25 de mayo de 2020

Albucius

Albucius. Pascal Quignard. El Cuenco de Plata, 2014
Traducción de Betina Keizman
Caius Albucius Silus fue un retórico romano, contemporáneo de César y de Augusto, nacido en Novara alrededor del año 55 aEC y que murió hacia el año 10. Se conoce poco de su vida:  parece que ejerció la abogacía, empleo que tuvo que dejar por un supuesto incidente profesional, para posteriormente dedicarse a la retórica —se conjetura con que fue autor de un tratado sobre esta disciplina, citado por Quintiliano, que ha desaparecido—, que también abandonó, para convertirse en escritor. Poco se sabe de su obra, excepto por citas de algunos de sus contemporáneos como Séneca el Viejo, pero todo parece indicar que fue autor de una serie de relatos populares, algunos de ellos relacionados con su antigua profesión, redactados en un latín nada erudito y centrados en cosas comunes e, incluso, en temas que en la época podían considerarse políticamente incorrectos, los sordidissima. Las lagunas existentes con respecto a su vida y, a modo de peculiar antología, la recreación de algunos de sus textos, son el objeto de Albucius (Albucius, 1990), otra de las maravillas inclasificables debidas a Pascal Quignard.

La lengua, uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta la obra de Quignard, es el verdadero protagonista de esta fábula en cincuenta y tres episodios que re-crea —crea y vuelve a crear— la obra —y, por tanto, la vida: una vez desaparecido, lo que queda de uno es lo que hizo y no tanto lo que (dicen que) dijo— de Cayo Albucius. Esos cincuenta y tres escritos son fragmentos, retales, borradores, intenciones, resúmenes que algunos de sus contemporáneos conservan —no se sabe con qué razón, si no es que el mero hecho de conservarlos es ya una razón suficiente—. El tributo que paga Quignard es su restitución.


El francés no descarta llenar los espacios en blanco de la biografía de Albucius con materiales de su mano —recuerden: recrear, como el músico que juega (jouer,en francés, jugar, pero también tocar un instrumento) por el camino que acota la partitura pero improvisando los pasos—, sin embargo se centra en lo conocido, el Albucius real, intentando fijar la realidad en los fragmentos, en su evocación. 


Albucius no solo escribe para ensalzar la belleza, exaltar al héroe u homenajear al muerto; Albucius escribe para inquietar al lector, para zaherir a la autoridad, para explorar lo que se encuentra más allá del límite de la corrección, el lugar que alberga la blasfemia y la transgresión, pero que sigue perteneciendo al territorio de lo real —existe una realidad que no por inconcebible pierde su carácter de autenticidad—, y en ese rastro Quignard descubre —especula, adivina, recrea, imagina... —un Albucius ex machina más escéptico que estoico, más cínico que escéptico que, a pesar de aprenderse de memoria sus improvisaciones, no sigue el esquema clásico de la declamación sino que deja espacios en blanco, paréntesis vacíos, conclusiones suspendidas; partes que no pertenecen a un todo pero son un todo en sí mismas; un discurso incompleto según las reglas de la retórica pero saturado en cuanto a narración: lo que se dice es lo que es aunque no puede decirse todo lo que es. Es en este contenido difuso, contaminado, tangencial, donde tiene lugar el milagro de la transubstanciación cuando, en medio de la monotonía declamatoria y de los enredos de la retórica resplandece, de pronto y de forma imprevista, la verdad.

