14 de noviembre de 2011
Contrapunto LXVIII
12 de noviembre de 2011
Un poco de azul en el paisaje
INTRODUCCIÓN
Recepción del autor
No es nada exagerado considerar a Pierre Bergounioux como un escritor desconocido en el dominio de cualquiera de las lenguas peninsulares. A diferencia de lo que sucede en Francia, donde ha sido publicado por algunas de las más prestigiosas editoriales, aquí solamente pequeñas editoriales independientes, Días Contados con La huella, la propia Minúscula con Una habitación en Holanda y Alfabia con B-17G —más algunos proyectos editoriales en marcha, también debidos a editoriales independientes—, se han decidido a traducir y editar al francés, autor de una vasta obra narrativa de cariz inequívocamente francés por sus temas pero con indiscutible vocación de europeidad; un escritor que se resiste al encasillamiento reconocido con algunos de los premios menos mediáticos pero no por ello, o precisamente por ello, menos relevantes cuando es de la calidad literaria de lo que se trata.
Generalidades
Hay escritores cuya producción literaria descansa más en lo que antiguamente, antes de los excesos sectarios de la crítica de la segunda mitad del siglo XX, se llamaba forma que en el fondo; es decir, más en la manera en que se articula su discurso que en el contenido de aquello que se cuenta. Brive-la-Gaillarde, y por extensión el departamento de la Corrèze, en la región francesa del Lemosín, es el microcosmos geográfico donde Pierre Bergounioux sitúa gran parte de su producción narrativa, confiriéndole no sólo el estatuto de lugar sino incluso en el protagonista. Es su Camelot, su Utopía, su País de Oz, su condado de Yoknapatawpha, en realidad, más justamente, quizás su País del Nunca Jamás. Pero, a diferencia de estos, con el añadido de la realidad.
EL TEXTO
Un poco de azul en el paisaje (Un peu de bleu dans le paysage, 2001) es un retablo compuesto por ocho cuadros, más sugerentes, característica intrínseca de la obra del francés, que exhaustivos, en los que Bergounioux explora el territorio geográfico de la Corrèze a través de lo que la memoria ha impreso en cada lugar y la forma en que su recuerdo lleva al origen.
El puente de Bonnel
Descripción del tajo abierto por el Corrèze, un accidente que aisla la región, que debe mirar hacia arriba para buscar una escapatoria, incluso para ver el cielo, pero que aisla también de las influencias exteriores y del progreso. Es un puente, que permitía salvar el relieve, nacido en la edad oscura que fue abandonado con el avance de la locomoción y sustituido por un túnel excavado en línea recta; su desatención y la ausencia de signos humanos recientes le asemejan al fin del mundo, que es lo que era en la infancia del narrador, pero también la promesa de lo desconocido. Una vez conquistado este, a la vuelta, después de años, el puente y la vieja carretera discurren por un camino inaccesible, solo abordable mediante la memoria y los sueños.
Salvajismo
El bosque, el salvajismo, contra la piedra, la civilización. Las murallas más resistentes son las que no están hechas de piedra. Las comunidades rurales se han mantenido prácticamente invariables casi 2.000 años —el tiempo no ha transcurrido, permanecen en el pasado—, mientras que las ciudades han sido motor del progreso. La deslocalización de los elementos de cada situación cuando son transplantados al otro: la ciudad tiene poder transformador para los productos del bosque; este no puede asimilar, en cambio, los productos de aquella. El destino de la ciudad es extenderse, el de la comunidad rural desaparecer en manos del bosque.
El Traction
Una infancia entre desclasados, en una escuela cuya inclusión era recoger los restos de todas las civilizaciones que habían caído en el pueblo, incluida la aborigen, y destinar a cada uno a un campo de actividad predestinado; pero que crea lazos permanentes entre individuos de los más dispares. El Citroën Traction 15, aunque ya anticuado, toma el papel de carro de fuego que permitirá escapar de la reclusión porque es capaz de conducir hasta la totalidad del mundo, cuya existencia les revela. La velocidad del automóvil resta realidad a aquello que pasa deprisa por la ventanilla y le quita su carácter amenazador, transformándolo en un entorno ligero y volátil, que se desenfoca a medida que se aleja.
