17 de abril de 2020

La tinta de la melancolía

La tinta de la melancolía. Jean Starobinski. Fondo de Cultura Económica, 2017
Traducción de Alejandro Merlín. Epílogo de Fernando Vidal
Since brass, nor stone, nor earth, nor boundless sea,
But sad mortality o'er-sways their power,
How with this rage shall beauty hold a plea,
Whose action is no stronger than a flower?
O, how shall summer's honey breath hold out
Against the wreckful siege of battering days,
When rocks impregnable are not so stout,
Nor gates of steel so strong, but Time decays?
O fearful meditation! where, alack,
Shall Time's best jewel from Time's chest lie hid?
Or what strong hand can hold his swift foot back?
Or who his spoil of beauty can forbid?
O, none, unless this miracle have might,
That in black ink my love may still shine bright.
William Shakespeare, soneto 65
La tinta de la melancolia (L'Encre de la mélancolie, 2012) es el título bajo el que se recogen varios textos del ensayista francés, incluida su tesis doctoral, relativos a la melancolía.

En primer lugar, Starobinski busca rastros relativos a  la melancolía entre los autores antiguos, cuyo punto de vista parece aportar remedios de una temprana psicoterapia y aboga por la adecuación de la existencia a la ley natural. Para Homero, es una forma de autofagia cuando se ha perdido el favor de los dioses. Los escritos hipocráticos, que son los primeros que citan la melancolía por su nombre, la atribuyen a un exceso de bilis negra y en atribuirles causas físicas. Celso introduce en el tratamiento una psicoterapia de estímulo consistente en conmocionar al enfermo. Sorano de Éfeso sitúa su origen en el esófago y es partidario de combinar remedios físicos y psicoterapéuticos. Areteo de Capadocia intuye la imposibilidad de cura y apuesta por remedios paliativos. Galeno, finalmente, fija la descripción y la definición de la dolencia a través de la teoría de los vapores.


El cristianismo aporta el concepto de acedia, traspasando al terreno religioso —la acedia es pecado— la enfermedad somática y la atribuye a la intervención del diablo. Hildegard von Bingen remonta su origen a la expulsión del paraíso y prescribe únicamente remedios naturales. Constantino El Africano aboga por la combinación de medicamentos con el cambio de estilo de vida. El Renacimiento fija su carácter positivo para el poeta, el príncipe y el filósofo, abogando por paliar los efectos negativos pero manteniendo, para los oficios creativos, la base temperamental. Sydenham apuesta por medicamentos energizantes y el ejercicio físico severo. Hoffmann la considera una afección local del cerebro. Lorry distingue la "melancolía nerviosa" de la "melancolía humoral".


La época moderna coincide con el descubrimiento del papel funcional del sistema nervioso y con el abandono progresivo de la teoría humoral. Pinel aconseja un tratamiento psicológico como apoyo al tratamiento médico, mientras que Esquirol habla de una "tratamiento moral". Esa ampliación del foco terapéutico trae consigo el incremento de los métodos y comienzan a prescribirse, con más buena intención que por razones científicas, la gimnasia, los viajes, los balnearios, la música y otras innovaciones terapéuticas.



La sospecha de la predisposición hereditaria favorece la aplicación de la terapéutica combinada: física, buscando la raíz orgánica, y psíquica, actuando contra la conducta disfuncional; pero los remedios farmacológicos, en particular los opiáceos, son los que suscitan mayores esperanzas.

En el siglo XVII (1621), Robert Burton compone el primer tratado monográfico y completo sobre la enfermedad: la Anatomía de la melancolía. Aparte del análisis de todas sus variantes, Burton, ya desde el prólogo de la obra, irónico como pocos teniendo en cuenta el tema, aboga por una relación estrecha entre melancolía y sátira, adjudicando a aquella la ironía romántica y prescribiendo como remedio infalible ver la propia imagen en el espejo. Burton hace patente, asimismo, la distinción entre el tiempo real, exterior, teatral, veloz, el tiempo de una farsa irreal, y el tiempo melancólico, interior, subjetivo, fúnebre, aletargado, inferior; esta diferencia temporal ubica al melancólico fuera de la escena y le habilita para censurarla, circunstancia que configura un privilegio. Y aunque tenga poco que ver con el tema principal, son estimulantes las relaciones cruzadas entre Burton, Bayle y Montaigne: el uso de la cita como confesión de la insuficiencia intelectual propia, pero también como autoridad incuestionable; y el reconocimiento a Demócrito de Abdera.


