17 de noviembre de 2008

Ágape se paga

Ágape se paga. William Gaddis. Editorial Sexto Piso

-Su libro, ¿de qué trata, señor Joyce?
-No es que trate de algo, señora, es que es algo
”.

Allá por la segunda mitad del siglo pasado, William Gaddis empieza a recoger información para escribir una historia de la pianola y de la reproducción mecánica de la música y de las demás artes, en general, en Estados Unidos. Después de haber acopiado cantidades ingentes de documentación, desiste de su proyecto originario, y recicla parte de esa información dando forma a un libro de clasificación difícil: Ágape se paga, citado en una obra anterior del propio Gaddis (JR) como “un libro acerca del orden y del desorden, algo así como una especie de historia social de la mecanización y las artes, del elemento destructivo”.

Mecanización como elemento destructivo, pues. Es decir: popularización -¿quién es “el público”? ¿No será acaso “la chusma estupefacta que ahí fuera espera que se le dé entretenimiento”?-, reproducción mecánica –ya sabes, uno, cero, todo o nada; sin espacio para el matiz, azar igual a cero, todo el conocimiento en una tarjeta perforada-, democratización –“tiene que ser la música para deleite de los mejor educados, o bien uno terminará por ver a sus poetas componiendo cualquier filfa para complacer el mal gusto de sus jueces y por último el público se instruye entre sí y es que en eso consiste esta gloriosa democracia”-, acceso universal -son infinitas las formas con que la demagogia puede ideologizar un discurso-, museos como carpas de circo –y artistas como payasos- y obras de arte en manos de “inversores privados e institucionales” –el “mercado del arte” depende de la cotización del artista y del carácter de valor-refugio de la obra artística-, todos ellos elementos que llevarán a la destrucción de las artes, a la aniquilación, qué paradoja, de la relación entre el artista y el observador por la vía de la vulgarización. ¿Elitismo? ¿Eliteratura en lugar de literatura? Sí, sospechamos que no se sonroja el narrador al reivindicar ese estatuto tanto para el artista como para el público -¡dios, esa palabra otra vez!-. ¿Es algo perverso que el arte no sea para todos? Tal vez, pero ¿acaso está escrito en alguna parte que deba serlo?

No es lectura fácil, y la falta de una puntuación gramaticalmente normativa es solamente la punta del iceberg de esa dificultad: lo malo del entretenimiento es que entretiene –“y es que no se puede explicar nada a nadie que espere entretenimiento”-. Ágape se paga es un reto en el que el lector, una vez aceptado el desafío, jamás puede salir ganador -¿acaso no puede haber gloria en la derrota, hermano Héctor?-. No se olvide que de “lectura” a “locura” sólo van dos letras. El sistema es muy sencillo pero para nada simple: se trata de acumular datos y de depurarlos hasta convertirlos en un discurso elemental, primigenio, pero de modo que sea imposible la vuelta atrás: la forma extendida ha quedado sepultada y es irrecuperable. Desde Pitágoras llevamos soportando ese discurso idiota de la música de las esferas (música mecánica, por cierto…), necesaria para la conformación del mundo (¿”mundo”? ¿qué “mundo”?), toda equilibrio y perfección, campanillas celestiales de la armonía universal… Ante tanta dulzura empalagosa, ¿quién no necesita salir a respirar un poco de aire viciado, tirar los cubiertos y aprestarse a comer con las manos, soltar una sonora e irreverente carcajada, y substituir los etéreos cascabeles por rotundos cencerros ester/coléricos? Jack Gibbs, un narrador a medio camino entre el Innombrable de Samuel Beckett y el Rudolf de Thomas Bernhard (y, tal vez, aquejado por igual de la enfermedad mortal del primero y del morbus boeck del segundo), es un excelente compañero para ese placentero viaje a la complejidad del planeta Entropía.

Aunque pueda ser cuestionable el criterio de publicar en primer lugar este Ágape se paga, Agapé agape en su título original, que adquiere más sentido como epílogo y colofón –incluso resumen imprescindible pero no suficiente- de la reducida obra del autor norteamericano, bienvenido sea el anuncio de la próxima y paulatina edición de toda la obra de Gaddis; en este caso, podemos estar seguros de que la mecanización de la edición no conducirá al tedio de la vulgarización… Por cierto, un último consejo: imprescindibles tanto el prólogo de Rodrigo Fresán como el postfacio de Joseph Tabbi. Ah, y como todo libro importante, es mucho mejor leerlo en voz alta.

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