14 de abril de 2017

Un día en la vida de una mujer sonriente

Un día en la vida de una mujer sonriente. Relatos completos. Margaret Drabble. Impedimenta, 2017
Traducción de Miguel Ros González
"Esto es una historia sencilla. Los accidentes conmovedores no son lo mío."
Expuestos como estamos todos a que un día se materialicen nuestras peores pesadillas, especulamos con poder mantener nuestros miedos a raya, y usualmente lo conseguimos, excepto en aquellos instantes en que cambian nuestras circunstancias e, inopinadamente, caen sobre nosotros con todo su peso y desvelan ese personaje, desconocido incluso para nosotros mismos, que se escondía detrás de las conveniencias individuales y las convenciones sociales; fuera de su elemento, desterrado del ámbito que le es propio, cualquier individuo puede convertirse en una fiera.

Ni siquiera cuando nuestras pesadillas son terribles el mundo real puede actuar como consuelo, porque es más pavorosa, a la par que inevitable, cualquier pequeña chispa de realidad que la ensoñación más horrible. Por esa misma razón, un sueño jamás puede contrarrestar aquello de aterrador que tiene la vigilia, por muy halagüeño que sea aquél, por muy terrible que sea ésta.

Es cierto que los recuerdos pueden ser un refugio en el que ampararse en tiempos de aflicción, pero también pueden llegar a ser como un tren que te persigue y, más veloz, acaba por atropellarte. Quien sostiene que se puede falsear el pasado para dotar de congruencia al presente se equivoca; cada intento es facilitar la aceleración a ese tren.

Nuestra actuación se parece tanto al papel que deberíamos representar como éste al personaje que nos gustaría encarnar. Debajo de la máscara hay otra máscara, y otra debajo de ésta; y, al final, una vez extraídas todas, no se encuentra más que el molde en que encajan a la perfección. Jamás debería olvidarse que detrás de la apariencia escondemos multitud de personajes; el rostro más angelical oculta la depravación más horrible; el individuo modélico encubre el ser más pervertido; la persona más generosa camufla el sujeto más vengativo. Y lo que separa a unos de los otros es una línea tenue cuyo cruce es a menudo facilitado por la más inocente de las situaciones, y nada puede pararlo una vez iniciado, como un mecanismo automatizado que ha ido perdiendo funcionalidad pero ya no es posible detener.

Podemos seguir especulando con la ilusión del libre albedrío, de que somos, a cada momento, los dueños absolutos de nuestro destino, de que nada condiciona nuestras elecciones, de que lo que recogeremos en el futuro es lo que sembramos hoy. La capacidad de autoengaño del ser humano es infinita, igual que la de abominar de la razón.

Se engaña quien piensa que todas sus cuitas, todas sus preocupaciones y sus desgracias constituyen un sistema acumulativo de imprescindible compensación, sea en esta vida o en la eternidad de los creyentes. Al contrario, la acumulación de experiencias dañinas actúa como lastre, como una marca de la desgracia, que afecta a la sensibilización con respecto a ellas y modifica el umbral de tolerancia como si se tratara de una adicción. De este modo, la recompensa esperada va cediendo en prioridad con respecto a la situación perniciosa de modo que podemos incluso llegar a desaparecer sin que su efecto, aun extraída del conjunto de sucesos esperable, deje de actuar sobre el sujeto; es decir, una vez implantada la conducta, la desaparición de la recompensa ya no conlleva ningún efecto.

¿Cuál es la visión que tiene un individuo ligeramente enajenado de las personas cuerdas que le rodean? ¿Ve sus reacciones como propias de un desequilibrado, aplicando un baremo viciado por su propia afección? ¿O ese proceder habitual de quien no sufre disfunción alguna pone de manifiesto su desequilibrio? ¿Cómo gestionan las diferencias entre las conductas ajenas, supuestamente normales, y las que llevarían a cabo ellos en una situación similar? ¿Cree el loco que él está cuerdo, y que los locos son los demás?

Es una obviedad que, a pesar de poder controlar nuestra conducta hasta donde queramos y así mostrar ante los demás la versión que nos apetezca, jamás podremos dirigir la visión que tienen los demás de nosotros mismos; y que esa especie de disonancia puede provocar graves conflictos internos. Una vez establecida esa visión, es necesario muy poco empeño para que se convierta en universal, momento en el que el sujeto queda a su merced sin posibilidad de actuar sobre ella, modificándola o eliminándola, y ni aun el empeño de borrar sus huellas y dejar su pasado en blanco produce ningún fruto.

Los personajes de Drabble, aunque potentes narrativamente considerados, son personajes fronterizos, que atraviesan el límite de la locura y son capaces de volver, mostrándose incólumes después de tal expedición, aunque lo cierto es que han sido marcados con el estigma de la alienación sin apercibirse de ello. Esa marca consiste, a menudo, en una leve disfuncionalidad, casi inapreciable, de las que ni siquiera son conscientes; ha de ser la omnisciencia jamesiana de sus narradores quien pone en evidencia esas carencias, no por leves y anecdóticas menos terribles.

Algunos libros son cuchilladas; otros, bombas; éste, es puro veneno: Margaret Drabble, handle with care.

Calificación: ****/*****

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