En el siglo XVI se introduce el vocablo psicología como contrapeso al de fisiología —psychologia, relativo a De anima y phisiologia, relativo a De natura—, pero su objeto dista mucho del concepto actual; se refiere a las facultades del alma y su relación con el cuerpo, aunque algunos tratados contienen verdaderos catálogos de enfermedades mentales e inician la exclusión del campo de estudio de numerosos transtornos medievales como la brujería y la posesión diabólica y su absoluta distinción con la melancolía.


La nostalgia (Heimweh) comienza a ser considerada como objeto médico en el siglo XVII. El Desiderium patriae como adyacente al Desiderium amoroso, debido al cambio en las condiciones físicas. A principios del siglo XX se desecha la concepción psicosomática antigua, tras alcanzar su apogeo en el Romanticismo, y es recogida por la psiquiatría como una carencia socioafectiva.


En busca del rastro y la huella que el estado melancólico ha dejado en la historia de la literatura, Starobinski centra su mirada en algunas de las obras en las que la disfunción adquiere un papel relevante, sea como objeto de estudio o como premisa en su redacción.


En primer lugar, advierte el carácter generador de cierta categoría de literatura del exilio y del sentimiento apátrida que posee la Eneida.

Los cuentos de hadas podrían considerarse como una versión satírica de lo sagrado, pues son capaces de acentuar el papel del sarcasmo y parodia de una época desde la libertad y la impunidad que proporciona la fantasía; pero reivindica también su rol  en lo referente a la huida de la realidad como remedio a un estado melancólico, una especie de intervención terapéutica a través de la palabra, originalmente hablada, citando como ejemplo La Princesa Brambila, E. T. A. Hoffmann. Una función parecida reclama para el género teatral en su cometido de establecer la frontera entre el actor y el papel representado, como sucede en las obras de Carlo Gozzi.


El repliegue hacia el yo de Kierkegaard dada la incompletitud de la existencia, con el consiguiente incremento del poder de la reflexión, provoca más sufrimiento que el de la existencia desnuda. El tormento que se halla detrás de la máscara que utilizamos para nuestras relaciones con los demás es considerado por el danés como hastío o melancolía.


Ante la inviabilidad de la vida soñada, Baudelaire recupera la idealidad del sujeto frente a la realidad sórdida y la muerte como remedio a esa dicotomía maldita. Su intuición poética adjudica al spleen lo que posteriormente será atribuido a la melancolía.


El arte del siglo XX, aunque rompedor por definición, insiste en la presencia de estatuas en su representación icónica de la melancolía; entre las varias razones que ensaya Starobinski, se encuentra la ceguera con respecto al mundo que las rodea.


Jules Cotard, a finales del siglo XIX, propone dos tipologías con respecto al enfermo de melancolía: los "negadores", poseedores de una convicción negativista de la realidad del mundo exterior e incluso de su propia existencia, con la presencia constante del delirio, una hipocondría que puede llegar al intento de suicidio debido a un fuerte sentimiento de inmortalidad; y los "perseguidos", afectados de una melancolía ansiosa de carácter paranoico (esquizofrenia paranoide).


Finalmente, en el apartado que denomina propiamente "La tinta de la melancolía", Starobinski efectúa un repaso a la presencia de la melancolía en la literatura: el vacío de Baudelaire, Montaigne, Rousseau, Goethe y Valéry; la espera en el Quiijote; la relación, literaria y personal, de Madame de Staël con el suicidio por amor; el papel de la fatalidad y la omnipresencia de la muerte en la obra de Pierre-Jean Jouve; y, finalmente, la metafórica piedra de Caillois, perfecta por su ausencia de vida.

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