Vida doméstica
La pequeña ciudad como prisión temporal. El ensanche, las nuevas construcciones, nacen viejas y no alcanzan a cambiar el sino de la población. La vida se reduce a satisfacer las primeras necesidades, la vida doméstica, que debe saciar todas las carencias. El tiempo puro es sustituido por la cobertura de necesidades, se vive al día y el futuro, implanteable, incierto, se confunde con el pasado, cuyo último hito es Roma, y único fruto son los muertos. Para viajar al infierno no hace falta desplazarse, solo tomar una determinada calle. Contra ese viaje, solo cabe rendirse a los dioses lares y esperar la destrucción por degradación o salir de casa y fijar la mirada en el punto más lejano.
La voz del bosque
La doble vida que facilitan los libros —Exister par deux fois, 2014—, que es también doble posibilidad de sufrimiento. El recuerdo de su primera lectura: el entorno, los compañeros y la evasión que significa la historia que cuenta, que no se recuerda con precisión, pero sí que permanece la impresión de su lectura: no recordamos el detalle de todo lo que vimos en el bosque, pero el impacto de haberlo recorrido es indeleble porque lleva asociada la propia experiencia de la lectura, su significado en el momento en que se materializó, actuando como redención de nuestro pasado.
Millevaches
El plateau de Millevaches —no mil vacas, sino mil fuentes, del occitano—como síntoma: desbrozado en los primeros siglos de la era común debido a las actividades agrícolas, en el último medio siglo, el abandono de la colonización ha permitido que el bosque, dos mil años después, vuelva a adueñarse del enclave, pero con especies invasivas, los resinosos, que secuestran la identidad del bosque original, ofreciendo una ficticia tregua opuesta a la hostilidad del brezal. Una hostilidad a medida humana, que salvó vidas en ambas guerras: pero una vez extinguidas las de los que lo poblaron, un accidente pasajero, nada ha venido a sustituirlas.
Guerreros del olmo
La etimología —Lemosín parece derivar del galo Lemovices, guerreros del olmo—como reserva de significados —una idea que también ha desarrollado Pascal Quignard—: las palabras adquieren nuevos significados bajo esa circunstancia llamada Historia, pero el significado original siempre permanece, y acaba manifestándose en todo aquello que no son palabras. El cambio forzado en la vegetación, fruto de la replantación —una nueva adquisición de significados—, borra también la Historia, adjudicando a los habitantes, temporales, un pasado inexistente.
Un poco de azul en el paisaje
La muerte social del segundón en la época de la primogenitura ha alcanzado al primer hijo: el progreso ha acabado con el mundo que lo engendró y que le estaba destinado y, consiguientemente, acabará con él. El relato es, a la vez, una reprobación por un modo de vida sin objetivo y una lamentación por el hecho de que esta sea ya la única vida posible antes de su definitiva extinción, rodeado por la ignorancia propia, la clausura, la endogamia social y el abandono de las autoridades, todo ello junto con la extraña e ineluctable llamada de la tierra a los que osaron alejarse de ella.
El origen
Bergounioux, que se siente traidor a su origen por haberlo abandonado de joven, cuando los libros de la biblioteca municipal le informaron de la existencia de un mundo exterior cuyas posibilidades eran infinitas, comparadas con las que podía disfrutar en su tierra de origen, intenta regresar, con una doble intención: saldar su cuenta, pagar la deuda con el lugar del que procede, e intentar trasladar al presente del mundo esa región anclada en su pasado. El origen, desde esta perspectiva, es una mezcla desigual de paisajes y recuerdos: la forma de vida de la Corrèze tiene cientos de años de edad; el granito de sus rocas, mil millones; ese poco de azul en el paisaje, que es a la vez cielo y agua, pero también el azul —blue— de la nostalgia, y la acepción, en francés, d’être dans le bleu —incertidumbre—, es eterno.
El lugar es un elemento esencial en la obra de Bergounioux; en Un poco de azul en el paisaje ese lugar no es ni descrito —en cambio, es inventariado— ni ficcionalizado —pues el espacio es real—, sino tratado como protagonista. La forma escogida es la forma breve para evitar la artificialidad del encadenamiento y porque lo que el autor quiere comunicarnos son episodios, vividos en primera persona, cuya naturaleza de microeventos aislados entre sí, aunque unidos por el escenario y el narrador, se ajusta mejor a ese formato.