«Albucius Silus "inquietó" el relato romano. Amaba las palabras comunes, las cosas viles, los detalles realistas o sorprendentes. Un día en que preguntaron a Albucius qué había que entender por "sermo cotidianus" (el habla de todos los días), él respondió: "Nada hay más bello que ubicar en una declamación una frase que incomoda a quien la dice". Tal es el citerio de lo sórdido: un sentimiento de molestia nos advierte de su presencia. Lo que queda es aproximársele, atraparlo y entrelazarlo con la obra de arte. Lo más vulgar se convierte en lo más conmovedor».
La huida al pasado puede ayudar como remedio de la inanidad del presente; lo no vivido  como antídoto de la tediosa repetición; lo experimentado por los otros como sustitutivo de lo conocido; lo nunca observado como añadido a la propia experiencia: la sustitución de una vida por otra; la búsqueda de verdades en aquellos principios que han superado la prueba de su demostración —y que no son ya  endebles hipótesis cuyo contraste escapa al tiempo que hemos conocido—. Amigo no es el que recuerda sino el que habla de ti con admiración cuando ya has desaparecido. Séneca el Viejo fue amigo de Albucius y su deber de amistad es mantener vivo el fuego de su recuerdo.
«Usaba imágenes. Describía los lugares. Albucius llevó el discurso de los latinos a un nivel más rico y variado. Cuando se atormentaba demasiado, cuando aturdía a sus conocidos con las dudas que lo embargaban al escribir, nunca era para saber cómo debía decir las cosas sino qué cosas debía decir. Estaba acostumbrado a decir de sí mismo: "Cuando mi espíritu está ocupado en lo suyo, es sitiado por las palabras"».
Albucius, aparentemente preocupado por las formas de su discurso, prescinde, sin embargo, de las normas de la retórica cuando aquel excede del simple relato de los hechos para centrarse en el contenido de lo dicho, un argumento que surge al tiempo que se declaman sus circunstancias y para las que no existe fórmula. Esta preocupación por el contenido le lleva a afirmar que, con independencia de las normas, todo puede ser objeto de relato —una afirmación que necesita de dos mil años para ser retomada y aplicada—.
«A sus ojos, el relato consistía en una cesta de junco donde sería recogida toda cosa abandonada o más bien muda. Un lugar en el mundo donde todo podía ser nombrado. Un relato es el único espejo posible del interior de una cabeza humana. En este sentido, son mediocres la poesía, el teatro, la música, la pintura».
Es ese contenido del relato, esa verdad huidiza que es preciso alcanzar, lo que condiciona la forma del discurso: las palabras vanas solo conllevan el vacío, la inutilidad, solo conducen a la indeterminación; solo las palabras precisas pueden acercarnos, poner cerco a la verdad. La extensión y profusión del discurso esconden al argumento bajo capas de ornamentación, diluyen el contenido, dispersan la atención, entretienen al intelecto con juegos vanos e impiden la recepción: el contenedor acaba por hacer desaparecer al contenido.
«"Genus est rogandi rogare non posse" (no poder pedir es una manera de pedir). Me parece que así están construidas nuestras vidas [...] Todo lo que está en nosotros, todo lo que en nuestro comportamiento identificamos profundamente con nosotros mismos, es poco nosotros mismos en nosotros. Nuestra verdadera identidad es sospechosa, suponiendo que no sea una novela que nos narramos en la torpeza de las noches y en la precipitación de las crisis de angustia. Nuestro comportamiento es una escudilla que un mudo tiende por unas monedas».
El valor de la ficción no estriba en la originalidad de la que puede hacerse muestra bajo su dominio, de su mayor o menor verosimilitud o de la libertad con que se puede recrear, sino de la facultad de habilitar un espacio donde todo es posible: es el campo de juego en el que un niño puede recrear un universo entero —en el que él no figura— en una caja de cerillas o un hombre adulto reproducir siglos de historia humana —en la que no se incluye la propia— entre las páginas de un libro; un campo en el que el demiurgo  no puede participar porque su presencia limita o invalida el conjunto de posibilidades de invención. La literatura de ficción es una guía de viaje de un lugar que no existe, cuyo tiempo no transcurre y cuya verdad se halla ubicada en parámetros paralelos a los habituales delimitados únicamente por el lenguaje.

Albucius inventó una quinta estación, un lapso indeterminado no ubicable en el tiempo y de cuya existencia solo puede tenerse razón por sus efectos, como si fuera un trozo de cinta flexible que solo podemos percibir por la huella que deja en la piel pero cuya secuela no depende ni de la duración ni de la intensidad sino de en qué momento concreto se hace presente. Todo lo producido bajo su influjo se rige por las reglas de la ficción y esas marcas que deja constituyen su único contacto con la realidad.

