quizá todo ha sido un sueño, el que me subiera al tejado y lo demás. Rememorando, se preguntó de hecho cómo había conseguido escalar una pared tan alta, o saltar incluso desde semejante altura. ¿Cuándo el principio, dónde el final? Cómo le punzaba el sol las comisuras de los ojos. Ningún sueño en absoluto, una conspiración que habían urdido en su contra, habían osado trabar con los dedos los radios de la máquina que había puesto en marcha él solo. Pero esta debe seguir girando para completar su ciclo, si se detenía de un modo u otro acabaría lisiado: deja que siga girando, lejos del entorno condicionado, hacia el espacio, el salvaje éxtasis de inmensos momentos de libertad, una eternidad vislumbrada en destellos».
Y así de plan brillante en plan brillante a cuál más descabellado, intenta ocultarse de la amante de su padre, o huir de una vez de la maldita ciudad costera, o sablear a su madre, o enterarse por fin de quién era el cadáver que escamoteó, o saldar definitivamente sus existencias de crecepelo y pelucas; propósitos que mueren justo después de formulados, disueltos por el hastío, la pasividad y la lasitud. Y todo ello mientras su mundo comienza a experimentar invasiones que sustituyen la realidad por fragmentos, entre oníricos e imaginarios, en los que van desplegándose incontrolables versiones de sí mismo, en los que los objetos inanimados cobran vida; los sonidos se sobreponen y convierten el eco de los gritos de horror en sonrisas estentóreas y las dulces canciones de amor en terribles aullidos pavorosos. El tiempo pierde consistencia, el pasado toma posesión del presente y cada personaje actual representa el papel de alguien que ya no existe ni existió jamás, como si cada instante pereciera a manos de un episodio olvidado pero persistente, y el espacio se pliega revelando las imperfecciones de sus costuras.
«Un punto en el sufrimiento en el que el dolor se impone a todo; soy dolor, hasta que se vuelve un objeto inanimado, agacho la mirada y me pregunto a qué instante pertenece. Mas cada instante es en mitad de su acontecer lo peor que haya sucedido jamás, nada lo trasciende, en consecuencia te vuelves optimista, la vida vuelve a merecer la pena, única salvación de la desesperanza quizá, hasta la próxima vez, y entonces te hundes todavía más: ¡en el abismo eterno! Te diste cuenta por primera vez  cuando apenas tenías diez años; agarrando un frasco de yodo, escabulléndote tras las matas del fondo del jardín, y poco después la quemazon, los gritos, pero aquello no estaba —no podía estar— pasándote a ti: el lavado de estómago, sus caras, las preguntas incesantes, todo mitigado únicamente por el confort de las blancas y lisas paredes del hospital, las filas de camas. Después el asombro, el milagro de volver de entre los muertos, de correr, de saltar con el viento al otro lado del río, volteretas una vez más en el valle, haciendo las paces con Dios, pero en secreto haciendo pactos con el diablo».
N.B.: Quin puntúa a su manera; los errores evidentes en las citas no son ni de los traductores ni de los correctores sino la fiel traslación de esa puntuación original al libro traducido.

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