Ese lugar no es un lugar porque exista, es un lugar porque se está en él; no es un espacio porque ocupe una superficie, sino porque es vivido; y, como tal, su naturaleza cambia constantemente por una cuestión de apreciación personal, que se refleja en aquello que se escribe; de este modo, la geografía —descriptiva, el mundo exterior como objeto inanimado, estático, objetivable, objeto de la percepción sensorial— se convierte en cartografía —el reflejo de ese mundo exterior en la mente del escritor, que se impone al sujeto, subjetivo, personal, no canjeable, aunque comunicable—. Solo así, o principalmente así, la palabra geografía recupera su etimología original, escribir la tierra; y cartografía, escribir —dibujar— un mapa. Esta doble visión, de la que Bergounioux nos ahorra la puramente descriptiva, precisa de una narración en primera persona, el discurso de un narrador que es, a la vez, personaje, sin que la eterna discusión en torno a la autoficción tenga ningún sentido. Es en este doble sentido, geográfico y cartográfico, donde nace la distinción entre los elementos orográficos, geográficos, el país, que existen por sí solos, y el paisaje, que es su combinación, pero que es más que la suma de sus partes, ya que, siguiendo la definición de los diccionarios —«parte de un territorio que puede ser observada desde un determinado lugar»; la propia palabra deriva, en su origen francés, de pays—, implica necesariamente a un observador.
Se puede viajar al pasado subiéndose al carro de la nostalgia, pero no solamente la del alma, sino también la del paisaje que nos hizo tal como somos mediante un lento pero irreductible proceso de modelaje, precisamente porque ese territorio físico era tal como era y nos imprimió un carácter cuyos rasgos nos acompañarán para siempre. En todo caso, el camino recorrido, visto con la perspectiva con que se ve al pasado. se ajusta perfectamente a la tríada odiseica: el silencio de la ignorancia infantil, el exilio como conformador del individuo, y la astucia en un nostos que, eso sí, a diferencia de Ulises, no puede desprenderse de cierto carácter provisional.
Una primera dificultad para este traslado es que el individuo que debe convocarse para comprender aquella época no es el mismo que ahora se plantea el desafío; en el pasado, el viajero en el tiempo no era más que un niño, a cuya inocencia se unía la falta de perspectiva del preso y, por tanto, la inexistencia de referentes.
«La infancia es un misterio, y doblemente cuando el universo que uno descubre es aquel agrario, cerrado, milenario, que ha subsistido al margen del movimiento, del intercambio, de la modernidad hasta la mitad de este siglo y un poco más, a veces, según el lugar».
La crueldad de la tierra y la precariedad de la existencia no dejan lugar a las expansiones emocionales ni a los sentimientos; la inexistencia de espectativas no ofrecen espacio a ninguna existencia alternativa. El alma, que debería rebasar las fronteras de la materia, se ve obligada a permanecer a ras de tierra y a limitar su influencia a todo aquello que alcanza la vista:
«Me parece que mi alma, o lo que hace las veces de ella, si se me permitiera examinarla fuera, en el suelo, sobre una mesa de cocina, se parecería en más pequeño, en mucho menos extenso, consistente, duradero, a la depresión de basta arenisca, marrón ocre o blanco sucio, de una media legua de diámetro, donde fue arrojada para empezar».
No puede haber paz en la relación inevitable entre el hombre y el país: la geografía es agreste, abrupta, salvaje, como si tuviera que defenderse vete a saber de qué tipo de enemigo, en permanente enfrentamiento con el ser humano —aparte de las bestias que lo pueblan, si no peligrosas sí fieras—; una agresividad que nace en la propia forma del paisaje, encajonado en las cotas inferiores y con una configuración de pequeñas colinas con las cimas redondeadas —en forma de chevrón, que da título a una de sus obras más apegadas a la orografía del país— que impiden ver el horizonte, no solo el geográfico, sino también el ideal, el que señala una dirección hacia la que escapar. También la cartografía acaba rechazando, por motivos físicos tanto como sociales, a la población, expulsando a los habitantes e impidiendo el acceso a los visitantes.