«En francés, la expresión être de saison [en sazón, en castellano] significa ser oportuno. Lo que no es de estación no es ni oportuno en cuanto al tiempo ni agradable para los otros. Estación que nunca es oportuna y que visita a los hombres. Estación parásita que forma bolsas y agujeros en el universo del tiempo. Esos agujeros se llaman lectura, música, "otium", amor. Otra duración muy anacrónica los gobierna y suscita alrededor espacios más o menos reales y desreales, campos de descanso, "amnion" lingüísticos, nidos o islas o refugios que son a la vez ficticios y persistentes. Esos espacios desreales se llaman "templum", teatros, salas de concierto, galerías de amateurs, camas, el extraño "territorium" de la página de los libros, el sexo que el deseo desarrolla o el extremo del vientre, tan dulce, de la persona amada».
Escribir es explotar en beneficio propio el poder de la lengua, dirigir su capacidad de seducción, dominar la disposición a la posesión, disfrutar del placer de decir, de crear belleza —o fealdad—, de canalizar la pasión, de generar el escenario —como quien elige arma en un duelo— en el que se entablará el combate entre realidad y verdad, entre ser y tiempo. Y la forma suprema de la escritura no es la poesía, que crea una realidad privada para especular con la verdad, ni la historia, que recrea una realidad ajena para manipular la verdad, ni la retórica, que es forma pura, simple envoltorio vacío de contenido, sino el relato, la opción más fiel para generar una realidad que se puede compartir. De todos los escritores que le precedieron, Albucius no admira a ningún poeta, a ningún historiador ni a ningún retórico; Albucius admira a Homero.
«La pajarera estaba en el ángulo sur de la residencia. Se sabe que en una de sus crisis de melancolía, Albucius pronunció estas palabras: "Me mortifica engendrar tantas sospechas sobre los designios que me guían y tantas preocupaciones sobre las declamaciones que compongo. Solo descansaré cuando haya descendido al Erebo, cuando abrace las rodillas del autor de la Odisea. Creo que los Padres habrían demostrado su inspiración si me destinaran a la pasión que habito, la de ser Homero". Le gustaba vagar por el parque. Al envejecer, su gusto por los pájaros declinó. En las mañanas, vagaba por la gran arboleda de plátanos húmedos».
Albucius, que no juzgaba la forma ni se apoyaba en las trampas que podía tender, sostenía que era el contenido lo que dejaba huella en el lector: el sustantivo —el nombre, pero también aquello que tiene existencia realindependienteindividual (DLE)— y el verbo. Para Horacio, que sostenía que la forma lo era todo, en una anticipación del macluhaniano "el medio es el mensaje", en cambio, lo que quedaba impreso en el lector eran los signos proposicionales y sintácticos. En su concepción de la escritura, uno era narrador y el otro poeta, con independencia de cómo se pueden categorizar, según los cánones actuales, sus obras.
«La habían reprochado su homosexualidad. Dijo: "Ecquid mihi licet seniles annos meliore vita reficere? (¿No me está permitido refrescar mi vejez en una vida más agradable?). El bien supremo no es para mí el placer, ni la ebriedad, ni la carrera de mayo: es la lectura muda y sentada, los placeres dulces, los pasos en el jardín. Todo pasa por mi cuerpo. Es el único verdadero espacio que ocupo. Desde muy temprano decidí que solo me precipitaría en los placeres durante una o dos horas cada día, en el momento en que el sol pierde su fuerza».
A medida que se va haciendo mayor, Albucius va renegando de la vida: se retira a su villa, adopta una conducta severa —aunque, despreciando el sexo compartido, compra ropa embebida de sus vecinos y deja en manos de algún joven la masturbación— y estoica. Su fama se mantiene en el vacío porque todos los que le han escuchado ya han muerto. "Solus, orbus, senex, odi meos" (solo, sin hijos, viejo, odio a mi familia), su inveterado temor por los hombres se acentúa y va perdiendo capacidad de concentración. Frente al éxito popular del orador, al que hay que escuchar de pie, aunque su aspiración sea que el público caiga de rodillas, intuye la superioridad del libro, que requiere silencio y concentración y que debe recibirse sentado y avizor.
«El libro del escritor exponía una espera más silenciosa, y que podía ser tanta larga que a uno se le ocurría la buena idea de sentarse. Ese servicio se llamaba la "lectio" (la cosecha, la lectura). Las redes propias a ese oficio se estrechaban cada vez más sin que las víctimas, que se rendían a la veneración de un dios cada vez más lejano, murmuraran siquiera. Una cama o un taburete, un rollo, una lámpara: tales eran los instrumentos de ese sacrificio muy poco charlatán. Un cuerpo a medias enrollado sobre sí mismo, que sueña sin dormir, que vela sin alzarse: ese era el sacerdote. Existían seres que recorrían el mundo sin estirar las piernas. Tal era el templo y tal el cautiverio bajo una voz silenciosa».
Lastimado por una enfermedad dolorosa, va perdiendo el gusto por todo aquello que había admirado y limita su relación placentera con el mundo a aquello que puede ser expresado mediante el lenguaje, una opción que amplía un mundo, el suyo, en progresiva regresión, aunque es consciente de la limitación que esa reducción supone. Ni siquiera el recuerdo —que podría formar parte de esa quinta estación con la que fantaseó durante toda su vida— es un puerto seguro en el que ponerse a salvo de los embates de la imprecisión; tal vez, incluso, es la trampa en la que las narraciones, pensando en su redención, acaban naufragando.
«Albucius decía: "los hombres son las abejas. Regurgitan su vida bajo la forma de relato para no permanecer boquiabiertos en el silencio como los locos o los desdichados. Con el regreso de cada noche, restituyen, amontonan, comparten y devoran las esencias que han recolectado y la narración de su búsqueda. Son las vigilias, y son los sueños". Decía: "No estoy seguro de que los relatos de los hombres sean tan poco voluntarios como sus sueños. Quisiera que de ser relatos (declamaciones) fueran igual de imperiosos. Los relatos son a los días lo que los sueños a las noches».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios
Notas de Lectura de Pequeños tratados
Notas de Lectura de Las lágrimas
Notas de Lectura de La vida no es una biografía

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