El pasado irrecuperable sería pues, según Bergounioux, un territorio vedado, sólo abre sus puertas a la memoria y únicamente se puede experimentar en los sueños. Porque ese origen que se abandonó, ahogado por el aire viciado del atraso, era hijo de su tiempo, de la sociedad agrícola con pocos medios asentada en una tierra áspera e infértil, y no puede evolucionar; si superara su atraso y consiguiera entrar en el presente, desaparecería.
Realmente, es al abandonar el origen cuando se hace manifiesta la identidad, porque mientras se está enterrado en el fondo del pozo se puede ver el cielo, pero no todo lo que rodea a la boca de ese pozo —en palabras de Bergounioux, «las cosas», que él identifica con «la realidad»—; se depende, por tanto, de la información que se pueda obtener, o que quieran facilitarnos —nunca de forma voluntaria, casi siempre sesgada y prejuiciosa— aquellos que no sufren ninguna restricción: «los provincianos de mi condición siempre se vieron reducidos a la triste necesidad de dependeder de otros para saber lo que eran». Esa dependencia provocaba, por una parte, la ausencia de conciencia propia —solo se existe para los demás— y, como consecuencia, la pérdida de la identidad.
El extrañamiento
¿Dónde se halla pues ese pasado? En diversos aunque concretos lugares de la geografía física, pero también en la configuración moral del individuo, cuya composición nos revela esa arqueología del espíritu que es la escritura: en la infancia, el período de descubrimiento y exploración de los parajes recónditos, cuya magnitud sobrepasa las fronteras de la comprensión; en los territorios aislados con sus habitantes endémicos, resultado de incontables endogamias fruto del aislamiento; en el paso de la concepción del tiempo como magnitud inamovible e inmensurable a inquieta corriente que se cobra sus víctimas; en el descubrimiento del otro en esos emigrantes expulsados de su lugar de origen por conflictos cuya distancia los hace legendarios; en los amigos de la adolescencia con quienes compartir
«… la idea de que el universo era un hemisferio hueco, achatado, ocre y granuloso de un kilómetro aproximadamente de radio, cuya circunferencia agotaba toda expectativa, sustancia y posibilidad»;
en las primeras transgresiones que supone llevar a cabo esas conductas que se creía exclusivamente reservadas a los adultos; y en la pasión que representan las necrópolis sobre las que se asientan los cimientos de las casonas desoladas, testimonios de tiempos más gloriosos.
«Sólo se es una vez. No se cambia fácilmente el carácter. Hay un privilegio del origen, un sortilegio, también. La fe nueva, intacta, que uno trae al nacer confiere a las primeras cosas un definitivo ascendente. Ya podrán, más adelante, componer otros rostros, sólo uno tendrá nuestra aprobación: el que les vimos cuando llegamos».
La pérdida de la conciencia y de la identidad tienen una consecuencia fatal: el pasado no se considera como algo propio, sino como algo que sucedió a unos individuos que vivieron hace mucho tiempo y con los que no se posee nada en común. Ese texto hecho de pasado que acompaña a la vida de todas las sociedades y que se llama historia ha sido hurtado a los presentes, con una consecuencia posterior inalienable: la humillación que acompaña al descubrimiento de las carencias propias, al reconocimiento del propio atraso.
«Entre las intuicions directas, está ésta: los libros hablaban invariablemente de cosas que ni yo, ni nadie de mi entorno, habíamos experimentado. Los lugares, las gentes a los que se refieren nos eran ajenos, mientras que la realidad próxima, el universo familiar, nunca aparecía. Y esto provoca una precoz y dolorosa perplejidad. La explicación que se nos dio no se ajustaba a los contornos, no iluminaba el contenido de la vida cotidiana».
La forma que adquiere la memoria de Bergounioux es una mezcla de recuerdo y paisaje íntima e inseparablemente enlazados. Cada uno de estos elementos genera un tipo de relación del ser humano con la memoria: el recuerdo genera víctimas, mientras que el paisaje genera testimonio; y es asumiendo este doble rol cómo el ser humano se relaciona con el mundo, con lo inmemorial, y con ese horizonte que se manifiesta inalcanzable en el mismo momento que lo vemos, que es la Historia.
El trasvase de lo particular a lo general, fundamental en su obra, se lleva a cabo a través de una triple vía: ese narrador en primera persona, habitual en las obras del francés, parecería indicar que su intención es, principalmente autorreferencial, pero no lo es, cuanto menos con lo que se entiende por autobiografía, porque ese narrador se limita, por una parte, a un papel testimonial y, por otra, a una legítima reflexión acerca de la colisión entre el ser humano y la técnica, que es universal; por otra parte, la localización en una zona geográfica muy concreta, perdida en el Macizo Central, no se toma como un reducto guardián de las esencias propias, sino como un reflejo del devenir de la civilización —mediante una visión política de izquierdas, una orientación presente en gran medida en multitud de sus obras— humana, abocada inevitablemente a la tragedia —este es un aspecto que Bergounioux trata, casi exhausivamente en otra de sus obras, La huella—; y, finalmente, a través de un proceso tan individual y cerrado como la escritura que, con su facilidad de transmisión, infinitamente más rápida, fiel y efectiva que la transmisión oral, permite universalizar no solo en mensaje, sino también, y sobre todo, el pensamiento, omnipresente, pero también precaria, como la misma la misma lengua, el patois, ancestral, bella, pero tan cerrada en sí misma que no puede nombrar al mundo, menospreciada y arrinconada por la potencia del francés, como la misma humanidad.
El paisaje, desde su origen, aún sin hombres, hasta su final, percibido y anotado, abandonado a su suerte, ha seguido un proceso irremediable de condicionamiento en cuatro fases sucesivas pero, en cierto modo, simultáneas: biológico, cuando las condiciones favorecieron su aparición; histórico, a partir de la aparición del ser humano; sociológico, que conlleva la desaparición de los modelos locales y la ruptura de la continuidad temporal, cuando se abrió, con la facilidad de las comunicaciones, a la permeabilidad del exterior; y, finalmente, psicológico, cuando la interacción se realizó a nivel individual. Después aparece, de nuevo, el biológico, la invasión de la naturaleza en el espacio humano después de su abandono, que es dintinto del primero, porque este último cuenta con un invitado inesperado: los fantasmas de los que lo habitaron..
«El frágil sonido de la vida se ha apagado en la montaña del Lemosín, pero nada ha venido a ocupar su emplazamiento desierto. Nada impide a nuestros ojos discernir la presencia, de vez en cuando, de aquellos que, por última vez, lo habitaron. Persistentes sombras pasan sobre el inmutable paisaje de aguas blancas y bosques, cielo y rocas».
La redención
¿Posibles vías de redención? Pocas, porque ni el empeño ni la voluntad pueden borrar las huellas del tiempo y es imposible comunicarse con los muertos y traerlos de vuelta. La infancia puede ser recreada, que no recuperada, con ese intento de regreso al origen; la devolución de su relato a los muertos, cuando el recuerdo, aunque ficticio, es el único tributo que somos capaces de satisfacerles, solo puede llevarse a cabo mediante la escritura, el libro, como Un poco de azul en el paisaje.
La literatura ha sido, desde La leyenda de Gilgamesh, hace 4.000 años, y hasta el siglo XIX, el método irremplazable con el que los hombres pudieron representar lo que eran y lo que hacían, es decir, de su realidad: «una escritura que arranca la palabra del flujo del tiempo, libera el pensamiento de su anclaje corpóreo, lo independiza de nuestra condición mortal».
Inseparable de la escritura, siempre queda la lectura, que nos duplica en dos seres separados, el que experimenta con la vida y el que se recrea en lo que lee:
«Un libro de verdad afecta en mayor o menor grado a lo que pensamos y, por lo tanto, a lo que somos. Cambia, en cierta medida, el mundo que consiste, en parte, en la idea que tenemos de él, ya lo adorne y agrande, ya consuma su ruina [...]. No conozco libro, cuando ha importado, que no haya hecho temblar el suelo de la existencia, dislocado la visión pobre, burda, que yo tomaba, antes de que la quebrantara, por la realidad».
La lectura pues, ofrece una dimensión multiplicada de la realidad cuando, por la acción combinada de escritura y lectura de los dos únicos individuos implicados, el que escribe y el que lee, de ese diálogo sordo y solitario, el escritor, el que ha experimentado con la vida y que la ha recreado en su escritura, le ofrece al lector una especie de experiencia vicaria y la posibilidad de su propia recreación en la lectura.